“Desconcéntrense. Estamos en estado de sitio.” El mensaje, indescifrable, salió del agente de policía que pasaba, raudo, en bicicleta. A los 12 años, nunca había escuchado esas palabras. ¿Qué querían decir? No sabía. El tono era amenazante. Eramos cuatro chicas de jumper gris –por supuesto hasta abajo de la rodilla–, corbata azul, medias bordó y cabello recogido. Eran las nueve de una mañana de sol en la que en la escuela nos mandaron de vuelta porque había habido “Golpe de Estado”. Otra frase indescifrable. A 57 kilómetros de la Capital Federal, en General Rodríguez, hacía tiempo que se hablaba de los muertos que aparecían tirados “por la Gaona”. Cadáveres que desaparecían sin que nadie diera explicaciones. No entendía. El caos y la muerte envolvían el ambiente. La gente grande pedía “orden”. El orden llegó. Tuvieron que pasar años para que supiera que había llegado aplastando la vida de miles de chicos que tenían pocos años más que yo. Años que se convirtieron en una grieta de siglos entre las utopías y el escepticismo.
“Por favor, tené cuidado con lo que hables por ahí”, le empezó a decir mi mamá a mi papá. Repetía sin darse cuenta el lema de mi abuela española y franquista: “Ver, oír y callar”. Pocos meses después de aquel 24 de marzo de 1976, mi papá lloraba, impotente. Nunca había militado pero era peronista. Peronista de esos marcados a fuego por la “generosidad” de Evita y la profunda bronca contra la “oligarquía que siempre explotó al pueblo”. Ese sentimiento lo condenó, lo transformó en sospechoso para la empresa del Estado donde trabajaba desde los 17 años. Quedó relegado sin derecho a pedir. Se acostumbró al silencio.
En el colegio nadie hablaba de nada. A mí me daban miedo tanto los militares que aparecían allanando casas y destruyendo todo como un vecino de barba y campera. “Ahí pasó el guerrillero”, le decía a mi mamá. En el ’78, mi papá se indignaba por “la guita que están gastando en esta payasada y todo para tapar lo que pasa”. No explicaba más nada. El miedo dolía. Dos años más tarde terminé el colegio. Me parecía normal que gobernaran los militares. En Educación Cívica, el profesor no nos había enseñado el funcionamiento del Congreso porque “total... de acá a que ustedes necesiten saber esto...”. En el ’83 lo encontré como fiscal en una de las mesas electorales. No me acuerdo para quién militaba pero me aconsejó: “Para que no te enganchen como autoridad electoral te conviene hacer cambio de domicilio y poner que sos ama de casa”.
El ’82 me sorprendió en una universidad privada cursando Periodismo. Me había convertido en una fanática del programa de los domingos de Tato Bores. Me acuerdo del “tío Josei” contando cómo el 30 de marzo lo sacaron a palazos de la Plaza de Mayo por putear contra el general Galtieri y su séquito y cómo, dos días después, había vuelto a la misma Plaza para vivar al mismo Galtieri. Ese fue el último momento de confusión, la última mentira del poder de facto que prendía. Duró menos de dos meses. Algunos de mis compañeros del secundario fueron reclutados. Uno enloqueció. Los militares se habían convertido en una caricatura vergonzante.
Los velos de la mentira empezaron a descorrerse. El horror aparecía, descarnado, injustificable. Los testimonios de los ex detenidos-desaparecidos sonaban increíbles. A tientas empecé a reconstruir qué había pasado. Cómo habían podido hundir en la sangre a una generación sin más molestias que las denuncias en el exterior. Cómo “los grandes” habían avalado, de hecho, la clandestinidad para disfrutar del orden. Cuál es el mecanismo para no querer darse cuenta de lo que pasaba. Cómo, del otro lado, se habían equivocado tanto sin advertir los deseos de la gente.
Las respuestas son siempre inacabadas. Buscarlas implica enfrentarse al miedo que también nos metieron a nosotros. Un miedo que se traduce en falta de compromiso. En el ’83, el triunfo de Raúl Alfonsín descubrió un fervor desconocido. El Juicio a las Juntas, valiente, inédito, sacó a la luz la magnitud de la masacre y su efecto ejemplificador sigue siendo encomiable. Pero aquel entusiasmo duró poco. Sus “Felices Pascuas”volvieron a poner en duda la posibilidad de creer. Lo único seguro es que, a pesar de todo, la democracia es lo mejor que hemos conocido.
A los que tienen veinte años les parece natural poder decir lo que piensan. Hablan sin prejuicios, a boca de jarro. Para nosotros fue un aprendizaje doloroso. Estábamos acostumbrados a que decidieran por nosotros. Poco antes, cientos de miles habían muerto simplemente por pensar libremente. Pasaron treinta años. Ya nadie puede dar una única versión de la historia. Es indispensable conocerlas, confrontarlas, para recrear el sueño de algo distinto.
* Publicada el 25 de marzo de 2006.