Primero a uno se le ocurre que es curioso. La orden de arresto contra 45 criminales. Las imágenes revulsivas pero reparadoras de esas bestias decrépitas rumbo a encierros que no importa cómo son porque para ellos significan una tragedia en cualquier caso. Ese Juan Antonio Azic tan patéticamente miserable como para que ni siquiera le salga bien el tiro del final. El decreto que reinstala la posibilidad de extraditarlos. Ese conjunto que conforma la gran noticia de los últimos tiempos, vino a coincidir con el estreno nacional de Sol de Noche, la historia de Olga y Luis, en San Salvador de Jujuy. Es la película que –entre otras cosas– trata sobre uno de los episodios más alucinantes y desconocidos de la dictadura, al que los lectores de Página/12 pudieron acercarse ayer en la crónica de Luis Bruschtein: La Noche del Apagón, en el pueblo de Libertador General San Martín que lleva el “mote” de Ledesma. Y lo lleva no tanto por el apellido de su fundador como por la omnipresencia del ingenio de los Blaquier, con cuyas camionetas el Ejército y la Gendarmería secuestraron a casi medio centenar de gente imprescindible en la oscuridad del 27 de julio de 1976.
Primero a uno se le ocurre que es curioso. Pero no tarda en descubrir la causalidad. A 27 años del genocidio, del mismo modo en que sigue habiendo jueces de aquí y de acullá, abogados, organismos y simples luchadores sociales que gracias a su impulso –incluso por diferentes motivaciones– continúan respirando en la nuca de los impunes, un testimonio como Sol de Noche pudo ser presentado nada menos que a pocos kilómetros del corazón mismo de los lobos sueltos: Ledesma.
En estos momentos lamentable y trágicamente hermosos, en los que una cincuentena de valientes soldados de la Patria que torturaron embarazadas y bebés son –aunque más no sea– visualizables en un charter rumbo a Europa para sufrir la justicia humana, cabe pensar en la reivindicación que sienten las madres y familiares de los desaparecidos de una Jujuy que el jueves pasado, como desde hace 20 años, volvieron a cubrir a pie muy firme los 6 kilómetros que separan a Calilegua de Libertador. Junto a miles de militantes, en medio de un paisaje fascinante y fantasmagórico, donde se conjuga la selva de yungas, los gritos de Nunca Más, los zafreros transportados en carromatos del siglo XIX, la inverosímil juventud de septuagenarias empañueladas de dignidad, el insoportable olor a bagazo. Y las miradas atónitas, en los pueblos y al costado de la ruta, de aquellos que simplemente contemplan. De los que apenas comprenden. Y de quienes no saben, no quieren o no pueden entender que la lucha es alegría.
Más de 500 estudiantes secundarios de San Salvador, al asistir a una presentación especial del film, vieron por primera vez una historia que ocurre oculta delante de sus narices. Como ocurre esa Historia Oficial donde Ledesma y los Blaquier son un sobre de azúcar, una resma de papel o un cartón de jugo y no uno de los símbolos más estremecedores de la hermandad entre genocidas y poder económico. Corríjase: de la paternidad del segundo empleando a los primeros como esos preservativos usados que hoy padecen, y mucho, aunque infinitamente menos que lo que hicieron padecer.
En esa Ledesma que apagó la luz para defender su cosecha de caña de azúcar de modalidad laboral prehispánica, se escucharon demasiado fuerte las consignas de los sobrevivientes indestructibles.
Semblanteó como siempre, o como nunca, la figura de Luis Aredez. El esposo de Olga. El médico del pueblo. El intendente radical en la primavera camporista. El primero que al extender el ejido municipal logró cobrarle impuestos al ingenio. Le costó el secuestro, la desaparición y la vida. La historia de Olga y Luis se planta en una película para recordarnos que no hay forma de acabar ni con la verdad ni con la búsqueda de justicia. De otra forma, o de la misma forma, en que hacen recordarlo los represores detenidos.
Esos amos de la vida y la muerte que hoy están muertos en vida. Como corresponde a la vida que tuvieron.
* Publicada el 28 de julio de 2003.