Debo confesar, querida lector, que mi estado mental se bambolea, en estos últimos tiempos, entre la sorpresa y la estupefacción. No puedo dejar de evocar aquí aquel entrañable chiste de humor inglés, donde un hombre llega a su casa y encuentra a su mujer, profesora de Letras, en la cama con otro tipo, y le dice, impávido: “Estoy sorprendido”. Y ella, sin perder la calma, le responde: “Error, la sorprendida soy yo; ¡tú estás estupefacto, my dear!”.
Quizás entonces este/mos estupefactos, aunque no sorprendidos, por las declaraciones de Su Graciosa Tujestad en ocasión de concurrir, bancado por nuestros dineros, a un acto partidario (no de protocolo estatal) en la madre Patria. Seguramente, los madrepatriotas hayan quedado tan estupefactos como nosotros cuando, jugando de visitante, insultó al equipo local en pleno, tribuna incluida. Quizás, en una extraña floritura digna de un mago de segunda, traten de hacer pasar esas declaraciones como prólogo de la celebración de hoy, 25 de mayo, en la que conmemoramos habernos liberado, justamente, de la dominación española. Pero, a fuer de ser sincero, no creo que exista excusa válida alguna, y supongo que España se sumará la larga fila de países que dudan entre la risa, el tortazo –cual payaso antiguo– y el estupor ante las andanzas, correrías y locuras de las que hace gala nuestro Primer Autoritario Electo.
Debo decir que, muy poco antes, ocurrió otro hecho que tuvo a nuestro Excelentísimo Jamoncito (al decir de su vice) ya no de sujeto, sino de objeto indirecto. Uno de sus funcionarios, un empresario devenido menemista devenido duhaldista devenido kirchnerista devenido albertista devenido libertario, iluminó el finde pasado al decir que “a nuestro presidente, hay que darle un Nobel de Economía por lo que ha hecho”.
No pude dejar de atribuirle cierta razón, ya que Henry Kissinger, Beguin, Sadat, Rabin, Arafat y Obama recibieron, en su momento, el Nobel de la Paz. La cantidad de víctimas –entre fallecidos y refugiados– por las acciones bélicas ordenadas por todos ellos es como… mucho. Entonces, pensé: “Es lógico: si el propio Nobel fundó este premio a partir del dinero que ganó gracias a la dinamita, por qué no darles el Nobel de la Paz a reconocidos belicosos, el de Economía a quienes se encargan de destruirla (ya hay varios casos de esto), el de Física a quien cree una bomba que destruya todo, el de Letras a alguien cuya obra literaria sea paupérrima (el Sumo Maurífice, por ejemplo), y el de Medicina… ¡a alguna bacteria, virus o parásito!
Entonces..., tal vez sea cierto que “a nuestro presidente hay que darle un Nobel de Economía por lo que ha hecho”. El justificativo, como planteamos el pasado martes en este mismo diario junto a Daniel Paz, sería que “lo mismo que Kissinger le hizo a la paz, J. M. se lo está haciendo a la Economía”. Y supongo que, si se lo llegasen a dar, iría orgulloso a Estocolmo a recibir los billetes correspondientes, y aprovecharía la ocasión para pronunciar un discurso acusando de alguna cosa fea a las autoridades de Suecia, Noruega, y ya que está, Finlandia, que no tiene nada que ver, pero queda cerca.
Pero… (nunca falta un "pero"), en la otra punta de la frase está el que propone, propala y propulsa este premio. Y aquí la sorpresa y la estupefacción se mezclan como la crema y el dulce de leche en el flan mixto. Recordemos entonces que dicho personaje fue vicepresidente, dos veces gobernador de la Provincia de Buenos Aires, candidato a presidente, ministro y embajador ¡por el peronismo! ¡Que yo mismo lo voté en el 2015 y milité para que ganase el balotaje! ¡Que se iba a presentar en la interna peronista en el 2023! Que…, que..., ¡no, mejor no sigo, prefiero esta mezcla de sorpresa y estupefacción a la depresión.
Sugiero al lector acompañar esta columna con el video-parodia “los fantasmas de Menem” de Rudy-Sanz