Tiene un gran ventanal que da a la calle donde se ve a los ancianos sentados alrededor de una mesa. Hay movimiento de sillas de ruedas y algunos viejitos solos, meditando, con la mirada perdida. Se puede caminar por Buenos Aires y pasar, de repente, frente a un geriátrico y sentir el tiempo detenido con una densidad extraña y perturbadora. Visto desde la calle parece el último tramo de la vida. Pero allí dentro es más como otra vida con sus propios parámetros. La confusión interrelaciona a los dos mundos, separados por ese vidrio que deforma y espeja.
La memoria de Pascual es como una plaza de otoño barrida por el viento. A veces recuerda su trabajo como encuadernador en una imprenta del Once. No recuerda muchas cosas más. Tampoco su memoria, ese remolino de hojas secas, es como se supone que debería ser. En parte por eso y en parte por problemas de salud, la familia decidió internarlo en el geriátrico donde lo atienden las 24 horas.
Para el que pasa por la calle, la memoria tiene un valor totémico porque le permite saber quién es. Quizá por eso Pascual tiene impreso el recuerdo, una isla que emerge en la laguna, de la imprenta del Once y sus compañeros gráficos. Sobre todo recuerda que lo respetaban y lo querían. Repite esa historia una y otra vez con el mismo entusiasmo, un hombre que ya no trabaja en un oficio que ya no existe.
Desde la calle, la memoria es cronológica, racional y clasificadora y se relaciona con las emociones desde su propia lógica. La idea del hombre que es incapaz de retener lo que hizo un segundo antes, prisionero de un presente absoluto, aterroriza como perder la razón. Ese miedo a perder la memoria tiene razón para casi todas las situaciones. Pero la historia de Pascual permite suponer, adivinar, intuir que no tiene porqué ser así siempre.
Pascual llegó al geriátrico poco tiempo después de la muerte de su esposa Lola. La terrible pérdida hizo estragos en su salud y en su memoria. Tras varias recaídas, en seis meses ya no era la misma persona. Lola había sido obrera textil y enfermera, era una tucumana de gran corazón pero de un carácter indómito y fuerte. Tuvieron tres hijos, vivieron en Valentín Alsina, después en Once y, ya de viejos, en Castelar. Lola fue su única mujer, de la que estuvo ciegamente enamorado, a la que nunca le vio defectos ni le planteó reclamos, la aceptó como si hubiera sido el mayor regalo de su vida. Desde fuera se lo podría ver como sometido o pollerudo por ese amor incondicional. Pero seguramente en esa incondicionalidad ingenua si se quiere, y pura, estaba la razón de su felicidad. Porque el hombre fue feliz.
Ya en el geriátrico, una parte de Pascual parecía que aceptaba la muerte de Lola. Pero en otra región de su cabeza, la borraba en forma automática casi al mismo tiempo en que surgía el recuerdo. Es imposible explicar el mecanismo supuestamente arbitrario –o con una lógica tan diferente que resulta inconcebible– con que funciona su memoria: cuándo sabe que Lola murió o cuándo lo olvida. La mayoría de las veces sólo recupera esa verdad dolorosa cuando alguien se la comenta, e inmediatamente la bloquea. ¿La razón es la razón? ¿O es nada más que una forma de razonar? Los chicos razonan de una forma, los adultos de otra y los viejos razonan de muchas formas.
Mercedes y su esposo fueron internados en el mismo geriátrico y el señor falleció un año antes de que llegara Pascual. Mercedes no se parece en nada a Lola ni Pascual al esposo de Mercedes. Y pasaron varios meses sin tratarse hasta que Pascual se familiarizó con su nueva casa y empezó a relacionarse con sus compañeros.
No tenían historias parecidas ni los mismos rasgos, pero tenían la misma necesidad. La memoria no recogió la historia ni los rasgos, los borró completamente, pero reconoció la necesidad y ciertas emociones. Porque en un momento determinado, Pascual tomó a Mercedes por Lola y Mercedes vio en Pascual a su marido fallecido. Y desde ese momento están todo el tiempo juntos, se cuidan y se preocupan uno por el otro.
En la sala del geriátrico se forman grupos alrededor de las mesas donde comen. Pascual y Mercedes se buscan para sentarse juntos, se miran si están abrigados, si comen bien, se preguntan si les gusta lo que comen, o se dicen “papi” o “Lola”, sin que siquiera esos apelativos puedan perforar el lazo que los une. Ninguna constatación evidente es capaz de hacerlos entrar en razón. Y son felices con casi nada. Como si en ese instante de la vida la memoria del amor se volviera tan imperativa y necesaria que anulara todo lo demás y sólo dejara el recuerdo de la emoción, el sentimiento puro y nada más.
* Publicada el 1 de abril de 2005.