Desde Barcelona
UNO Escribo como si se tratase de uno de esos mensajes pensados para introducir en una botella que se arrojará al mar esperando que alguien la encuentre y la rompa y lea lo que está ahí adentro. Escribo a punto de adentrarme una vez más en ese territorio conocido pero que uno querría desconocer. Escribo y un amigo me cuenta que uno de los pilotos de aquel avión de TAM que el pasado julio siguió de largo y se estrelló aterrizando en San Pablo estaba escribiendo un libro de memorias: Sem medo de voar. Sin miedo a volar, sí, y el título me parece más que pertinente porque ese miedo ancestral ha sido suplantado en por un nuevo miedo: el miedo al aeropuerto.
DOS El aeropuerto como terra incognita es –en el moderno imaginario– el equivalente a la casa embrujada. Un lugar por el que correr y gritar impulsados por el sadismo de los que te programan el vuelo de conexión con minutos de margen por el solo placer de hacerte transpirar entre puerta y puerta de embarque y obligarte a pensar, durante todo el viaje, que tu equipaje se ha esfumado, entre un y otro avión, en el aire, porque “lo importante es no perder el slot de despegue”. Así, bienvenidos al sitio en el que uno se consagra como víctima y se sabe sujeto a turbulencias terrenas mientras no deja de preguntarse si todo eso que leyó –sobre la deficiencia de satélites, sobre el volátil temperamento de los controladores aéreos, sobre los defectos de fabricación de toda una partida de 707, sobre la cantidad de gérmenes casi mortales que se incuban en la atmósfera presurizada, o sobre (caso Madrid) la revelación de que las rutas de la nueva terminal cruzan un espacio protegido para buitres y águilas y han aumentado las posibilidades de que un pajarraco de diez kilos se empotre contra una turbina– será verdad incontestable o siniestra leyenda urbana. Ya saben: uno llega ahí unas dos horas antes del avión (aunque ahora recomiendan que sean tres) y cualquier cosa puede ocurrir. Colas interminables. Boicot de empleados que deciden tomar las pistas (caso Barcelona el año pasado). Vecinos de barrios próximos franqueando las vías de acceso en protesta por el ruido de boeings pasando cada vez más bajo y más cerca de sus casas. Inesperada huelga de los encargados de subir y bajar maletas. Manifestación súbita (todo es posible) del rodaje de la nueva película de Woody Allen. Personal de a bordo que se perdió de camino al aeropuerto. Introducción del pasaje durante horas en un avión que no sale. Suspensión de vuelo y posterior orbitar hasta nuevo aviso en alguno de esos hoteles que rodean al engendro. Y –posibilidad que se incrementará radicalmente a partir de junio ’08, con la desaparición del papel y la implementación total del ticket electrónico– el que nuestro nombre no aparezca en las computadoras, o que nuestro número de pasaporte esté mal escrito, o que se caiga el sistema y entonces... Y todos éstos, se entiende, son problemas de lujo: mucho peor la pasan los que llegan en busca de una tierra prometida o a visitar a un familiar y son devueltos al punto de origen previo paso por algo que se llama –nombre desde ya inquietante– “sala de retornados”. Lejos –muy lejos– han quedado los tiempos en que el personal del aeropuerto en la novela de Arthur Hailey se encargaba de guiar y salvar y traer de vuelta a casa a la nave en problemas con la tripulación intoxicada (siempre pedir pollo, nunca pescado) o atacada (como en una de las películas más absurdas de la historia) por serpientes excitadas. Ahora todo está mucho más cerca –me pregunto cómo el inglés no lo hizo todavía– de una novela de J. G. Ballard. El aeropuerto como espacio alienante y alien donde todo es ruido y mensajes incomprensibles por los altavoces. Y nunca hay un reloj cerca. Y las pizarras que dicen delayed hacen ese ruidito como de aleteo de pájaro mecánico. Y por miedo al terrorismo se aterroriza al pasajero obligándolo desde a desnudarse hasta a catar frente a un policía la comida del bebé. Y, cuando el vuelo se ha perdido, el equipaje se ha extraviado y el espanto ha alcanzado alturas de vértigo, se nos ofrece con una sonrisa torcida llenar algo que se llama libro de quejas y cuya única función es dejar por escrito aquello que nadie se digna escuchar para que nadie se digne leerlo. Y ya saben: la responsabilidad de todo nunca es de la compañía sino del mal tiempo que hace, siempre, en otra parte, lejos.
TRES De ahí que la noticia de la creación de una especie de línea aérea bendecida por el Vaticano y de nombre Mistral Air me haya producido una sacra inquietud. Slogan en los fuselajes donde se lee Busco tu rostro, Señor, destino a los principales lugares de peregrinación (Jerusalén, Lourdes, Fátima, Guadalupe y sucursales donde alguna vez aparecieron todas esas personas que vuelan sin necesidad de buscar pase de abordaje antes) y fundada nada más y nada menos que por Bud Spencer: aquel fornido italiano que repartía trompadas junto a Terence Hill en los recocidos spaghetti–westerns de Trinity. Y yo me pregunto a qué obedece el bautismo de una compañía litúrgica y con alas. ¿Será ésta la admisión de que una potencia celestial debe hacerse cargo del asunto? Si uno pierde la paciencia y reclama, ¿vendrá Bud Spencer y buscará y encontrará tu rostro con un tortazo para que te calmes, Señor? ¿O te amenazarán con la sala de retornados a las puertas del cielo? ¿El agua que sirven estará bendita? ¿Las azafatas serán monjas de esas que llevan guitarra y se pondrán a cantar durante las tormentas? ¿O te mandarán a rezar diez Padrenuestros para así alejar a truenos y rayos y buitres? ¿Darán sólo películas bíblicas? ¿Cinturones de seguridad con púas para la autoflagelación? ¿Se repartirán estampitas perfumadas para las manos? ¿El capitán –te alabamos, piloto– informará de la presencia de ángeles en las nubes que se ven desde el lado izquierdo? ¿Se nos enseñará un undécimo mandamiento: No le dirigirás la palabra al desconocido del asiento de al lado a menos que sea imprescindible? Si alguien vomita, ¿vendrá al exorcista de a bordo? ¿Se restarán pecados al viajero frecuente en lugar de sumarle millas? ¿Se venderán reproducciones del Santo Sudario en el servicio de duty-free? Si se cae un avión, ¿se indemnizará a familiares o atribuirán todo a la voluntad divina? ¿Se excomulgará al que esté leyendo El código Da Vinci? ¿Se encargarán misas por valijas perdidas y descarriadas? ¿Se exclamará “¡Milagro!” cada vez que se cumpla el horario? Quién sabe... En lo que a mí respecta, preferiría que la Santa Sede se hiciera cargo más de las enmiendas de faltas y malas acciones de los aeropuertos que de los aviones. Pero enseguida pienso en todas esas iglesias que, durante los terremotos, siempre están llenas y siempre se derrumban sobre los feligreses. Y entonces, mejor, dejémoslo así. Después de todo, uno ya se aproxima a los aeropuertos laicos con humildad, la cabeza gacha, casi de rodillas, dispuesto a recibir estigmas varios, los ojos volteados al cielo, listo para el martirologio, rezando y pensando mentalmente en mensajes náufragos como éste. El problema es que después cuesta tanto meterlo en una de esas pequeñas botellas que te dan ahí arriba. Esas botellitas que, sem medo de voar, uno bebe procurando olvidar todo lo que le pasó y que volverá a pasarle abajo: en esta tierra de terrores y de errores, de aerrorpuertos y aterrorpuertos, donde, como enseñan los religiosos, la culpa de que algo no salga bien siempre la tiene uno o los otros –nunca ellos– por los siglos de los vuelos, amén.
* Publicada el 30 de agosto de 2007.