Me siento en el balcón. El sol de otoño se parece a una manta que me envuelve despacito. El equipo de mate sobre la mesita plegable. Las lanas explotan de color en el bolso que apoyé en el piso. Un par de loros se aferran a las ramas del álamo, que ya perdió sus hojas, y hacen un minuto de silencio. El bastidor apoyado en mi falda, enhebro la aguja antes de empezar con las puntadas.

El pibe de los perros va por su primera vuelta. Siempre vestido de negro, de unos treinta años, repite la rutina por la tarde. Camina lento con la vista clavada en el celular, de vez en cuando se da vuelta. Los dos animales de pelo largo y parado, que van sueltos, lo siguen sin inmutarse por nada. Como él, se mantienen con la vista fija, pero ellos hacia el frente no hacia abajo. Son los de la lengua negra, que jadean en forma permanente. Pasos cortos, un desvío hacia el pasto para hacer pis o caca, prolijos hasta para eso. En la primera vuelta uno beige y otro negro, dos iguales en la segunda.

Nunca lleva bolsita, va distraído. A veces me dan ganas de bajar y hacérselo notar pero sigo bordando. Cuando cruzo el cantero central siempre voy muy atenta.

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Me siento al lado de la ventana; uno de los mozos me saluda con un beso; pido la merienda de siempre, la que tiene tostadas y espero. Loosing my religion suena fuerte, acompaño el ritmo con los pies y muevo un poco la cabeza. Cuatro minutos de recuerdos nocturnos, luces en la pista, tragos y la bola de espejos girando sin parar.

El ruido de la taza me devuelve la atención. Ahí va la rubia, paso de gacela, rulos al viento, pantalones anchos y zapatillas con suela fucsia. La galga la sigue, las patas largas se estiran para acompasar su ritmo con el de la dueña. La capita plateada le da el toque de glamour justo.

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Me dispongo a cocinar. Saco la acelga hervida de la heladera, el paquete con las 2 tapas de tarta, de las cuales voy a usar una; lo de las harinas me tiene mal. Una cebolla, medio morrón y dos huevos. Acomodo la tabla y levanto la vista.

La mujer viene avanzando y el viento agita su cabello blanco y ralo. Camina lento y con cierta dificultad, en una mano el carrito de las compras, la tela desteñida avisa el paso de los años. Es raro ver gente tan grande en la calle cuando se aproxima el horario de las comidas. El callejero, que debió ser esbelto, se convirtió en un cilindro con patas. El hocico cano, el andar cansino delatan su edad. Seguramente ya tiene los ojos opacos. La correa cuelga floja de la otra mano de su dueña. No va a correr para ningún lado; espera paciente frente a la panadería; unos metros más allá se echa contra la pared tibia del almacén.

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Tres veces por semana salgo apurada del edificio, con el tiempo justo para recorrer los 200 metros que me separan del gimnasio y llegar a tiempo a mi clase de pilates.

Ahí viene: pelo corto, combinación de negro, beige y blanco inmaculado, el pecho en alto, las patas chuecas y la mirada desafiante. El pretal de Newell's combina con la correa que sostiene el petiso. Camisa impecable, cabello y barba a la moda, siempre de riguroso pantalón negro chupín, y zapatos puntiagudos. Las piernas curvas y el inalámbrico en una oreja completan el cuadro. La vuelta es la justa como para aliviar al perro, me da indicios de que el animal se va a quedar solo en el departamento por varias horas.

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En el ascensor me cruzo con el entrerriano, es un inquilino nuevo y la tonada lo delata. Ricky es lo único que retuve las otras veces, el nombre del callejero negro que lo acompaña. Lo siguió una noche cuando volvía del boliche.

Bastante grande, torpe como todos los cachorros, me pega en las piernas con la cola. El chico lo reprende un poquito; yo dejo caer la mano y se la acerco al hocico para que me huela, no la palma, el dorso. Eso lo aprendí no hace muchos años aunque haya tenido perros la mayor parte de mi vida. Les damos tiempo de tomar confianza, de reconocer nuestras emociones; yo amo a los perros como se habrán dado cuenta.

Esquivo las gotas de saliva que expulsa en una mezcla de excitación y alegría y se nos termina el viaje. Ahora sé que hace home office y visita a la familia muy de vez en cuando.

Me los imagino compartiendo siesta, mates, comidas como si fueran uno solo.

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El bar de la esquina está cerrado todavía. Camino un poco más y me siento en las mesitas del otro, que están en la vereda. Día impecable.

La piba viene flameando atrás de su perro. El collar de ahorque y el cabo náutico resisten. Ella no sé.

¡Sit! ¡Down! El entrenamiento no parece estar dando resultados. Le ladra a todo, autos, pájaros, gente. Las mandíbulas fuertes abiertas dejan ver los dientes impecables, jadea.

¡Basta Melchor! ¡Junto, junto! ¿Por que Melchor y no Baltasar que era el negro?

El ruido del colectivo, pasando raudamente hacia el centro lo acobarda un poco, y se sienta sin sentarse en realidad, preparado para la próxima embestida.

Los cachetes colorados se sostiene con ambas manos de la cuerda, le pega dos vueltas a la columna de alumbrado y rebusca en su bolsillo los caramelos para el animal. ¡Sit! ¿Sit! Melchor los ve y los reconoce, se calma un poco; la saliva le chorrea; recibe su recompensa.

Los dos desandan el camino y doblan en la esquina. Sospecho que la próxima vez que vea a Melchor será con otro miembro de la familia.