Quienes creíamos que la derecha extrema no podía triunfar en la Argentina lo hacíamos confiando en el arraigo de una contra historia. Ya durante el terrorismo de Estado las Madres de Plaza Mayo pusieron en circulación lo que Ricardo Piglia llamó una contra-narración, opuesta a la narración oficial sobre lo que ocurría con los desaparecidos. Esa contra-narración no dejó de anudarse con otras tantas, en particular ligadas al territorio y al autoritarismo de la economía neoliberal. Luego de 2001, la política buscó legitimarse en muchas de esas contra-narraciones, buscando reconstruir la autoridad de la palabra pública pero también desgastando la potencia irreverente de esas contra-narraciones. El error de estimación que cometimos quienes creíamos que la derecha extrema no podía triunfar políticamente en la Argentina no tenía que ver con cálculos electorales. Desde 2021, hacia el fin de la pandemia y luego de las elecciones de medio término, ya era claro que parte del voto popular se replegaba y abandonaba toda relación positiva no solo con el entonces Frente de Todos, sino también con la representación política convencional. La trampa en la que caímos fue aceptar que aquellas contra historias debían salir en defensa de un gobierno que las había trivializado. Ya en 2023 no podíamos ser indiferentes ante lo que se consumó como el triunfo de Milei ni creer tampoco que la candidatura de Sergio Massa, un enemigo de estas contra-historias, resultara apta para la pelea política de fondo.


Así las cosas, debimos convertirnos a las apuradas en estudiosos de la llamada extrema derecha. Y nos la pasamos el verano releyendo los libros sobre el asunto -del de Pablo Stefanoni al de Juan González- que habíamos leído como al pasar, como se echa el ojo a una rareza que no habla de nosotros. Desde entonces no paramos de asistir a cursos acelerados sobre Vox, el trumpismo e ideólogos como Murray Rothbard sólo para concluir -como lo ha hecho esta semana Franco “Bifo” Berardi- que nada en los que se dicen líderes e intelectuales de la ultraderecha nos hará comprender el giro que pegaron las masas que decidieron creer en ellos. En otras palabras: el “giro brutalista” es incomprensible sin considerar el crecimiento de la desigualdad social, la intervención de nuevas tecnologías de la comunicación, y el papel de una afectividad inmediata, que no encuentra mediaciones democráticas en las que procesar su propia desesperación. Se trata de una situación de alcance global, pero que no se explica por fuera de las escenas nacionales específicas, que precisa ser descripta en el plano de la formación de las audiencias de la ultraderecha tanto como el de las técnicas que le han permitido capturarlas.

Como parte de esa tarea es aconsejable leer “Bolsonarismo y extrema derecha global”, de Rodrigo Nunes (Tinta Limón, 2024). Las tesis del libro, útiles para aprender del contraste entre la consolidación de la extrema derecha en Brasil y nuestro presente actual, pueden resumirse en estos aspectos:

--Luego de 2008 las élites neoliberales se saben políticamente deslegitimadas y deciden arremeter. El aceleracionismo de la globalización en crisis ha buscado desde entonces mecanismos de compensación de la desregulación pública por medio de una distribución privada y violenta del poder social. En Brasil uno de estos mecanismos es el paternalismo que actúa gestionando merecimientos por fuera de la ley. Nunes llama a este tipo de acción de autoridades informales “capitalismos de capataz”.

--Desde entonces se ha ido estableciendo una “gramática moral” que permite reunir narraciones surgidas de la experiencia de clases diferentes. En torno al individualismo emprendedor y al punitivismo se han producido puntos de encuentro entre contingentes sociales empobrecidos que ya no esperan más nada de la promesa democrática y élites derechistas que tampoco están dispuestas a concesión democrática alguna. En esta “gramática moral” se funda la sustitución de las aspiraciones igualitarias de las izquierdas por una nueva pasión desigualitaria presente en la base tanto como en la cima de la sociedad.

--Para administrar esta gramática ha sido clave la sustitución de una imagen izquierdista que adjudica la injusticia vivida como lucha de clases por otra en la que se trata de efectivizar por abajo una revancha contra grupos sociales -diferencias sexuales, de forma de vida, de ingresos- concebidos como privilegiados, y por arriba una concordancia moral y cultural entre derechas conservadoras y liberales.

--La constitución de la narración extremo-derechista logra hacer sentido, resuena con la crudeza de la vida popular y con las apetencias de orden y ganancias de las élites. Se nutre de unos sentimientos “antisistema” -con el que las izquierdas no se han tramado-, a los que involucra en una paradojal “revuelta conformista”. La ultraderecha pone en marcha una política antisistema para que gente que ha sido despojada de toda creencia en el sistema pueda ser realmente transformada.

--En esa narrativa juegan un papel fundamental técnicas de comunicación como la doble comunicación y la máscara Troll. Son procedimientos de disociación afectiva que permiten la ridiculización y el doble discurso, distinguiendo entre un sentido interno (a los propios) y uno “externo”, al que se pone cada vez a prueba para definir qué es verdad y hasta donde el público está dispuesto a seguir el juego. Se trata de una “osadía provocadora” que avanza desplazando límites. Otro aspecto del éxito de esas narraciones es la apropiación del discurso del complot, asociado siempre a la movilización del resentimiento. El conspiracionismo no hace sino personificar el funcionamiento de las fuerzas del sistema. Allí donde el capital desposee se echa la culpa a grupos precisos como los negros, las mujeres, los homosexuales, los favelados, los vagos que reciben ayuda social, los políticos, etc.

--El discurso politológico y periodístico sobre la “polarización”, que ha encubierto el carácter unilateral del fenómeno de la radicalización (en EE.UU primero, en Brasil después) de la derecha. La aparición de la idea de una “guerra cultural” que llega a Brasil en 2013, ya había sido ensayada en EE.UU por Nixon, movilizando la “Envidia blanca” contra la cultura negra y la lucha contra la guerra de Vietnam. Actualmente, los amigos de Milei que traducen esta guerra como “batalla cultural” también han logrado provocar un desplazamiento desde la política (denunciada como parte de la casta) a la moral y hacia lo que llaman la cultura. ¿Qué encuentran allí? En primer lugar, sellar la substracción de la economía de toda discusión real, en segundo lugar, la apelación a la familia y a las micro-sociedades para que actúen como compensadores de una privatización general de la desinversión publica en las funciones de reproducción social y, en tercer lugar, una justificación de la violencia represiva.

--El año 2013 es clave en Brasil. La secuencia es la siguiente: Si la crisis financiera de 2008 agotaba los términos de una polarización entre el ala conservadora y la progresista del neoliberalismo, abriéndose la posibilidad de una salida radical, fue del ala conservadora de donde con mayor eficacia se desprendió una tendencia extrema que logró acusar de “globalista” al extendido arco de la izquierda, el progresismo, y liberalismo moderado. El movimiento de protestas en junio de 2013, reprimido por el PT, fue uno de los costos que debió pagar el gobierno de Lula por aferrarse a la vieja polarización y obtener a como dé lugar la victoria electoral de Dilma. Pero el costo mayor de no introducir reformas izquierdistas entre los años 2008 y 2013 fue su incapacidad de contener luego el ascenso del bolsonarismo. Según Nunes, la derecha bolsonarista no actuó polarizando, sino tironeando. La diferencia es ésta: en lugar de dos polos luchando por conquistar el centro, la derecha extrema se desentendió de toda preocupación por armar mayoría y solo se preocupó por mantener su propia base, confiando en que el centro -cansado de hablar contra los extremos- actuará de modo anti-izquierdista.

¿Qué podemos aprender de todo esto? El autor nos hace saber que a su juicio -la mirada es politológica- bolsonarismo y mileísmo, con sus diferencias, suponen una reorganización capitalista de las mediaciones de arriba hacia abajo. Esa reorganización toma la forma de una reasignación de aquellas regulaciones que permanecen en la esfera pública respecto de aquellas que se delegan a la esfera privada (explotación pactada en términos puramente mercantiles). Estas nuevas mediaciones suponen también una humillación del centro político y un desafío al universo de las izquierdas. Queda planteada la cuestión de si para salir de este escenario se precisa hacer como en Brasil una nueva alianza de cúpulas entre centro e izquierdas, o bien de acelerar la creación de una nueva radicalidad social que, desde abajo y a la izquierda, sea capaz de tensar las formas políticas en una dirección contraria, forzando nuevos escenarios. Si la salida viene por el lado de la recomposición de la represión electoral del desastre o por la disputa de esos sentimientos antisistema que la derecha extrema envuelve en una profiláctica falta de fe en toda transformación. Una nueva combinatoria electoral, que logre sacarse de encima el mote de la casta, y logre invertir el resultado del 2023 o bien un nuevo extremismo que intente modificar la ecuación entre desesperación popular y cuestionamiento a los pilares de un capitalismo neo-extractivo y rentístico que solo promete pobreza, desposesión y cadáveres a nuestra gente.

* El viernes 31 de mayo, a las 19, Rodrigo Nunes dialogará con Diego Sztulwark y Daniel Tognetti, en Cazona de Flores, Morón 2453.