En 1990, en la novela “Al amigo que no me salvó la vida”, el escritor, fotógrafo y periodista Hervé Guibert (1955-1991) convirtió a Michel Foucault en un personaje de ficción. Recurriendo a esa estrategia literaria, narró secretos íntimos y escabrosos que el célebre filósofo francés le había confesado en calidad de amigo. Eran tiempos situados en las antípodas de los actuales con relación a la intimidad y donde ventilar públicamente cuestiones privadas suponía uno de los más imperdonables pecados capitales de la sociedad moderna. 

Por ello, su acción produjo un escándalo a escala global y su actitud fue cuestionada por ajenos y allegados a Foucault -incluyendo a su amante Daniel Defert- que juzgaron que Guibert se había excedido y había cometido el delito de traición. Se le reprochaba el decepcionar la amistad de Foucault, al develar sus confidencias, sus preferencias eróticas y sobre todo describir con obscenidad sus últimos días de vida.

Siempre consideré que, lejos de constituir una deslealtad a Foucault, el gesto de Guibert tenía la intención y el sentido contrario: cargar con el recuerdo de su amigo muerto, homenajearlo y completar su obra. Por un lado, en Al amigo que no me salvó la vida Guibert detalló los años más terribles de la pandemia del sida con descripciones atroces plenas de amor semejantes a las que Foucault, hubiera utilizado de haber sobrevivido. Por otro, narró la muerte de Foucault en términos de estética de la existencia y en nombre de la verdad o la parrhesia (el decir siempre la verdad aunque está sea incómoda, te vuelva contra los poderosos y te haga perder a tus amigos), tópicos obsesivos de la obra foucaldiana. Quizás, por eso, tal como señala Horacio González “la muerte de Foucault relatada por Guibert es el capítulo faltante pero imposible del ‘uso de los placeres’.

En la novela, Guibert, relata la historia de un famoso pensador apenas disimulado bajo el nombre de Muzil y describe su agonía en el hospital. En su lecho de enfermo, Muzil-Foucault detalla sus aventuras sadomasoquistas y drogonas con incontables y ardientes muchachos en las saunas de San Francisco. Y explica que el sida, lejos de haber aplacado los placeres de las orgías y los bacanales de la ciudad californiana los había intensificado. Como en un carnaval que se pone en juego la vida y la muerte, expresa que “nunca ha habido tanta gente en las saunas y además el ambiente es ahora extraordinario. Esa amenaza que existe ha creado nuevas complicidades, una ternura nueva, nuevas solidaridades”.

En “Al amigo que no me salvó la vida”, inéditamente en la narrativa francesa -y una de las primeras veces en la narrativa universal- la palabra sida era pronunciada sin ambages ni metáforas, casi con la ufanía que supone el hecho de pertenecer a una raza maldecida. Al Maestro de la verdad, a aquel a quien le habían negado hasta el nombre de la enfermedad que padecía, a quien los diarios habían disfrazado el nombre de su dolencia mortal, Guibert le opuso el de un Foucault epifánico y orgullosamente sidoso. Por ello, le hace decir a Muzil: “Un cáncer que solo afectaría a los homosexuales, no, sería demasiado bello para que fuera verdad … ¡Es para morirse de risa! ¿Qué podría ser más bello que morir por el amor de los muchachos?’”.

Según Guibert, Muzil-Foucault parecía vislumbrar en su muerte por sida una bella coherencia entre vida, obra y muerte. En la pluma de Guibert, la existencia de Foucault deviene obra de arte de manera análoga al juicio y la cárcel de Oscar Wilde condenado por sus amores por Bosie Douglas y el sexo de los prostitutos o el brutal asesinato de Pier Paolo Pasolini a manos de uno de esos rateros de cuerpo duro que el poeta italiano decía amar por miles y por los cuales había afirmado que le hubiera gustado dar la vida. Son destinos que fueron leídos repetidas veces en términos de autoinmolación. En diferentes ocasiones, Foucault como Wilde o Pasolini habían dejado entrever que el verdadero placer conllevaba tan intensidad que necesariamente llevaba a la muerte.

Quiénes condenaron al novelista, obviaron que, más allá de la belleza de la prosa y de lo subversivo de sus planteos, lo que lo redimía es que, como en un juego de espejos, al narrar la enfermedad de Foucault, se estaba narrando a sí mismo: Guibert también estaba enfermo de sida. De hecho, Guibert fue uno de los primeros en anunciar valiente y corajosamente al mundo una enfermedad que en su época no osaba decir su nombre.

Además de la narración de la muerte de Muzil – Foucault, otros fragmentos de la novela remiten al filósofo francés. En el capítulo 94 a Hervé Guibert, ya enfermo de sida le sugieren una idea: preparar una cena para un amigo que lo traicionó, llevar una aguja y cuando él se ausente de la mesa, clavársela en el dedo y apretarla encima de su vaso de vino tinto. El párrafo aludido retoma la metáfora del vampiro como revancha del enfermo y anormal maldecido y discriminado por la sociedad. En el imaginario social occidental, desde el Drácula de Bram Stoker, el vampiro es una de esas figuras que recurrentemente expresan la sexualidad desmesurada, el impulso excesivo e ingobernable de la carne y la sangre, la monstruosidad que da lugar a formas disidentes de vida, familia y erotismo.

A su vez, en otra novela aufoficcional sobre el sida, El protocolo compasivo (1991) Guibert apela a la figura del monstruo caníbal: “Cuando veo el hermoso cuerpo desnudo, carnoso, de un albañil en una obra, no solo me gustaría lamer, sino también morder, jalar, jamar, masticar, tragar. No descuartizaría, según la moda japonesa, a uno de esos obreros para apretujarlo en mi congelador: me gustaría comerme la carne cruda y vibrante, cálida, dulce e infecta”. Guibert vuelve a asociar la enfermedad con monstruosidad cuando hace referencia al asesino Thierry Paulin quien, junto con su amante, había decidido violar y torturar a la mayor cantidad de ancianas posibles desde que, a los veinte años, supo que estaba enfermo de sida. Así, diversas figuras vindicativas de lo monstruoso, hijas del saber – poder de su época cuyo destino social hubieran sido los archivos de la comisaría policial, de la cárcel o del hospital encuentran su lugar en la literatura en un gesto similar al de Foucault que rescata a Pierre Riviere o a Herculine Barbin en sus escritos filosóficos.

Cuando Michel conoció a Hervé... 

Emulando a Sócrates en compañía de sus efebos en los gimnasios de la antigüedad, hacia 1977 Michel Foucault solía reunirse en su departamento de París con un grupo de bellos e inteligentes muchachos gays a los que solía encantar con el poder erotizado de las palabras. Probablemente Hervé Guibert, entonces un joven artista de veintidós años, rizos dorados e intensos ojos azules era el más hermoso y brillante de todos ellos. 

Para entonces, Guibert era un autor prolífico, pero poco conocido por el gran público. Gran parte de sus ficciones podían agruparse bajo el género denominado autoficción. En novelas tales como Mis Padres o Loco por Vincent o relatos como “Los perros”, el protagonista era un personaje que se llamaba Hervé Guibert, al cual le gustaban los muchachos rudos y los jóvenes drogones, el sadomasoquismo y los juegos mórbidos y estaba fascinado con la degradación del cuerpo y con la muerte. Los límites entre ficción y realidad eran difusos: abundaba la creación literaria de sí y la recurrencia a personajes públicos. Fue la publicación de "Al amigo que no me salvó la vida" lo que le otorgó a Hervé Guibert fama mundial, pero lo sitúo en la categoría de hombre ínfame. 

Los destinos de Guibert y Foucault se confunden en la vida como en la muerte. Guibert -cuya hermosura física probablemente hubiera deseado Foucault para sí mismo- compartía con él los gustos por la voluptuosidad de la belleza varonil, la preferencia por el sadomasoquismo como forma de intensificación de los placeres y la fascinación por lo mórbido. Unidos por la amistad en la vida, años después el sida los volvería compañeros tanatológicos unidos indisolublemente en un cosmos eterno.

No casualmente, en la novela, tras la muerte de Foucault Guibert sale del hospital y entona tristemente por las calles de París como canción de despedida: “Y si me voy antes que tú / No olvides que seguiré ahí / Seré la lluvia y el viento / El sol y los elementos / Para acariciarte constantemente / El aire será templado y ligero / como a ti te gusta / Y si no lo comprendes / Rápidamente me reconocerás / Pues me volveré desalmado / Me convertiré en una tormenta / Para hacerte daño y para que tengas frío / El aire estará desesperado como mi pena / Y si a pesar de eso tú nos olvidas / Tendré que dejar la lluvia / El sol y los elementos / Y te abandonaré de verdad / Y nos abandonaré también / El aire no será más que viento / Como el olvido”.