Graciela Montes está de vuelta, podría comenzar esta nota. No sería del todo correcto: a la gran autora de la literatura infantil argentina más bien le cabe aquello de que siempre está volviendo. Leída y releída por las sucesivas generaciones, su obra confirma una y otra vez su condición de clásico. Pero esta vez hay un par de hitos que la traen de vuelta con fuerza renovada, como un celebrado regreso. El primero, la flamante y gráficamente destacada reedición (¡la número 37!) de Tengo un monstruo en el bolsillo (Sudamericana), un clásico entre sus clásicos. Que sale en un aniversario redondo: se cumplen 25 años de su primera edición. Y junto a este título, una serie de reediciones que muestran la amplitud de su obra: cuentos con ilustraciones renovadas (como La máquina del tiempo, Alfaguara), su obra de no ficción (la colección Entender y participar que lanzó Siglo XXI, con títulos como ¿Qué es esto de la democracia? y ¿Cómo se hace justicia?), y hasta una historieta: el rescate que hizo Comiks Debris de Supernona, con ilustraciones de Gustavo Roldán.  

A Graciela Montes se la podría presentar como una trabajadora de la palabra, porque así es como se la escucha definirse, aunque no lo diga exactamente de ese modo. El relato de sus años de oficio incluye su trabajo de escritora, editora, directora de recordadas colecciones en El Quirquincho o en el Centro Editor de América Latina (que evoca como un espacio de aprendizaje junto a Boris Spivacow, de ritmo tan frenético como las viejas redacciones). Y el de traductora, que hoy destaca especialmente como un modo de "buscar indicios y construir sentido", necesario en estos tiempos (ver aparte).

Antes que de las distinciones que obtuvo (la última, el prestigioso Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil, en 2018), o de una extensa y celebrada obra que hoy se reedita en diferentes sellos, y que abarca también ensayos que son textos literarios en sí mismos (El corral de la infancia y La frontera indómita, donde problematiza el campo de la literatura infantil), a Montes se la escucha hablar de un concreto aquí y ahora. De la importancia de los derechos de autor, siendo hoy jubilada con la mínima. Del modo en que siguió el debate en el Congreso por la ley Bases, de su necesidad de entender lo que pasa hoy: un ejericio constante de traducción.

-Impresiona un poco que Tengo un monstruo... festeje el cuarto de siglo, ¿no? 

-Impresiona. Y además tenía otra edición de 1988, o sea que podría cumplir todavía un año más. Como digo en el prólogo, cuando lo escribí yo tenía 41 años. Imaginate, tengo 77... ¡Son muchas años acompañada del monstruo! Es sorprendente que siga teniendo lectores, que muchas veces son hijos de los que eran lectores míos, ¡cuando no nietos! Eso es muy emocionante, es realmente lo que más me conmueve. Debe de haber algo en el libro que perdura, pero sin dudas también hay un trabajo de sostenerlo desde la editorial, porque si no estas cosas caen.

-En ese prólogo dice: “Cuando escribí (y edité, porque en ese tiempo hacía las dos cosas) esta novela tenía 41 años y no imaginaba que el monstruo peliagudo iba a tener, para mí misma, tantas y tan variadas formas”. ¿Podrías contar sobre alguna de esas formas?

-Tiene muchísimas interpretaciones simbólicas, por supuesto. Pero, por ejemplo, cuando lo escribí yo todavía no había tenido el cáncer de mama. La imagen del monstruo en esa etapa de mi enfermedad, de la atención y de la curación, yo la visualizaba mucho con la imagen de algo que tenés adentro. ¿Y qué hacés con eso que tenés adentro? También a mí me ayudó.

-¿Alguna pista sobre el por qué de su vigencia, alguna devolución?

-De la época en que iba a las escuelas, muchas. Pero uno de los recuerdos que más me quedaron es de una maestra que me contó que el libro le había permitido a una chiquita ir a contar que en su casa la golpeaban. Pudo hablar, pudo contar su monstruo. Me pareció un privilegio que un libro propio pueda ser puerta, herramienta para una cosa así. Los libros tienen esa condición, a veces. Para mí ha sido una actividad gozosa escribir, como para los chicos es leer, es muy interesante esa conexión con los lectores. Creo mucho en los lectores niños, creo que son muy inteligentes, muy sagaces. Si no están ya demasiado encorsetados, porque a veces pasa, son muy libres en la lectura, pescan un montón de cosas. Por eso digo que creo en ellos, no trato de bajarles línea ni decirles: andá por acá. Es gracioso porque a veces me retan, me reprochan: ¡no, esto no me gusta! O ¡es demasiado complicado, no se entiende! Me pasó con Otroso, el comienzo es deliberadamente laberíntico, y es difícil entrar. Había chicos que tomaban el desafío, y otros enojados que me decían: "Mirá, no se entiende qué pasa acá". Lectores críticos (risas). 

(Imagen: Verónica Bellomo)


Escribir para conocer

-Tal vez en ese modo de relacionarse con sus lectores está la clave de su vigencia. 

-Posiblemente es la clave en muchos escritores que tenemos un vínculo muy genuino con los chicos. El lector no es un instrumento para poder escribir, es alguien de algún modo desconocido que uno desea conocer. Uno cuando escribe un texto siempre está previendo, o mejor dicho, deseando un lector: el texto dibuja a ese lector deseado. No siempre se da, pero muchas veces se encuentra, en carne y hueso. Lo que perdura, lo que aguanta, es la clase de vínculo que se establece con el lector.

-¿En qué han cambiado las infancias desde que escribías, editabas y dirigías colecciones, y en qué no?

-Yo ya no tengo el contacto tan frecuente que tenía antes con los chicos, cuando iba a las escuelas y podía tener un panorama amplio. Tengo mis nietos y lo que puedo intuir. Me parece que hay algunas cosas en las que las distintas infancias siguen siendo parecidas a como eran antes, en el sentido de que hay chicos que comen muy bien y otros que no tienen comida. Hay chicos que, por su estilo, son más bien adocenados y hay chicos que son buscadores de cosas nuevas. Hay muchas maneras de ser niños, no una sola. Pero sí hay una cosa que cambia completamente y es la aparición de este mundo paralelo que tenemos con todo el universo de las redes. Cómo me ha cambiado a mí, no solamente a los chicos. Está la gran ventaja, la gran seducción: les da la posibilidad de vivir en otra dimensión, en otra alternativa. Y eso, para el que no la pasa muy bien en su propia alternativa, es oro en polvo. Por eso, sacarle el celular a un pobre es mucho. Es terrible. Porque es su posibilidad de estar en otro lugar. Uno de los problemas que veo es que mientras estábamos viviendo simplemente en sociedad, había distintas maneras de vivir y, por supuesto, había clases sociales y poder y etcétera. Pero siempre los distintos miembros de la sociedad necesariamente tenían que tomar contacto entre sí. Aunque uno sea el dueño de la fábrica y el otro sea el obrero, por decirlo de la manera más sencilla. Pero en las redes, podés no tomar contacto. Podés vivir adentro de tu pequeña tribu y nunca salir de ahí. Eso es grave. Cuando se habla de "comunidades" yo digo, ojo con esa palabra porque pueden ser espacios cerrados sobre sí mismos, hay que acordarse que existe la palabra "sociedad".  


Leer para conocer

-Mucha comunidad, poca sociedad...

-Cuando la retroalimentación es sólo de uno mismo, de los propios grupos, los propios chistes, los que están de acuerdo con uno, se pierde la posibilidad de la polémica, de la discusión. Por eso a mí en estos días me encanta volver a ver una discusión en Diputados o en Senadores. Es interesantísimo. Porque ahí tienen que enfrentarse a hablar uno con el otro, hacer planteos racionales, argumentar. Eso es estupendo. Y no es muy fácil de ver. Me parece que todo esto necesariamente cambia el modo en que los chicos entran a las cosas. No sé hasta qué punto, pero no es igual. Claro que se puede contrarrestar, y creo que los padres y los maestros estarán buscando cómo. Tal vez el libro otra vez da una posibilidad que no está en internet. Porque el libro es social por naturaleza, desde que se hace, es una representación de la sociedad. En ese sentido el libro hoy es revolucionario, es disruptivo. Habrá que ver, claro, hasta qué punto realmente compite con todo eso.

-¿Y cómo hacerlo competir, cómo "estimular la lectura" hoy?

-Me parece importante ampliar el concepto de lectura, qué entendemos por leer. Si es solo leer libros, hoy eso no corresponde a la época. En cambio, si se retrotrae la idea de lectura a algo más amplio, a leer todo lo que nos rodea, reuniendo indicios y buscando sentidos, como hacen los niños desde la cuna, aparecen otras claves. Mi consejo hoy sería estimular todo lo contrario al surfeo. Hincar los dientes, detenerse. No resbalar sobre las cosas, leerlas. Incluso interviniendo en una red, se pueden hacer las cosas de manera superficial o a la manera de un lector.

Traducir para conocer

-¿Sigue con cercanía un tema como el debate de la ley Bases? 

-Lo escucho, lo veo en internet siempre que puedo. Pero más que nada, porque es como si estuviésemos frente a un lenguaje nuevo, siento que tengo que aprender un idioma nuevo. Estoy tratando de entender los mecanismos de esto que es Milei y demás, todo este universo tan diferente. Pero realmente deseando entender para cotejar. Quiero escuchar qué pasa. ¿Por dónde pasan las cosas? Se están produciendo cambios muy grandes y tenemos que estar muy atentos para no responder de manera automática. Siempre hay que tratar de no ser automáticos, hay que abrir el horizonte. Si no, no hay salida. Claro que me preocupa, y mucho. ¿Cómo no me va a preocupar? Mis hijos son investigadores del Conicet, me preocupa que a mi pobre hijo no le mejoren el sueldo en la universidad. Me parece espantoso. Lo que tiene que quedar claro para cualquier gobierno es que la prioridad es la infancia. Si no se ocupan de eso, nada se puede solucionar. Para que coman y para que se eduquen, tiene que alcanzar. Otras cosas, otros firuletes, no sé. Habrá que recortar cosas porque no alcanza la plata para todo, pero para eso, tiene que alcanzar. A eso no se puede renunciar. 

Graciela Montes y, de su mano, su marido Ricardo Figueiras. En "Historia de un amor exagerado".


Aquella quema de libros

Graciela Montes recuerda especialmente su trabajo en el Centro Editor de América Latina, donde estuvo desde 1972 hasta el fin de la mítica editorial, en 1995. A Boris Spivacow como una guía en el hacer (una de sus indicaciones circunstanciales, que le quedó como lección de escritura: "Escuchame, esto vos tenés que hacer que sea horrible, ¡pero no digas que es horrible!"). Al lugar de trabajo como una redacción de las que existían antes: "una máquina al lado de la otra, produciendo todo el tiempo, charlando con uno y con otro, aprendiendo". Y en las épocas negras de dictadura, como un refugio en el que destaca la labor de compañeras como Amanda Toubes

Toubes y el marido de Montes, Ricardo Folgueiras, fueron obligados a presenciar, convocados como testigos de la causa, la quema de 24 toneladas de libros de la mítica editorial el 26 de junio de 1980 en un baldío de Sarandí, por orden de la dictadura cívico-militar. Folgueiras también tuvo que fotografiar la escena. Se los acusaba de hacer “material subversivo y peligroso”, que “atentaba contra la Constitución Nacional”, según había concluido el juez federal platense Héctor Gustavo de la Serna. Así ardieron ediciones como Documentos de historia integral argentina, la Historia del movimiento obrero, enciclopedias de los más variados temas, el Atlas Total. Y colecciones para chicos de absoluta vanguardia para la época que Graciela Montes dirigió, como las de mitos y leyendas y Los cuentos de Chiribitil


SuperNona en cuadritos

Entre las numerosas reediciones de su obra ("mérito de mi hijo Santiago, que se ocupa, y de las editoriales", agradece Montes), llama la atención una historieta: Supernona, con dibujos de Gustavo Roldán, publicada originalmente en 1997 en la revista infantil A-Z Diez y ahora rescatada por Comiks Debris. Supernona es una heroína particular: es jubilada y vende huevos de sus gallinas para llegar a fin de mes, lucha contra villanos cotidianos como el colectivero que no para en la parada ni respeta a los pasajeros, la madre que atormenta a su hija para que no se manche con el helado, los chicos que ejercen contra un compañero lo que en la época todavía no se nombraba bullying

Escrita en pleno menemismo, Supernona cobra hoy una particular vigencia. "¡Necesitamos una tropilla de Supernonas!", bromea su autora. "Jubilada con la mínima", concluye: "La Supernona me reivindicó".

(Imagen: Verónica Bellomo)


El oficio de traducir

Entre tantos oficios de la palabra que ha ejercido Graciela Montes, ella reivindica especialmente el de traductora, "el único que no abandoné", destaca. Asegura que este "es un tiempo de traductores": "Como sucede en todas las épocas de grandes cambios, los traductores son la red de contención. Sobre todo si se toma el traducir como algo amplio: traducir de un mundo a otro. Es una red más firme todavía que la que llamamos 'redes'", describe.

"Yo seguí traduciendo para mis nietos, de manera casera. La traducción es un ordenador, es increíble cómo ayuda, me ayudó incluso en momentos bravos, encontré el equilibrio traduciendo. Socialmente, los momentos difíciles, de grandes cambios, necesitan muchísimo de los traductores. La colección Entender y participar (los libros informativos que está reeditando Siglo XXI, con otro título en preparación, ¿Por qué hay tantas provincias?) de algún modo también son traducciones", apunta.

También a su oficio de traductora Montes lo ubica como un aprendizaje, y más, un descubrimiento: "Marc Soriano fue muy importante, por el intercambio, en ese entonces de cartas, que tuve con él, pero también se aprende con un escritor muerto. Yo aprendí muchisimo traduciendo Hucklberry Finn y nunca lo conocí a Mark Twain. Pero de algún modo entré en contacto personal con él", explica. 

Sigue traduciendo, ahora para sus nietos. Lo último: El hacedor de estrellas, escrita por el inglés Olaf Stapledon en 1937, un título de ciencia ficción que alguna vez halagó Jorge Luis Borges: "Además de una prodigiosa novela, es un sistema probable o verosímil de la pluralidad de los mundos y de su dramática historia".