Faenando Báez, autor de “Historia universal de la destrucción de libros. De las tablillas sumerias a la guerra de Irak”, despliega en su obra un pormenorizado detalle de todas las experiencias en que la humanidad destruyó libros por diversos motivos. En su infancia, Báez asistía a una biblioteca que una crecida del rio Caroní, afluente del Orinoco, arrastró por completo. Cuenta Báez nunca se repuso del acontecimiento.

Allí fue la naturaleza la que destruyó la sabiduría, la aventura, los romances, la historia, las ideas que contienen los libros. Pero en su Historia Universal no es la naturaleza sino la propia decisión humana la que violentamente priva a otros de libros e, insistimos, de ideas.

Báez empieza su obra citando a Heinrich Heine, quien en 1821 escribió que “donde queman libros acaban quemando hombres”. Báez comienza a investigar y buscar una teoría que le permita explicar tamaña atrocidad, y descubre que distintas civilizaciones han construido mitos de lo que se llama “cataclismos cósmicos” para explicar el origen y anunciar el fin del mundo. Nos dice que “la apocatástasis ha sido un recurso para defender el fin de la historia y el inicio de la eternidad. En las mitologías antiguas encontramos cientos de narraciones donde se describe cómo el agua, el fuego o algún otro elemento purificó la maldad humana o la purificará en un futuro pospuesto constantemente”. Estos mitos, que considera apocalípticos, lo llevan a pensar que destrucción y creación serían las dos únicas alternativas del universo. Es allí donde hay que indagar, nos dice Báez, para acercarse al núcleo de su objetivo, comprender por qué el hombre destruye libros. ¿Qué lo impulsa? ¿Qué lo excita? O tal vez que lo aterroriza.

Nos dice, “yo sostengo que el libro no es destruido como objeto físico sino como vínculo de memoria". El libro da volumen a la memoria humana. No debe ignorarse que para los griegos, la memoria era la madre de las musas y se llamaba Mnemosiné. La idea era que la memoria era madre de las artes. Del término griego al latino, el matiz se conserva porque memoria proviene de “memor-oris” que viene a ser “el que recuerda”. Estas definiciones lo llevan a Báez a considerar que destruir el libro es una forma de aniquilar la memoria.

Uno tiende a preguntarse si la destrucción de libros es obra de pueblos incultos, salvajes. Báez rebate esta idea, diciendo que “tras doce años de estudio he concluido que cuanto más culto es un pueblo o un hombre, más dispuesto está a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos”.

Para quienes les interese, les sugiero la lectura de esta apasionante obra, que nos lleva de la destrucción de libros en Sumer a los escritos prohibidos de Thor, a Grecia y a la destrucción de los poemas de Empédocles, a Israel, China, Rusia, en un recorrido histórico en donde la Argentina ocupa un triste espacio en la dictadura de 1976, llegando hasta el siglo XXI con la aniquilación de libros electrónicos. Acaso ustedes creían que eran solo libros físicos, pero no. Báez nos cuenta que “La Universidad de Virginia, con su Proyecto Gutemberg”, ofrece miles de libros por internet sin embargo. “Estas bibliotecas con rasgos futuristas, sin embargo no están a salvo. Se sabe de decenas de hackers o piratas informáticos que intentan atacarlas constantemente con el propósito de destruir sus archivos”.

Como vimos a lo largo de la humanidad, se han destruido libros y con ellos sabiduría, memoria. ¿Es posible, como ocurre en Argentina, censurando o ignorando palabras, alcanzar los mismos objetivos deleznables? Creemos que sí. 

Se sabe que el Presidente Milei en sus discursos no usa las palabras política industrial ¿Se imaginan por qué? Intentemos explorar algunas causas. Pablo Lavarello en “¿De qué hablamos cuando hablamos de política industrial?” (2017), nos dice que “el concepto de industria es de origen latino y significa actividad, ingeniosidad… Esta noción aparece en los países occidentales en el siglo XV y en el transcurso de la historia, su definición cambia, excluye ciertas actividades e incluye otras nuevas”.

El autor define a la política industrial “como el conjunto de acciones selectivas orientadas a ciertas actividades manufactureras, en particular las industrias especializadas proveedoras de equipos y las industrias basadas en la ciencia, que por su potencial de encadenamientos y rendimientos crecientes y dinámicos son pasibles de inducir el cambio estructural y aumentar la productividad de la economía”.

Réka Juahász, Nathan Lane y Dani Rodrik en “La nueva economía de la política industrial” (2023) definen política industrial “como aquellas políticas gubernamentales que apuntan explícitamente a la transformación de la estructura de la actividad económica en persecución de algún objetivo público”. El objetivo suele ser estimular la innovación, la productividad y la economía.

Anna Ilyna, Ceyla Pazarbasioglu y Michele Ruta en “La política industrial está de vuelta pero acertar con ella no es fácil“ (2024) nos dicen que “tradicionalmente los gobiernos han utilizado intervenciones focalizadas como política industrial”.

Más allá de los matices entre los autores se pueden extraer puntos en común: la participación del Estado, la mejora en la productividad, la ciencia y la innovación. Podríamos decir políticas públicas que en el caso de la periferia mundial nos permitan salir del cerco de la primarización que conducen a nuestras sociedades a un rol subordinado en el mercado global mundial.

Hemos hecho una lectura de discursos de Milei, el de asunción, el de Davos, la Conferencia Política Conservadora, apertura de sesiones del Congreso Nacional, el de Córdoba. En ninguno de ellos hay una sola mención a la política industrial. ¿Será porque no la necesitamos? ¿Será porque no necesitamos productividades crecientes? ¿Será porque no necesitamos ciencia e innovación?

En general, para los economistas hablar de política industrial es un fastidio, ya que creen en el concepto de “equilibrio general”, donde los agentes económicos en un plano de libertad tienen la capacidad de asignar recursos y distribuirlos en forma eficiente sin intervención gubernamental. Es posible que Milei se inscriba en esa idea.

Sin embargo, nos orientamos a pensar que su rechazo a lo “industrial” tiene dos componentes aún más relevantes. En primer lugar, su formación económica, como dice él mismo en “El camino del libertario”, está mutilada. Desconoce los conceptos de astro-satélite incorporados por Alejandro Bunge, como el Centro/Periferia de Prebisch. Es decir, la frágil formación en historia económica lo lleva a pensarla desde una visión europeizante, donde acepta sumisamente el rol de factoría de los países como Argentina. En segundo lugar, está claro que la política industrial es impulsada por los estados.

Para alguien que considera que el Estado es una organización criminal, la política industrial es una herejía. Con menos dogmatismo, la política industrial está plenamente vigente a nivel global. Desde antes de la covid y aún más profundizada luego de la pandemia. Se renueva la política industrial. Joe Seydl y Jessica Matthews en “EEUU renueva su política industrial ¿Oportunidades a la vista?” (2024), un trabajo solicitado por J.P Morgan Private Bank, nos dicen que “la renovada política industrial respalda nuestra expectativa de que el actual ciclo de mercado probablemente sea de economía real”. 

A nivel mundial se destacan iniciativas del presidente de Estados Unidos Joe Biden las leyes Chips and Science e Inflation Reduction, de China como su actual Plan Quinquenal, de Japón como su plan Society 5.0, el plan quinquenal de la India o el plan de desarrollo de México. Mientras el mundo en sus múltiples interpretaciones de política económica, impulsa la industria, nosotros con Milei vamos hacia lo contrario. No tenemos derecho a resignarnos. Los jóvenes del 23 de abril y los trabajadores del primero de Mayo señalaron un camino, habrá que transitarlo.