El capital se viste con cualquier ropaje con tal de lograr conservarse y crecer sin molestias mayores. Inclusive con los que parecen ser absolutamente opuestos o necesariamente enemigos.

Por ejemplo, los ropajes anarquistas o libertarios, que históricamente fueron la oposición más radical del capitalismo, oposición ideológica y práctica hasta la violencia, y hoy lucen como adorno, como mascarón de proa de otra mercadería.

Facilitada su permanente renovación por numerosos motivos que obran separada y conjuntamente (la colaboración de los medios y de las nuevas redes de comunicación, la pasividad o el adormecimiento de la oposición, la lenta e insistente inmersión del acatamiento y la aceptación de acusaciones, calumnias y culpas en la conciencia de las masas) actúa decididamente, sin pruritos, con muy pocos escrúpulos y, menos, temores.

En ese marco, disfrazarse o identificarse con un animal feroz no tiene nada de novedoso en la ideología imperial (ya que toda esa mitología, entre otras, alimentó a los alemanes durante varios siglos que precedieron al nazismo) y es muy bien recordada por Elías Canetti: “Se llega más a su esencia al pensar en los personajes divinos de las religiones muy antiguas. Vale la pena contemplar al respecto algunos dioses de los egipcios. La diosa Seklmet es una mujer con la cabeza de una leona, Anubis un hombre con la cabeza de un chacal, Thot un hombre con la de un ibis. La diosa Hathot tiene la cabeza de una vaca, el dios Horus la de un halcón. Estos personajes, en su forma determinada, inmutable, que es una doble forma de animal-hombre, dominaron durante milenios las ideas religiosas de los egipcios. En esta forma están retratados por doquier, en esta forma han sido adorados. Su constancia es sorprendente; pero ya mucho antes de que se desarrollaran los rígidos sistemas religiosos de esta especie, las dobles configuraciones de animales-hombres eran comunes y corrientes entre incontables pueblos de la tierra sin relación alguna entre sí”. Vale la pena aclarar que para Canetti esta metamorfosis es una suerte de máscara. Lo que se destaca es el carácter atávico, podría decirse “primitivo”, de sus usos voluntarios.

Se ve más claro entonces que la elección del león (consciente o inconscientemente) como figura emblemática de este movimiento “libertario”, o su intento de asimilarlo a su máximo dirigente, a su líder, tiene una larga historia que permite entenderlo; lo convierte en una especie de tótem que identificaría al clan, que de algún modo lo presidiría, y lo fortalecería.

Que el hecho es habitual, antiquísimo, nace casi con los seres humanos y sucede, como se dice, “entre incontables pueblos de la tierra”, es confirmado entre otros antropólogos por Claude Lévi-Strauss, quien toma como ejemplos dos formaciones sociales muy distantes y sin contactos entre ellas, la de los maoríes, en Nueva Zelandia, y la de los guaicurúes, en el Gran Chaco argentino, paraguayo, boliviano, brasileño. Lo que le permite sostener: “En efecto, todas las culturas aquí consideradas son culturas de máscaras, ya sea que ello se exprese sobre todo por el tatuaje (como es el caso de los guaicurú y los maóri o bien que el acento recaiga en la máscara propiamente dicha, como ha ocurrido en la costa noroeste (se refiere a América del Norte) hasta un grado inigualado por otras culturas. En cuanto a la China arcaica, no faltan indicaciones acerca del antiguo papel de las máscaras, que evoca el caso de las sociedades de Alaska. Así, por ejemplo, el “Personaje del Oso” descrito en el Chou Li, con sus “cuatro ojos de metal amarillo”, que recuerda las máscaras plurales de los esquimales y los kwakiutl”.

Entre otras funciones, las máscaras tienen la tendencia a ocultar y desfigurar la humanidad de quien la porta; se apela a aquello que aleja mejor del ser humano para representar a un dios. Suelen preferirse las de animales, en todas las culturas.

Todo esto explica algunas afinidades bien contemporáneas. Por otra parte, si “el León” tuviera el buen hábito de leer literatura, encontraría en nuestro Manuel Puig un soberbio modelo: pocos escritores saben valerse como él del don de la imitación. Puesto que él es, por sobre todo, un gran imitador (de gestos, de poses, de actitudes, de ideas y, sobre todo, de lenguajes). Y hay una especie de correlación entre la facultad mimética, la imitativa y las transformaciones o metamorfosis que la sociedad (o ciertos grupos de la sociedad) exigen y celebran del poder.

No es de extrañar, entonces, que entre tantas mujeres bonitas y ordinarias el León se coaligue con La Gran Imitadora, quien no tiene nada que perder ya que su fama es propia. No llama la atención, pues, que él se fije en ella, porque ¿qué es finalmente la imitación sino una máscara?

* Escritor, docente universitario.