“Estás muy subido al caballo, vos…”, contó que le dijo su madre ante una serie de cambios que le permitieron cierta descaptura respecto del deseo materno y de las expectativas familiares. El analista respondió: “bueno, justamente ¿no?”. De eso se trataba, de subirse al caballo. Y cabalgar.

Una escena clínica que nos introduce hacia otra ya clásica del cine: aquella donde Django Freeman se encuentra con Stephen Candie, en la obra Django sin cadenas (Tarantino, 2013).

Quiero que el otro no quiera

Si Quentin Tarantino encuentra en Django sin cadenas la oportunidad de realizar uno de esos films de spaghetti western de su juventud, además se permite introducir y jugar con la problemática del colonialismo y el racismo con la ironía y creatividad que sólo él puede lograr.

Pero no sólo repasa el conflicto oprimido-opresor en su sesgo habitual donde el primero sufre al segundo y sólo espera algún día ser libre, sino que introduce además una paradoja crucial: la problemática del oprimido que se cree opresor; el esclavo que se cree libre; el violentado que desmiente lo que padece y llega a reproducir esa misma violencia con sus propios semejantes, también oprimidos.

Entonces tenemos esta maravillosa escena donde Django llega junto a su mentor, el cazarrecompensas Dr. King Shultz, y son recibidos por Calvie Candie, dueño de un campo algodonero llamado “Candylan” y esclavista. Stephen Candy, esclavo sirviente de la familia, ve aproximarse a ambos personajes en sus caballos. Su mirada se oscurece, babea rabia, pero no de cualquier tipo, sino de una venenosa envidia. Sale absolutamente enardecido a quejarse con su Amo, casi en un tono donde sorprendía la ausencia de aquella sumisión esperable a un esclavo, sino que le hablaba a su Amo como un semejante: “¿Quién es ese negro montado en ese caballo?”.

Se produce el encuentro entre un Django cuyo apellido es Freeman, “hombre libre”, con un Stephen que utiliza el apellido de la familia que lo esclaviza. Cuando Calvie los presenta, agrega: “ustedes dos están destinados a odiarse…”. El malentendido es total: uno es un hombre libre, el otro actúa como hombre libre; uno es un negro libre, el otro es un negro esclavo que actúa como un blanco libre. Como Michael Jackson, Stephen ha querido blanquear su piel y desconocer su identidad.

Identificar al enemigo pero desmentirlo

Calvie tiene muy claro su lugar de opresor; de hecho se pregunta por qué “el viejo Ben”, esclavo que había cuidado a su padre y a su abuelo, nunca degolló a su padre, a quien afeitaba con una navaja varias veces por semana hasta el día de su muerte. Entiende que él lo hubiera hecho sin dudas ni remordimientos, si fuese el viejo Ben. Una pregunta lógica para aquel que ha nacido libre, pero imposible para Stephen. Esa pregunta es impensable. Inefable. No dudaría en lobotomizarse, si eso lo preservase de enfrentar aquella pregunta. Sólo puede vivir como blanco siendo negro, hacer como libre cuando esclavo, castigar el pecado de la negritud como si fuera ajena a su identidad. Parece una situación delirante que una persona ame aquello que lo destruye y destruya aquello que podría amarlo. La desmentida parece total.

Sin embargo, hasta esa locura tiene límites: cuando Calvie le pregunta si lo extrañó, Stephen le responde muy alegremente: “¡lo extrañé como un cerdo extraña las sobras; como un bebé extraña la teta! ¡Lo extrañé como extraño una roca en mi zapato!”. Él es un cerdo, un bebé y un zapato; pero el otro es sobras dadas por una teta que lastima como una piedra que lacera la piel a cada paso.

Aún en la desmentida del sufrimiento, siempre hay alguna forma de reconocimiento de la violencia que se padece.

Invidere

La envidia en muchísimas culturas se identifica al mal de ojo, al aojar, mirar mal, con hostilidad, odio, oscuridad. En psicoanálisis la diferenciamos de los celos, porque estos últimos representan la competencia amorosa de dos por el amor de un tercero, mientras que la envidia es entre dos y lo que se juega es el odio. El motivo es que uno de esos dos siente que el otro tiene algo que se le ha negado a él, y se halla convencido de que será incapaz de generar eso por sí mismo, entonces sólo le queda intentar robar lo que envidia y destruir al envidiado. A veces sólo alcanza con destruir al otro aún sin arrebatarle lo anhelado.

La mirada de Stephen se envenena cuando ve a Django subido al caballo cabalgar orgullosamente libre, porque ve la libertad que no puede siquiera pensar en tener: porque ha tenido la navaja de Ben en su mano y un pánico infinito lo ha paralizado de hacer lo que Django bien podría, y porque si eso es la libertad y el amor propio, entonces lo que ha estado pretendiendo tener ha sido un engaño que intentaba desmentir que su vivencia real era de horror, de soledad, de esclavitud y desamor. Stephen no puede desear lo mismo que tiene Django, no puede ad-mirar, sino mal mirar. Que alguien tenga lo que siquiera se atrevió a soñar sólo le produce un odio visceral y, detrás de él, un dolor insondable. Aceptar que alguien pueda tener libertad, amor (propio, hacia y de otros), orgullo, hiere la desmentida donde vivía.

Aojar, pathos del alojar

Aojar siempre es el pathos del alojar, porque es un alojamiento amoroso lo que falló en un comienzo y el resultado será mirar con malos ojos el alojamiento que el otro sí tuvo o que, al menos, se fantasea que el otro tuvo.

Es como querer destruir la educación pública pero querer presumir un título expedido por la misma; es como destruir la cultura pero querer un espacio en la feria del libro; es como destruir el arte pero querer ofrecer un show musical; es como querer ser un rockstar rebelde pero siendo sumiso hacia lo hegemónico. Es querer lo mejor del otro pero sólo sustrayendo y no dando.

Desde luego, la actitud del envidioso que se ha identificado a su agresor, resultante de haber padecido violencias de aquellos en posición de alojar, será siempre diferente hacia el subalterno que hacia los que monopolizan la violencia. De allí que Stephen es servil hacia su amo, mientras que es odioso y destructivo hacia sus pares. Muchas personas que han padecido violencia y no lo pueden asumir, admiran a los violentadores, porque creen que, si son suficientemente sumisos y obedientes, serán como ellos algún día, y entonces dejarán de sentir todo el dolor y el horror que cargan. Es por ello que aquel que padece de envidia siempre aspirará a ser como sus propios violentadores, aunque siempre, por más que lo desmienta, será una víctima. Y siempre, por más que sólo pueda actuar odio hacia sus pares y servilismo hacia los superiores, lo que recibirá nunca será lo que más espera: amor y alojamiento.

Juguemos al veo-veo

Lo que Stephen no puede ver es que él podría tener lo mismo que anhela destruir en el otro, que puede transformar en deseo aquello que ahora sólo aparece como amenaza a sus mecanismos de defensa ante el horror. Esto significa que aún cuando se le dé la posibilidad de tener lo que siempre quiso, no podrá sentir que lo puede tomar, preso de su ilusión desilusionada.

El juego del veo-veo es en nuestra cultura una forma de elaboración de la envidia infantil. Jugamos a que uno ve y tiene la representación interna de ese objeto, que le es ajena a un otro que debe adivinar de qué se trata; pero que está al alcance de su mirada y que fácilmente puede descubrir que él también es capaz de tener la misma representación de ese objeto, que pasará de ser uno privado y excluyente hacia uno común, compartido con el otro.

Hay cosas maravillosas allí, que aguardan a cualquiera que quiera verlas. No hay uno solo que pueda verlas. Sólo es cuestión de jugar. Jugar junto a otros.

 

Todos podemos tener un caballo. Después de todo, Django significa “yo despertaré” o “despierto”.

*Psicólogo (UNR), Profesor en Psicología (UNR), Magister en Salud Mental (UNR). Psicoanalista. Escritor. Investigador. Psicólogo en Ministerio de Desarrollo Social. Autor de La violencia en los márgenes del psicoanálisis (Editorial Lugar) y de Los procesos de subjetivación en psicoanálisis: el psicoanálisis ante el apremio de una revolución paradigmática (Editorial Topía).