“Solo para ti, belleza y comodidad”, dice el cartel de la tienda de Etero, la protagonista de Blackbird Blackbird, Blakberry (2023), la película de Elene Naveriani (la directora de Wet Sand), basada en la novela de Tamta Melashvili.
Etero tiene 48 años y vive sola en un pueblo con calles de tierra de Georgia, su mamá murió apenas ella nacida, su padre y su hermano también están muertos. Las caras de los tres ausentes adornan el comedor de su casa, las de los hombres en dos fotos hechas cuadro y colgadas en la pared y la de su mamá en un portarretrato sobre el aparador. Pero la vida de Etero no se cuenta desde la muerte, se cuenta desde el rumor de espuma de un río tormentoso a donde Etero va a buscar moras, su liturgia sensorial y su fruta favorita: “las moras eran mis padres, mis compañeras de clase, mis amigas, mis amantes”.
Ahí, a orillas de ese río, mientras come y huele moras, Etero se distrae con un mirlo muy hermoso y cae por un barranco. Se agarra de la tierra rocosa como puede, frena la caída y se salva. La película recién empieza. Después de la muerte que no fue y con las esquilas de la avidez trepada, la directora decide continuar la historia desde la intimidad de Etero, una elección que revelará lo importante: Etero ama su cuerpo y ama su libertad.
En el devenir aparece un repartidor de productos de limpieza (Murman, con quien vive un romance y con quien decide, después de olerlo como mora nueva, terminar con: “ahí tienes. 48 años de virginidad”). No es el único, también aparecen las mujeres del pueblo que ríen como hienas, se burlan de su soltería y de su “culo gordo”, una adolescente con quien Etero aprende no solo palabras en inglés (Ele) y una pareja amorosa que vive en una ciudad cercana y a la que Etero le compra productos para su tienda.
Blackbird Blackbird, Blakberry (Mubi) es una película de miradas, de tiempo respirado y detalles mínimos, como arreglar un estante de la tienda que está flojo, ponerle pilas a una radio que no se escuchaba o aprender origami mirando un programa de televisión. Eka Chavleishvili (la actriz que interpreta a Etero) es un festín de intimidad cuando la intimidad pestañea justo a tiempo y coquetea con el humor que no necesita de la risa y con el dolor que llora en silencio. La sexualidad, la menopausia, el cuerpo desnudo, el chisme, las caricias, la indiferencia, el feminismo en un país donde “las mujeres crecen calladas y en segundo plano, y donde ser soltera e independiente es un acto de rebelión”, despliegan sentencias en una película ideal para discutir y compartir con amigas.
Etero conoce la belleza, por eso se distrae cuando ve un mirlo, por eso se imagina jubilada sacándole fotos a la niebla en las montañas y a los frutos del caqui cubiertos de nieve, por eso come su torta de milhojas preferida, por eso disfruta el goce de las piernas extendidas y apenas cruzadas en el placer de la comodidad y por eso le contesta al hombre que en un bar la llama fea y soltera: “no pienso estar casada, y si el matrimonio y las pijas trajeran felicidad muchas mujeres serían felices”. Etero también conoce la rutina, no es difícil imaginar que lo que viva después de las moras, del mirlo, de la caída y del sexo con el repartidor Murman convivirá con deleite con su vulnerabilidad y con su elegancia; será un sabor más de amor y éxtasis por voracidad de belleza (con música georgiana y acordes de Charles Aznavour) con el que se relame en intimidad.