Juan Perón criticó de inmediato la asonada desde el exilio. En una carta en caliente escrita a Cooke el martes 12 de junio de 1956, habló de la “falta de prudencia” de los militares que habían diseñado la conspiración, e incluso los acusó de no haberlo defendido durante las jornadas de setiembre del año anterior. “Esos mismos militares que hoy se sienten azotados por la injusticia y la arbitrariedad de la canalla dictatorial no tenían la misma decisión el día 16 de setiembre”. Con el paso del tiempo y más elementos en mano, el General revería su mirada, como se constata en telegramas que envió desde el exilio con condolencias a los familiares de los fusilados. En rigor, le escribió una carta a María Cortines, viuda de de Eduardo Cortines, diciéndole que su marido había muerto como un héroe. Tiempo después consideró a Valle como “La lealtad misma”.

También daría muestras de revisión en la introducción de su revelador libro Los Vendepatria, donde incluiría a los fusilamientos de junio como parte del plan integral de la tiranía libertaria. “La dictadura no solo ha destruido los valores económicos del país, sino que se ha fusilado sin juicio, se ha masacrado trabajadores y, mediante bandas de civiles armados, se ha asesinado a millares de ciudadanos para someter al país, y entregarlo atado de pies y manos, a la explotación foránea (...) La fuerza y la violencia resultan inoperantes e impotentes para resolver nada, desde que los problemas no se pueden ya resolver con cárceles, masacres y fusilamientos (...) Masacrando, fusilando y persiguiendo al pueblo sólo han conseguido mártires que, con su sangre, la fortalecen y la consolidan”.

El líder comparó además los fusilamientos en la Argentina con las desgracias sufridas por el general indigenista Gualberto Villaroel en Bolivia, entre otros. “El fin del presidente Villaroel en Bolivia, del coronel Castillo Armas, el de los patriotas dominicanos, el fusilamiento del General Valle en la Argentina, junto con numerosos jefes, oficiales y suboficiales, como el de muchos más, cargan sobre la conciencia de los ejecutores, pero no cargan menos sobre la de los instigadores”.

Es que el peronismo había ido muy lejos en sus políticas tendientes a la independencia nacional, a un nivel que la oligarquía no estaba dispuesta a soportar. Una oligarquía disfrazada por un rato de burguesía, que había sabido utilizar un imaginario cultural apoyado en valores universales abstractos, y que había tenido en sectores civiles a izquierda y derecha su legitimación. Sectores por lo tanto envueltos en un sentido común, en un imaginario antinacional construido desde parte importante del sistema educativo histórico y de gran parte de los medios de comunicación, que no representaban más que una resignificación de la vieja zoncera (Jauretche dixit) expresada por Sarmiento: Civilización y barbarie.

La “intelligentzia” entonces cerraba filas con el antiperonismo legitimando, por acción u omisión, proscripciones, censuras, destierros y fusilamientos. La lista era larga, progresista, blanca y civilizada: Adolfo Bioy Casares, Ezequiel Martínez Estrada, Victoria Ocampo, Manuel Mujica Láinez, Julio Cortázar, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges, entre ellos y ellas, todos ensalzados hasta el hartazgo por el establishment cultural y educativo de las décadas del cincuenta y del sesenta. En efecto, casi ninguno de ellos salió a repudiar en tiempo y forma los fusilamientos de junio del '56.

“El intelectual, por el hecho de serlo, se siente distinto del pueblo del que proviene, conforme a la idea de civilización y barbarie con que lo ha adoctrinado la colonización pedagógica, que continúa operando aún más eficazmente sobre él, según se eleva en el plano cultural. El intelectual de las nuevas extracciones ya incorporado a las mismas premisas de la vieja intelligentzia se siente depositario de una misión cultural: adecuar el país a la imagen preestablecida y que sigue siendo de imitación para asimilar el país al modelo propuesto. Como sus predecesores, parte del supuesto de la inferioridad de lo nacional, cuya superación solo se logrará por la transferencia de los valores de cultura importados. En ningún momento pensará en la posibilidad de que éste la genere. Así, por su condición de intelectual, se siente diferenciado de la multitud de donde proviene (...) Ellos no pueden oponer un punto de vista nacional al pensamiento liberal, cuando disienten con el mismo (...) Al libro importado oponen otro libro importado, y los conflictos sociales y la teoría económica reposan, para la intelligentzia, sobre presupuestos culturales igualmente ajenos al país y sus hombres de la multitud (...) así, la división entre izquierda y derecha, que es una transferencia de los procesos político-sociales de Europa, da la apariencia de un enfrentamiento local, que es cierto solo en el terreno abstracto de las ideas, y aun en los choques sociales solamente eventuales, pues hay una premisa común en que sigue gravitando el dilema entre civilización y barbarie (...) los ideólogos de la derecha liberal y de la izquierda están enfrentados, pero enfrentados fuera del país; en el país mismo, como ideólogos están de acuerdo en un punto común: el país es el sujeto básico de una tarea civilizadora, no importa que unos civilizadores se apoyen en Adam Smith o en los filósofos del liberalismo, y los otros en Kropotkin o en Carlos Marx”, escribirá Jauretche, en plena encrucijada y con proverbial lucidez, en Los profetas del Odio.

Quien puso el ojo ahí también fue el otrora Secretario General de FORJA, Ricardo Capeli, que había sido expulsado del Partido Peronista en 1952. Desde el exilio, Capeli publicó un folleto titulado Los fusilamientos de junio en la Argentina, en el que denunció a los verdaderos culpables de estos. “Los gestores verdaderos de estos crímenes no son los hombres de armas, como ha querido insinuar aquí (Montevideo) el ex embajador Palacios (Alfredo) en charla confidencial. Los hombres de armas son en cierta manera lógicos cuando emplean la violencia, y no se han formado en las disciplinas políticas, económicas y sociales para poder comprender el alcance de la mayoría de sus actos. Los responsables de lo que ocurre en Argentina, los servidores de la guerra al nativo y a sus intereses, son civiles. Son empresarios, políticos, profesores, profesionales, escritores. Ellos son los teorizadores del crimen, ellos son los doctrinarios de la entrega”.

Alfredo Palacios, ídolo del progresismo intelectual de entonces y premiado por la libertadora con un puesto como Embajador del Uruguay, fue en rigor otro de los que bajó decibeles ante la violencia del régimen. Cerca del suyo, gravitaban los posicionamientos del dirigente radical Silvano Santander; Arturo Mathov, que había sido uno de los implicados en el atentado terrorista de mayo de 1953, en Plaza de Mayo; Enrique Barreiro y, más extremadamente aún, el inefable Américo Ghioldi, quien llegó a festejar “a lo Lady Macbeth” los fusilamientos de junio en el diario socialista La Vanguardia, mediante un artículo titulado “Se acabó la leche de la clemencia”. “Los hechos de la noche del sábado 9 y domingo 10, dentro de su inmensa tragedia, definen circunstancias y posiciones sobre las cuales parece necesario detenerse a pensar hondamente. En primer lugar, es dato fundamental de los hechos acaecidos, la absoluta y total determinación del gobierno de reprimir con energía todo intento de volver al pasado. Se acabó la leche de la clemencia. Ahora, todos saben que nadie intentará sin riesgo de vida alterar el orden porque es impedir la vuelta a la democracia. Parece que en materia política, los argentinos necesitan aprender que la letra con sangre entra (...)

Fragmento de Junios (Peronismo y antiperonismo en la encrucijada, 1955-1956), libro del autor que se publicará el 1 de junio (Editorial Mil Campanas).