Armonía: Unión y combinación de sonidos simultáneos y diferentes, pero acordes.
Un vínculo de pareja (me referiré a la heterosexual aunque también vale para las homosexuales) podría ser categorizado como “suficientemente sano”, cuando facilitara la expresión de afectos y favoreciera al desarrollo de las capacidades con que cuenta un individuo. Definiendo esto mismo por la negativa, diría entonces, que no entorpeciera dicho desarrollo, que no agregara un cúmulo tal de conflictos que convirtiera a esa relación como el centro de las preocupaciones que esa persona tiene en su vida. Que satisficiera en gran parte las necesidades sexuales, de apego, de goce, de compañía, de amor... Que resultara agradable, confortable, alegre, ese estar con el otro. Que pudieran compartir, si bien no todas las ideas sobre las cosas que los rodean, por lo menos una “manera de estar en el mundo” que fuera compatible para ambos. Que pudieran elaborar juntos ciertas posiciones acerca de cómo conducen la propia vida, y cuando el acuerdo no fuera tal, que pudieran respetarse sin querer avasallar los criterios del otro que surgen en discordancia. Esto es importante tenerlo en cuenta porque muchas veces se cree que para que exista un buen funcionamiento, ambos tienen que tener las mismas ideas, gustos, caracteres. Muy por el contrario, los individuos son siempre muy diferentes unos de otros, y para poder estar en pareja, tienen que hacer de esas diferencias algo creativo y no anularlas.
Una pareja sexual adulta que pudiera contar con la mayoría de estas características es válida en diferentes momentos del ciclo vital y en las distintas circunstancias en que se despliegue el vínculo: matrimonio, parejas de convivencia, con hijos, sin hijos, sin o con convivencia esporádica, etc.
Por supuesto que cuando uno describe estas características “ideales”, parecería que se piensa a la pareja como un oasis de armonía y comprensión, y entonces en comparación, la mayoría de las parejas que constituimos y las que nos rodean son todas “enfermas” o deficientes. De ninguna manera. Toda pareja, por el hecho de serlo, atraviesa una serie de contradicciones, paradojas, malos entendidos producto de lo complejo que esa misma estructura trata de suplir. El tener en cuenta lo “esperable” de un vínculo como éste nos puede hacer pensar dónde estamos parados, que estamos viviendo día a día, cómo lo estamos haciendo, qué nos está pasando con ese otro que está a nuestro lado.
Nadie puede poner en duda que “la pareja” es un fenómeno humano complejo. En el sentido como lo plantea E. Morin: ...”etimológicamente, la palabra complejo deriva del vocablo latino 'complexus', que significa 'lo que está tejido junto'". La complejidad es el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones, determinaciones, azares que constituyen nuestro universo. Hay complejidad "donde en un mismo espacio conviven orden y desorden, donde no sólo hay determinismo sino también azares; allí donde emerge la incertidumbre".
Y si aplicamos esas explicaciones a la pareja humana veremos cómo se manifiestan esos factores, como el azar, desde el encuentro inicial, como toda la trama que “tejen juntos” a través de las contantes interacciones; como el orden y desorden en el convivir, como la incertidumbre permanente que se expresa en los interrogantes cíclicos acerca de la perdurabilidad del vínculo...
Pero a pesar de esa complejidad, casi todos los humanos buscamos “aparejarnos”.
Las parejas que funcionan no es que no tengan problemas, discusiones, incomprensiones, etc., pero a pesar de todo eso, los une un sentimiento de pertenencia, de unión, de compenetración, que les hace creer que están hechos el uno para el otro, porque construyen, arman esos aspectos señalados más arriba de una manera tal que no les provoca malestar, todo lo contrario, que les permite sentir a la pareja como el basamento sobre el cual erigen sus vidas, el sustrato, el contexto que les permite desplegar su existencia. Y en ese sentido cada pareja es una “individualidad”, o un fenómeno original, donde solamente ellos pueden dar cuenta de ese bienestar, de esa confortabilidad.
Es desde ese estado desde donde se suele enunciar que se ama al otro de la pareja. Aunque la palabra amor y el verbo amar es usado de muchísimas maneras, justificando muchas veces vínculos que adolecen de la más mínima empatía y que son un entrelazado de aspectos psicopatológicos de ambos. El amor, como yo trato de entenderlo, no es una entelequia abstracta, un concepto al cual agregándole un adjetivo puede justificar cualquier cosa. El amor en una pareja (no el flash del enamoramiento) no es un fenómeno de partida, sino una construcción que realizan dos personas desplegada en el tiempo, donde la permanencia, la sustentabilidad, habla del esfuerzo --y la voluntad-- que ambos realizan para entenderse, acompañarse, cuidarse, mimarse, aceptarse, ayudarse, alegrarse, valorarse... Por supuesto que estar bien con la pareja no puede nunca constituirse como el único y más importante objetivo de vida, sino como ese sustrato conveniente para alcanzar determinados propósitos en la vida. Es una sensación que “juntos” se puede más.
Actualmente, muchos de los terapeutas vinculares concebimos la pareja como el producto de un encuentro, entendido éste como un acontecimiento que crea un plus y modificaciones en cada uno de los sujetos que la integran. A través del entrecruzamiento, anudamiento y desanudamiento del deseo, el goce y el amor de cada uno, se produce un reordenamiento subjetivo y una escena fantasmática particular. En esa unión de ambos se concreta un “entre dos” que conforma el campo vincular donde se producirá una gran cantidad de fenómenos que conforman lo particular de cada vínculo y que tiene cualidades agregadas respecto de los sujetos que lo componen porque en la relación del sujeto con el otro hay un plus, un suplemento que remite a un espacio de combinatoria que será original en cada lazo.
Se crean entre ambos, pactos, acuerdos, códigos (concientes e inconcientes) que permiten la pertenencia al “conjunto pareja” y la posibilidad de tramitar la alteridad y ajenidad del otro. Y es dentro del espacio que forma este minisistema donde se observan con mayor exactitud los linderos entre normalidad y patología; es ahí donde se presentan los funcionamientos psíquicos más arcaicos. El absorber, “devorar”, “ser devorado”, “morirse de amor”, de rabia o de celos, con el otro y por el otro, son cosas del diario vivir.
Una pareja otorga identidad a los individuos y un reconocimiento repetido, por lo tanto aporta seguridad. Función de sostén, como una madre con su bebé. El amor se mueve entre los polos de la fascinación y el inevitable desencanto. Lo difícil es sostener el deseo. La amenaza de la escisión entre la corriente sensual y la tierna es permanente. La corriente sensual es la que está más del lado del deseo, de lo erótico, de la sexualidad; mientras que la de la ternura se refiere a lo tierno, afectuoso, cariñoso, amable.
Cuando se ha constituido una pareja, producto de un amor recíproco, compartido, se produce en el psiquismo de cada uno de los integrantes, un “trastorno” tópico, una suerte de “desprendimiento”, de disyunción yoica interna, de descentración, de puesta en común de espacios psíquicos que hasta ese momento eran percibidos como irreductiblemente individuales. De ahí que conformar “una pareja” exige un trabajo de elaboración psíquica muy importante que a algunos individuos les cuesta mucho lograr.
Pero no sólo estamos influenciados, “amenazados”, condicionados, desde nuestra interioridad, sino también por las condiciones concretas que nos rodean: aquellas exigencias que provienen del campo social, como productoras de malestar en el vínculo. Considero que tener en cuenta fenómenos que hacen al código, la referencialidad, al contexto en donde se despliega la cotidianeidad de las parejas no es un agregado más a su conflictiva: es en muchos casos, la problemática misma por la que consultan, donde las rápidas y novedosas transformaciones culturales no pueden ser debidamente metabolizadas, provocando efectos a la manera de lo que entendemos como "trauma social". A veces el impacto que produce una crisis social (o cambios muy bruscos) sostenida en el tiempo, deja a los sujetos incapacitados de reacciones simbólicas adecuadas (esquemas de acción e ideológicos), desbordados en sus posibilidades de elaboración psíquica para asimilarlos.
La sociedad del “consumismo” (basada en la cultura de los productos de uso inmediato, las soluciones rápidas y la satisfacción instantánea) estaría entonces favoreciendo la emergencia de episodios amorosos “intensos, breves e impactantes”, que son atravesados a priori por la conciencia de la fragilidad y brevedad. Una hipótesis acerca de la mercantilización del amor fue propuesta por la investigadora Eva Illouz (1997), quien analizando productos mediáticos y entrevistas con norteamericanos encontró que el amor no sólo no ha resistido los embates del capitalismo tardío sino que han conformado una díada bien avenida. Según la autora, la intersección entre el romance y el mercado se ha generado mediante dos procesos: la romantización de las mercancías y la mercantilización del romance. El primer proceso se refiere al modo en que las mercancías han sido dotadas de un aura romántica en la industria cultural del siglo veinte y en las imágenes publicitarias. El segundo proceso se refiere a los modos en que las prácticas románticas están siendo definidas crecientemente por el consumo de bienes y tecnologías de placer ofrecidas por un naciente mercado, de modo que el núcleo del amor romántico contemporáneo se establece a partir de diversos rituales románticos anclados en el consumo de bienes y servicios.
Esta época, a la que podríamos llamar de "transición", plantea un malestar diferente a otras: vacío existencial, exclusión social, incertidumbre, pérdida masiva de certezas, desesperanza. Tristeza, depresión, apatía, búsqueda de identidad y culto de sí mismo, sería las formas más frecuentes que adopta el sufrimiento psíquico en nuestros días. De ahí que vivir hoy armónicamente en pareja es un desafío, no imposible, pero que requiere un compromiso y esfuerzo sostenidos.
Una manera posible de estar bien en pareja es renunciar al absoluto y aceptar que en la vida siempre falta algo. Ambos tienen que tolerar y sostener cierta cuota de malestar, de tensión o de estrés en ciertos contextos, pero, si esa situación se cronifica, las personas pierden vitalidad, se desnutren. Y una de las funciones de la pareja es resultar nutritiva y vivir el acompañamiento del otro.
El hombre y la mujer habitan espacios de lenguaje y de goces diferentes, por eso hay un muro entre ellos. Y el amor es justamente el intento, la experiencia de atravesamiento de ese muro (muchas veces no logrado, aunque se lo declame).
El amor heterosexual es ese complejísimo nudo que enlaza a un hombre con una mujer. Señala un grafiti actual: "queremos querernos, pero no sabemos cómo". Y el desafío para nosotros como terapeutas de pareja, tal vez sea el que podamos colaborar para que puedan encontrar ese "cómo"... y si es posible... “en armonía”.
Oscar De Cristóforis es psicoanalista de parejas. Autor de “Amores y parejas en el siglo XXI”, Editorial Letra Viva (Buenos Aires, 2009).