Cuando Mariano Tenconi Blanco presentó Todo tendría sentido si no existiera la muerte en la edición 2015 del Premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia, el jurado integrado por Santiago Loza, Jorge Dubatti y Jimena Aguilar no dudó en otorgarle el Primer Premio. Fue una decisión unánime, estaban frente a un material extenso (unas 160 páginas), ambicioso y original. Dos años más tarde, la monumental pieza llegó al escenario del Cultural San Martín coproducida por ese centro de artes, el Festival Internacional de Buenos Aires, el Festival de Uruguay (FIDAE), el Centro Cultural Rector Ricardo Rojas, la Comedia de la Provincia de Buenos Aires y el grupo que integra el autor, Compañía Teatro Futuro.
Son tres horas (con un intervalo) que se disfrutan intensamente y que recuerdan experiencias pasadas, como la de compartir por un tiempo largo con otros espectadores una historia que transcurre mediante escenas breves y apagones, aplaudir al final de cada una de ellas, esperar con ganas el comienzo de la próxima, sumergirse en un melodrama que conmueve, entretiene y estimula la reflexión. El espectáculo cuenta con un elenco intachable y se centra en una maestra (Lorena Vega) de un pueblo bonaerense en los años ‘80, pacata y a cargo de una hija adolescente en plena efervescencia hormonal (Juana Rozas). Su mundo se ciñe al trabajo, a su hermana (Andrea Nussembaum), una maestra jardinera bastante más suelta que ella a pesar del mandato de no mostrar las necesidades afectivas, y a la dueña del video club del barrio (Maruja Bustamante), un personaje totalmente contrastante. El mundo reprimido y controlado de las hermanas se choca con el de esta mujer que putea, toma alcohol y cocaína. Pero se unen, hay un extraño afecto y la maestra comienza a consumir las películas porno que ella le provee. Su cuerpo débil, algo encorvado y su voz tenue parecen esconder algo que se deschava pronto: padece una enfermedad terminal y su vida se ilumina con un deseo final, escribir y filmar un film porno. De pronto, algo totalmente extraño a su universo cotidiano la moviliza, la convoca, como si los miedos y los tabúes se corrieran en los últimos instantes de vida que le quedan. Como si nunca fuera tarde para dar un volantazo.
Todo sucede en el living de su departamento con dos entradas por donde asoman los personajes. El ritmo de las escenas es intenso; el modo de hablar de los personajes, sobre todo el de las hermanas (el tono, los modismos) genera ternura y humor hacia estas criaturas que parecen salidas de una novela de Puig. El personaje de Bustamante es de una contundencia implacable: no sólo por el físico imponente sino por la falta de tapujos; es una verdadera aplanadora, nada la detiene. Al punto de que cuando la protagonista le confiesa su deseo, el set y el elenco no se demoran. Convocan a Gino Potente, la estrella porno del momento (una imperdible labor de Agustín Rittano) para el rol masculino y los roles femenino están a cargo, nada menos, que del dúo de hermanas. Los matices, las contradicciones, las exageraciones de Gino son un deleite y la soltura que ganan y disfrutan las hermanas al embalarse en la aventura, también. Todo a la vista del espectador, sugerido y cada vez más expuesto: los besos apasionados, las tetas, los mordiscos, los orgasmos (¡tan diferentes el de una hermana y el de la otra!) sobre la cama de la enferma. Los impulsos de la hija se enlazan en esta nueva dinámica hogareña, también atraída por la estrella del momento a pesar de su novio (un muy simpático Bruno Giganti). Vida y muerte, salud y enfermedad, amistad y celos, solidaridad, encuentro a pesar de las diferencias, iniciación sexual, represiones, nihilismo, ingenuidad. Todo se une y tiene su espacio en un relato con aires de folletín que se saborea en cada entrega. Vega y Nussembaum se sacan chispas en escenas: sus personajes encierran tantos deseos, padecen tantas carencias que es imposible no sentir compasión por ellas. Sus cuerpos, voces, posturas y miradas encuentran la carnadura ideal para el texto de Tenconi Blanco. Cuando se suma Bustamante, aparece otro color en escena: desborde, furia pero también una forma inesperada de conectar con el otro. Y los pliegues del personaje de Rittano suman más humor a una trama que cabalga sobre dos patas bien claras: la comedia y el drama. El autor y director lleva adelante la acción exponiendo las necesidades de los personajes en su intensidad y complejidad sin cansar ni empalagar. Algo nada fácil de lograr cuando las emociones son tantas y tan fuertes. Actuaciones sólidas, personajes coloridos y una trama bien sazonada se combinan en una puesta muy cuidada para el deleite de un público muy amplio en cuanto a edades y consumos culturales. Lo que tampoco es frecuente en la cartelera porteña.