El concepto de barbarie que tenía Sarmiento a pesar de su menosprecio por lo autóctono y su admiración por lo de afuera provenía del modelo clásico, greco-latino. Facundo es profuso en citas sobre Esparta, la Tebas del Plata, la esfinge, el nudo gordiano… Tal modelo fue por siglos el dominante en la cultura occidental, al punto que se había convertido en el lugar común de los poetas. Algo superficial, con arquetipos mitológicos mencionados al pasar y alusiones sobrentendidas. Atajos de pertenencia entre lectores de una misma especie. De este paradigma no se sustrajo ninguno de los escritores del Plata, con excepción de los poetas gauchescos.

En 1873, Sarmiento le preguntaba a Dalmacio Vélez Sarsfield, Ministro del Interior y traductor de la Eneida:

—¿Ha leído, doctor Vélez, la oración de Demóstenes sobre la Corona?

—No, ¿cuál oración?

—Pues oirá Vd. mi oración sobre la Bandera y nada habrá perdido. ¡Qué oración!

Y aquel discurso que inauguraba la estatua de Belgrano, decía:

“…nosotros mismos, los últimos venidos a participar de las bendiciones de la civilización, repetimos lo que Grecia y Roma hace para perpetuar la memoria de sus héroes…”

La cultura griega tuvo diferentes modos de interpelar el concepto de barbarie. En el conjunto de ciudades de la Hélade, las cuales estaban en permanente conflicto unas con otras, al igual que las Provincias del Plata, un modo de lograr la unidad fue para los griegos contrarrestar la amenaza real y latente del persa al que definieron como ejemplo de bárbaro.

Para la mayoría de los pensadores griegos la guerra se hacía o se debía hacer contra el persa. No podía haber en el sentido moral una guerra de griegos contra griegos. Platón se ocupará de definir la guerra contra los enemigos (los persas, los bárbaros) y la guerra de conflicto interno, entre griegos. Dentro del diálogo compuesto por Platón en su República, en el que participan Glauco, el propio Platón y Sócrates, este último sostendrá que “la raza griega es familiar y congénere de sí misma, pero es ajena y extranjera de los bárbaros”, esto dará pie a Platón para afirmar que cuando el griego lucha contra el extranjero estamos hablando de guerra, pero cuando el conflicto es interno, de griegos contra griegos, “habrá que decir que por naturaleza son amigos” y que por lo tanto Grecia está enferma. Glauco añadirá como un consejo ideal en tales conflictos internos y por tratarse de griegos congéneres y de la misma familia que sería mejor que a estos amigos vencidos no se le asolen los campos, ni se le quemen las casas, ni se los someta a la esclavitud, ni se los castigue con la muerte.

Esto es justamente lo que ocurrirá en Argentina a partir de 1813 (y un poco antes también), en el conflicto entre Buenos Aires y su disputa con Santa Fe, Entre Ríos, Misiones y la Banda Oriental, y que se extenderá al resto del país en muy poco tiempo. Una guerra de recursos donde, se asolará a los vencidos, sus campos, el ganado, se quemarán las casas, se los someterá a levas forzadas, y se los castigará con el degüello.

Tal el caso de Eustoquio Díaz Vélez —hoy calles de Malvinas Argentinas, Avellaneda, José C. Paz, Ramos Mejía y Lomas del Mirador—, general del ejército directorial de Buenos Aires, quien el 31 de agosto de 1816, a semanas de la declaración de la Independencia, quema la ciudad de Rosario y todos los ranchos que encuentra a su paso.

La conflagración interna ocurrirá a la par de la guerra con España, al cruce de los Andes, a los esfuerzos de Güemes y sus gauchos por contener a los realistas en el Norte, a las instrucciones impartidas a Belgrano de reprimir a los sediciosos federales. Y continuará durante la guerra con el Brasil, la revolución de los decembristas, el fusilamiento de Dorrego.

El general cordobés José María Paz lo delineará en sus memorias más o menos en estas palabras: "había una lucha entre la parte más ilustrada contra la porción más ignorante. La gente del campo se oponía al de las ciudades, la plebe se quería sobreponer a la gente principal, las provincias, celosas de la preponderancia de la capital, querían nivelarla, las tendencias democráticas se oponían a las miras aristocráticas y aún monárquicas. Todas estas pasiones se agitaban y prepararon un incendio que no tardó en llegar."

La actitud intransigente contra el bárbaro está descripta en Heródoto cuando pone en boca de los atenienses, la afirmación de que los atenienses nunca pactarán con los persas. Ellos, los atenienses, según el historiador, preferirán la venganza antes que los acuerdos. Buenos Aires no pactará con las provincias renuentes a su autoridad, los europeístas no lo harán con el gaucho, los abajeños no negociarán con los arribeños, y ambas bandas del Plata tampoco se pondrán de acuerdo.

Aristóteles concebía a los bárbaros como elementos destinados a la esclavitud o al exterminio. Según hace referencia Plutarco, el filósofo aconsejaba a su pupilo, el conquistador Alejandro Magno, que se comporte ante los griegos como un líder cuidando a los griegos como a amigos y familiares pero que frente a los bárbaros actúe como un amo, como quien lo hace con animales y plantas.

Sarmiento, dos milenios más tarde, en una archiconocida carta fechada en 1861, inmediata a la victoria de Pavón, le solicitará con vehemencia a Mitre algo cercano al pensamiento del estagirita: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda, es lo único que tienen de seres humanos.”

Para Aristóteles, al igual que lo será para Sarmiento, la constitución del bárbaro era una cuestión de naturaleza, habían nacido así. No haber nacido griego en el caso de Arístóteles, no haber nacido caucásico y con amor por la Francia, en el caso de Sarmiento, condicionaba al gaucho y al indio desde la fisis a su germen de barbarie. Para Isócrates, filósofo ateniense, era, en cambio, una cuestión de paideia, de educación: un bárbaro podía "helenizarse" y superar su matriz de nacimiento ingresando espiritual e intelectualmente en el ideal pan-helénico. Sarmiento —¡ay, la ironía!— no compartirá esta misma esperanza en la educación que promovía Isócrates. Desde el diario El Nacional, en 1876, tres años antes de la conquista de Roca, se preguntaba:

“¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”.

El sofista Antifonte, contemporáneo de Sócrates, percibirá este problema desde la naturaleza del prejuicio: "Respetamos y veneramos a los que son de padres nobles, y no respetamos ni veneramos a los que no son de noble casa. En esto nos tratamos unos a otros como bárbaros, puesto que por naturaleza somos todos de igual manera en todo, bárbaros y griegos."

Juan Bautista Alberdi tenía una muy mala opinión de Facundo. Tenía una muy mala opinión de los dos Facundos, del real y del inventado por Sarmiento. El tucumano tuvo ocasión de conocer al caudillo personalmente durante la estadía de este en Buenos Aires. Lo describirá como a un “guerrillero oscuro y estéril, jefe de un villorrio de milquinientas almas… matador vulgar”.

De la obra de Sarmiento no tendrá mejor estima. Opinaba —quizá enervado por la fama que había levantado el libelo— que el mejor libro de Sarmiento lo era porque lo había escrito con la ayuda de otros, “un álbum en que todos los amigos literarios del autor, emigrados en Chile, dictaron una ó varias páginas por vía de conversación”. En su ensayo Facundo y su biógrafo, publicado luego de la muerte del autor, se opone al engañoso binomio, reduccionista, de ciudad igual civilización, campo equivalente a barbarie. Un sofisma este último que Sarmiento tomará —según Alberdi— de Barthold Georg Niebuhr (1776-1831), un pensador danés radicado en Alemania.

Niebuhr, es verdad, mantiene un tono en sus escritos que tienen un eco familiar a las ideas que encontramos en Facundo: “los sicilianos modernos están, al igual que los portugueses, en el más bajo grado de civilización entre las naciones de Europa” dirá Niebuhr al pasar, como parte de su Historia de Roma.

Y, comentando las circunstancias de las guerras púnicas hará observaciones sobre los bárbaros, “cuya característica es que no poseen fidelidad alguna pues la fidelidad no es su condición […] cuanto más civilizados son los hombres, más fieles se vuelven. Los antiguos alemanes eran tan poco confiables como los albaneses actuales…”