Nos encontramos aquel inolvidable año en que a La Cicciolina le pusieron un cuello de goma espuma en el Hospital Fernández. Una camioneta chocó el taxi donde la actriz viajaba. ¿A dónde iba? En realidad, terminaba su participación en el Festival de Cine Erótico que se hizo por única vez en Buenos Aires. Más que festival fue una gran feria de stands y carpitas donde se vendían juguetes de sexshop y donde se proyectaban películas para masturbadores con tickets comprados en alguna ventanilla de Costa Salguero. Nosotros estábamos ahí porque habíamos montado una pequeña exposición de dibujos eróticos. Nos encontramos y me dijo:
--Me acabo de cruzar con el dueño de un boliche swinger de Retiro que quiere decorar el local con arte erótico. Mañana voy a ver el lugar.
Lo acompañé.
El encuentro fue al mediodía. Conocer un local swinger a esa hora de la luz, implacable y cenital, es igual a “la delicia de un suspenso idiota” de entrar a una escuela de noche.
Recorrimos el salón. Una barra y una vitrina con botellas de whisky dominaban el espacio. Al fondo, una pista de baile y un vip. Nos ubicamos los tres en una mesa pequeña. Tomamos café.
Se pactaron un total de 17 piezas eróticas, 17 grabados originales. Salió el tema de la seguridad de las obras. Los escuché hablar de mandar a hacer unos cajoncitos tipo botiquines de auxilio de 26 x 18 cm y de 10 cm de profundidad, con vidrio y candado. El precio del trabajo se discutió un buen rato y finalmente arreglaron un número por cada original con firma. El dueño nos invitó luego a recorrer el interior del local.
Avanzamos por un largo pasillo iluminado por luces dicroicas. En las paredes laterales se veían sillones de dos y tres cuerpos de cuerina color rojo. Sobre ellos se iban sucediendo, de izquierda a derecha (y viceversa), cuadritos de culos. Culos de modelos. De hombres y mujeres. De diversos tonos de piel y en diversas posiciones. Todos culos recortados de páginas de revistas y enmarcados en esos portarretratos que se venden en los supermercados chinos.
--Nada más anónimo que un culo --tiró el dueño del local como si nos estuviera revelando el secreto de su negocio. Luego nos explicó que meses atrás habían hecho reformas y que querían acompañarlas con una decoración más artística, buscaban otro público. Cuando llegamos al final del pasillo nos topamos con un cuadro de mayores dimensiones que mostraba a un caballo --potro salvaje de pelaje blanco-- corriendo enloquecido vaya a saber por qué playa de mar espumoso. Yo comenté, acaso para decir algo frente a la apabullante imagen, que la primera vez que vi desnuda a La Cicciolina fue en una revista porno donde ella montaba desnuda y a pelo una yegua blanca a orillas del Liguria.
Recorrimos las habitaciones. Las simples tenían una cama king size en el centro, un puf, espejos en el techo y una heladera de las petisas. No había placares, toda la ropa se dejaba antes en el guardarropa general. Las habitaciones, tres y sin ventanas, se comunicaban entre sí por puertas internas. Todas eran iguales, solo variaba el color de las paredes. En algunas de ellas también había colgados cuadritos con nalgas anónimas. Llegamos luego a la habitación principal. En el cuarto, notoriamente más amplio que los anteriores, había una gran cama, doble tamaño, súper sommiers, espejos laterales y superiores, y unos sillones rojos que la rodeaban en círculo como tributo.
--A ésta pensamos en llamarla El Guernica.
En un café cercano a la estación de trenes San Martín, Alfredo Benavidez Bedoya abrió su cuaderno. Tenía por entonces 60 años. Había vivido ya, como le gustaba decir a Onetti, varias vidas breves en su carrera artística: como pintor, dibujante, ceramista, grabador, ilustrador, escultor, escritor de versos, y como docente. Tenía reconocimientos acá y allá (Gran Premio de la Bienal Internacional de Taipéi) y, lo más importante, la admiración de sus contemporáneos. Abrió su cuaderno y me mostró sus anotaciones dedicadas al arte erótico. Bocetos, dibujos, poemas, retratos y hasta fotocopias de cuadros famosos que BB (así solía firmar) intervenía con El Mono Transparente, un personaje dibujado por él que cometía algunas fechorías entre cuadros famosos. El mono dibujado era el timón de sus anotaciones y a través del cual explicaba detalles que le interesaban como, por ejemplo, los culos en el arte. BB dedicó muchas páginas a los culos aparecidos en los cuadros de Edward Hopper, de El Bosco, de Rubens, del suizo Félix Valloton, y varios pintores más. Aquel hermoso cuaderno contenía también un análisis sorprendente acerca de las posturas y culos de los gauchos pintados por Juan Manuel Blanes. “Los gauchos ladinos que anhelaban ser chinas”, escribió en un margen.
Para Bedoya, en la pintura argentina había un primer ciclo erótico formado por los desnudos misteriosos de Prilidiano Pueyrredón (“El Baño” y “La siesta”); “El despertar de la criada” de Eduardo Sívori; y como cierre dos prostitutas: “Ema” de Spilimbergo y “Ramona Montiel” de Antonio Berni. Mientras BB hablaba, como si repasara sus estudios, como si pensara qué hacer en aquel local, nos sobrevolaba la idea de lo swinger, el concepto, ese hamacarse entre todos y en favor de todos, ese intercambio deliberado, acaso imperioso que para algunas personas, y que, en relación al arte, podría pensarse como lo contrario a la originalidad. Porque, lo sabemos, ya no hay ideas adánicas, y el paraíso es hoy una masa de cuerpos amalgamados, donde cada extremo está unido al otro, cada hueso fusionado con el otro. Y en relación a la obra de Bedoya, a sus grabados, lo swinger, el concepto, podría explicar cómo las tonalidades clásicas tiñen sus escenas y cómo se filtran entre los cuerpos y los sexos dibujados; cómo el dibujo, la historieta, y la gráfica moderna aparecen en sus composiciones para poner en lucha a la línea blanda de los cuerpos versus la dureza de las líneas del grabado; y cómo en su gran mesa de disección, el gesto surrealista le sirve para cubrir bajo un mismo paraguas la gran disputa del erotismo: sexo y dinero, placer y poder. La materia puesta a prueba. “El estilo --le dijo BB a Rep-- no es una muestra de destrezas, sino la suma de las soluciones que el artista fue generando para superar sus carencias en la confrontación con la materia”.
Hace poco, el pintor Daniel Santoro, que trabajó con Bedoya en muchos proyectos, libros y muestras, dijo: “Alfredo siempre asumió una postura de ruptura con las visiones tradicionales, era claramente provocador, pero al mismo tiempo muy sólido en sus argumentos, jamás fue un diletante, tenía un gran conocimiento del lenguaje clásico. Su obra es de las más importantes dentro del lenguaje de la gráfica no solo a nivel nacional, de hecho, tuvo sus importantes distinciones incluso en oriente, un reconocimiento que por motivos extra artísticos todavía se lo deben aquí. Pero como sabemos, el arte siempre irrumpe, sin duda se le debe una gran retrospectiva de todo el gigantesco corpus de su obra. Hay una tarea pendiente para curadores de mente abierta”.
Mientras esperamos que eso suceda, hay un Benavidez Bedoya para leer y aprender en sus 12 blogs, aún activos, donde subió gran parte de sus anotaciones sobre el arte. Cada entrada de esos blogs, pequeña cátedra, es un libro por editar.
--¿Entonces? --me preguntó el Anfitrión alisándose su gran bigote.
--Alfredo Benavidez Bedoya murió hace cinco años. Ocurrió el último día de abril de 2019. Nunca supe si hizo o no aquella exposición de grabados en el local de Retiro. Me basta con imaginarla.