Hace ya algunos años recibí un mensaje de Margarita Monjardin, directora de arte de la revista Orsai: estaban publicando adaptaciones en historieta de relatos de autores argentinos y habían pensado en encargarme la de “Bajo el agua negra”, de Mariana Enriquez. El cuento formaba parte de su libro Las cosas que perdimos en el fuego; no lo había leido, y según Margarita, su final era algo terrible, magnífico, abominable. Las últimas palabras resultaban díficiles de entender, porque la voz de Margarita había descendido hasta convertirse en un susurro. ¿Miedo, acaso?
La propuesta era intrigante y deduje que las autoridades de Orsai habrían recordado mi pasado como ilustrador de cuentos de terror. Una lectura del cuento (realizada a la luz de un viejo candelabro) me permitió entender el pánico que lo precedía. El final era espantoso, sí, pero aún lo era más otra cualidad inquietante, que compartía con otras piezas del mismo libro: en su centro estaban las imágenes. Y en una época que se jacta de haberlas reemplazado por iconos, emojis o tutoriales, la ambigüedad de las imágenes, esa habilidad innata que les permite ser leídas en un sentido tanto como en el contrario, resultan el terror personificado. Lamentablemente, las imagenes son también mi material de trabajo. Me arrojé sobre el cuento vorazmente y sin pensarlo dos veces.
Mi enfoque técnico fue simple pero vigoroso: salpiqué todo lo que pude, excepto la figura de la narradora (habría luego un narrador, en el cuento protagonizado por Pablito). Nuestros protagonistas son el espacio sólido y seguro en la jungla del dibujo, el “casa” donde el lector debe refugiarse en esta escondida entre manchones de tinta y postales del riachuelo. Dejo a su cargo el evaluar el resultado final.
Tras la publicación de esta primera versión, surgió la idea de adaptar otros cuentos de la misma obra en un solo libro, que es el que motiva este artículo. Volver sobre el relato original, redibujando en parte esa primera historia, y producir otras tres, me permitió descubrir el hueso del libro, su núcleo duro. Porque el gran protagonista de Las cosas que perdimos en el fuego es Buenos Aires y nadie como Enriquez para revolver en la olla de los terrores dormidos de una ciudad que, tengámoslo en cuenta, tuvo que ser fundada de nuevo después que sus integrantes originales se comieran los unos a los otros (posibilidad que ha vuelto a estar vigente).
Los cuatro cuentos (deben sumarse al primero, “El chico sucio”, “Pablito clavó un clavito” y “El patio del vecino”) están lejos de ser piezas solitarias reunidas en un solo volumen por el azar de los elementos. Juntos, conforman una especie de Guía Filcar del infierno, un mapa ígneo que dibuja la cara dormida de las calles por donde nos movemos: sueño intranquilo efectuado con un solo ojo.
Dibujé “El chico sucio” en Constitución, poniendo en página el mismo griterío que me llegaba por la ventana (José Muñoz tiene un gran cuadrito de Alack Sinner graficando esta idea), mientras tenía que esquivar los fumadores de paco sentados en el umbral de la puerta que aparecen en el libro (pocas veces se vio gente tan educada y urbana, incluso dócil, como un fumador de paco. El fumador de paco es el ciudadano del futuro).
Por otro lado, revisar la filigrana urbana de un mapa, intentando que la telaraña de nombres y rayitas entregen su oscuro secreto, es una diversión para mí ya gastada por el uso. Nuestro libro trata de todo esto. Espero que estas pocas páginas de historieta (que, si bien se miran, son sólo otra manera de entrecruzar palabras y cuadritos, esperando que la suma arroje algún resultado) sirvan de tapa, de piedra sepulcral para una fosa que acaso no debió ser removida. Pero ya es tarde... Lo veo... viniendo hacia aquí... viento del infierno... alas negras... el ojo ardiente de tres lóbulos... altas llantas. Capo, ¿tenés una moneda?
Con todo respeto, te lo pido.