Sacha Amaral, director de El placer es mío

Antonio va, viene y vuelve a ir. Es un saltimbanqui de habitaciones y lechos. A veces se despierta en su cuarto de siempre, en el hogar materno, que a pesar de todo sigue siendo el principal centro de operaciones, pero en ocasiones el amanecer lo encuentra en alguna cama ajena hecha propia. Las circunstancias pueden incluso empujarlo a hacer de la calle su techo, en una ciudad que conoce muy bien. La vida sexual del veinteañero Antonio es agitada y sus amantes de ocasión, hombres y mujeres en su mayoría conocidos a través de una app de citas, pueden triplicar su edad o compartir la misma franja generacional. Los ingresos varían, aunque la venta a domicilio de marihuana es su principal sostén, y Antonio guarda los ahorros en una cajita escondida en su pieza. Cuando las papas queman le pide prestado a su hermanastra, y nunca falta la ocasión para revisar repisas, roperos y cajones de algún partenaire para hacerse con algunos billetes u otro objeto de valor. O sin valor alguno, más allá de lo emotivo u ornamental: un libro viejo, una fotografía, una de esas bolitas transparentes rellenas de nieve falsa. La pulsión por hacerse de lo ajeno corre por sus venas, aunque no haya una razón económica de por medio. Casi como un hobby. Por momentos caprichoso, en otros insolente, muchas veces irritante, siempre algo inestable, Antonio tiene flor de despelote en la cabeza y su vida parece congelada en un presente continuo, como si flotara en una suerte de marginalidad emocional inventada y sostenida por él mismo, de la cual no puede ni quiere escapar.

El placer es mío, la notable ópera prima del realizador Sacha Amaral, se presentó al público por primera vez en la Competencia Internacional del último Bafici, alzándose con el premio (ex aequo) a la Mejor Película. Sin duda el jurado de esa sección competitiva reconoció en la película –que no ambiciona ser un retrato generacional pero de alguna manera lo encarna indirectamente– ciertas bondades emocionales que vibran con firmeza y visceralidad. En la piel de Antonio, el joven actor Max Suen, cuya carrera en el teatro es extensa a pesar de la corta edad, construye una criatura compleja, extrema, frágil a pesar de la apariencias, acompañado por Katja Alemann y Sofía Palomino –madre y hermanastra en la ficción, respectivamente–, amén de la presencia de rostros inmediatamente reconocibles del cine independiente argentino, como Iair Said, Julián Larquier y Vladimir Durán. El placer es mío podrá verse en pantalla grande todos los sábados de junio en CineArte Cacodelphia.

“Tenía ganas de indagar, o al menos conversar, sobre los sentimientos, las emociones, el enamoramiento en general. Y así apareció este personaje que atraviesa distintas formas de relacionarse. Alguien que busca algo en relación al amor o el deseo que no puede tener”. En la pared, justo detrás de Sacha Amaral, al lado de una reproducción del afiche original de ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, cuelga un poster de Adiós, entusiasmo, el film de Vladimir Durán que coescribió junto al director de origen colombiano.

Mientras recuerda los primeros pasos de su debut como director en el terreno del largometraje –entre sus cortos previos se destaca Billy Boy, la historia de un chico que cambia de parejas sexuales constantemente, un evidente punto de contacto con El placer es mío–, el perfecto español de Amaral regala un típico acento brasileño. Es que el realizador nació en San Pablo, aunque hace diecisiete años que vive y trabaja en Buenos Aires, donde estudió la carrera de cine antes de convertirse él mismo en docente. “Cuando empecé a escribir el guion sentí que todo era un poco pesado, eso de hablar del amor, los sentimientos. Entonces me puse a pensar qué es lo que hace que un personaje sea efectivamente un personaje. Ahí apareció la idea de la transgresión, el concepto del protagonista como alguien poco confiable, mentiroso, una persona que, por momentos, hace cosas que uno no haría. Alguien que tuviera características amorales. Es un personaje sumamente seductor, pero totalmente amoral”.

EL ROCE DE LOS CUERPOS

Antonio tiene un viejo conocido con quien mantiene una relación intermitente pero “estable”, un hombre mayor que parece genuinamente enamorado de él y por esa razón sufre. Algo similar ocurre con una mujer separada que el protagonista conoce casualmente: entre porro y porro, el vínculo crece, aunque él no comparte su efusividad emocional. En cierto momento, desechando años de confianza dentro de una sociedad comercial (y posiblemente una amistad), Antonio decide cortarse solo y empezar a vender faso por cuenta propia, creando su propia cartera de clientes. En casa, el amor entre madre e hijo se ve alterado de forma constante por las peleas, algunas de ellas de marcada intensidad, no ayudadas precisamente por la presencia de la nueva pareja de la mujer, un hombre que observa pero también participa. Antonio patalea ante todo y ante todos, agrediendo a quienes más lo quieren, y en esa suerte de rebeldía constante se advierte una pulsión autodestructiva.

“Doy clases de cine en la universidad y todo el tiempo estoy en contacto con gente que tiene entre dieciocho y veinte años”. Amaral cree que ahí hay algo interesante para contrastar en términos de cambios generacionales. “Mientras escribía el guion me puse a pensar en qué ocurría cuando yo tenía veinte años, pero el encuentro con el actor, con Max, hizo que las cosas mutaran. Por ejemplo, en un momento su personaje era un aficionado al tango, y eso quedó como algo vago en la película. Fue una discusión ese tema, porque, ¿qué hacen los chicos de veinte? ¿Escuchan tangos? Eso fue algo bueno, ya que conocer a esta generación me hizo comprender qué quería reflejar en la película, que no fuera simplemente un retrato de la época sino algo más particular”.

En El placer es mío se coge y la cámara no esquiva el bulto. Por el contrario, Amaral describe en detalle el roce de los cuerpos y los transforma en centro. Las escenas de sexo no son un simple trámite narrativo o un destello fugaz para atraer la mirada del espectador, sino simple y llanamente uno de los ejes centrales de la historia, además de un motor que pone en ignición a los personajes. El sexo y también el dinero, que para Antonio a veces son la misma cosa. Cuando cae por enésima vez en la casa de su media hermana para pedirle algunos billetes en préstamo (que casi nunca son devueltos), su cuerpo se reconvierte y, en lugar del encanto, la mirada recurre a la piedad.

“Respecto de esa cualidad fluida del personaje en términos sexuales, creo que es algo que representa a esta época”, cuenta Amaral. “Siempre me pareció interesante esa multiplicidad de elecciones, esa fluidez. Pero al mismo tiempo creo que me atraía como elemento para construir al personaje. De alguna manera, lo de Antonio es una suerte de prostitución burguesa, ¿no? Es un marginal burgués, un romántico, un apasionado del peligro. Porque es una forma de prostituirse, pero a cambio no obtiene solamente plata, sino un puerto seguro. El personaje entiende que el cuerpo tiene un valor y que con su cuerpo puede conseguir cosas. Hay algo en la manera de vincularse, en la idea de la soledad o de estar acompañado, que retrata algo generacional, porque creo que las relaciones hoy en día tienen algo de mercancía. La idea de tener un ‘perfil’, de poder elegir lo que te va o no te va. En el fondo es creer que se tiene muy en claro lo que a uno le gusta. Y no suele funcionar así, porque los sentimientos son una ruleta. No es casual que el personaje de la mujer que se enamora de él le pida perdón, justamente, por haberse enamorado”.

LA INTENSIDAD DEL VÍNCULO

En la cabeza de Amaral siempre estuvo presente el rostro de Katja Alemann para interpretar el papel de la madre de Antonio. “Siempre supe que tenía que ser ella. En realidad, escribí el guion con todos los actores en mente, porque con la mayoría de ellos ya había trabajado previamente en los cortos o bien los conocía”. La gran excepción fue la del protagonista: un chico de veinte años con características ya definidas desde el guion pero sin cuerpo real que lo interpretara. Alguna gente empezó a nombrar a Max Suen, actor nacido en 2001 que participó en puestas teatrales como la de Daniel Veronese de Los padres terribles, la obra de Jean Cocteau, y la de Vivi Tellas de Decir te amo es un atentado, escrita por Iván Hochman y Jazmín Robles, además de ponerse delante de cámara en papeles secundarios en Camila saldrá esta noche, el largometraje de Inés María Barrionuevo, y el corto Tres atados, de Kevin Zayat. “Recordé que lo había visto en una obra cuando tenía unos diecisiete años. Finalmente entramos en contacto, le mandé el guion y quedamos en tomar un café. Al entrar al lugar y verlo sentado, sólo con verlo ahí, supe que tenía que ser él. No hubo un casting ni nada por el estilo y, más allá de que su physique du rol era perfecto, resultó claro que era ideal para el papel por muchas otras razones. Además, como el personaje, es bastante seductor”.

Recordando el duro proceso de llevar la letra impresa ante el lente de la cámara, el realizador recuerda que hubo ensayos y se cambiaron algunas cosas, pero a la hora del grito de “acción” los actores respetaron el texto. Los cambios más grandes ocurrieron durante el montaje. “Ahí sí hubo un proceso de reescritura dramática de las secuencias, sobre todo en la primera parte. Comencé mi carrera como guionista, entonces mi relación con la escritura es fuerte. Ahora estoy con un nuevo proyecto, que será filmado en Brasil, donde intento liberarme un poco más del guion. Tal vez no librarme, pero estar más abierto a otras posibilidades”.

Para Amaral la instancia del rodaje no es placentera ni sencilla, y el paso del corto al largometraje no hizo más que confirmarlo. “La sensación de llegar al set y, en un primer momento, no tener la más mínima idea de qué hacer. Siempre me pareció un espacio de cierto malestar, ese parto desde el texto a la realización. Al menos es algo conflictivo. Además hay que sumarle todas esas otras dimensiones ligadas a la producción, al dinero necesario para hacer una película. Me encantaría poder probar más, explorar. Porque en general, cuando llega la hora de filmar hay que hacerlo y tiene que funcionar. Eso es algo cruel, la falta de certezas. No sé si hay gente que filme y esté realmente segura de lo que está haciendo. Lo bueno es estar bien acompañado, eso ayuda”.

Algo parecido podría pensar Antonio, aunque sólo sea una sensación pasajera que de inmediato intentará expulsar. No es casual que un afiche dedicado a la figura de Fassbinder cuelgue en una de las paredes de un “cliente” ocasional: si bien el estilo de Amaral no se parece al del gran realizador alemán, sí existe una familiaridad en la aspereza de los vínculos, en la ferocidad de los encuentros físicos más íntimos. Cuando Antonio, viviendo de prestado en una casa que en breve volverá a estar ocupada por su dueño, invita a convivir a otro joven más marginal que él, la intensidad del vínculo permite avizorar una posibilidad emocional libre de los condicionamientos autoimpuestos. Pero El placer es mío no adoctrina y la incertidumbre acompaña al protagonista hasta el último plano, cuando una motocicleta (ajena, desde luego) lo empuja hacia delante, sin un destino claro, pero siempre hacia adelante.