Creo que hablo demasiado. Hablo muchísimo. Y en algún momento estoy explicándole a Alcides un secreto: el lenguaje de señas en la pista de baile. Si una chica se rasca la punta de la nariz significa que el chico con el que está bailando no le gusta, y cuando termine la canción le va a decir que se va al baño o que la esperan las amigas. Si, en cambio, se toca el lóbulo de la oreja, esto tiene dos significados. Si es la oreja izquierda, le va a dar una oportunidad, si es la derecha, sigue bailando con él toda la noche y, a lo mejor, se van a “arreglar” y con el tiempo serán novios, y a ver qué más. Cuando una chica se arregla con un pibe -mi hermana y sus amigas hablan mucho sobre quién está arreglada con cual o tal- hay, pienso yo, un cierto pacto con algunas reglas que cumplir; aunque no sé cuáles. Supongo, le digo, que cada vez que ella sale tiene que decirle a él que va a salir. Y viceversa. Un chico puede ofenderse mucho si se entera de que la chica con la que está arreglado se fue a una fiesta por su cuenta, por ejemplo.

Alcides está sorprendido por todo lo que sé.

Pero antes de eso, continúo entusiasmada, hay que resolver lo de las señales en la pista de baile: qué ocurre si entre dos o tres amigas no hay unidad de signos. Una (la que se toca la oreja) se quiere quedar con el que la sacó a bailar, pero a la otra (la que se rasca la nariz) no le gusta su compañero de baile. Entonces surge la duda: si se queda bailando, se pregunta la primera, ¿qué hará su amiga? ¿se quedará con el que no le gusta?¿se atreverá a deambular sola por el salón? Según lo que oí en el baño rato antes, en la pandilla de las que no le tienen miedo a nada las señales pueden ser bastante unánimes. Si tres amigas salen a bailar con tres amigos, seguro que los tres son parecidos entre ellos. Todos los amigos se parecen entre ellos. Los interesantes son los interesantes, y los que no, no. Las tres se rascan la punta de la nariz. Y fuera.

La estrategia ha sido bien planeada por las chicas -todas esas que he visto desfilar por el baño, porque el baño es, en realidad, la central de operaciones- pero no sé si es tan sencilla de llevar a la práctica.

Miramos hacia la pista y Alcides me señala con la cabeza, con disimulo, a una que acaba de tocarse la nariz. Me mira, a ver qué opino. Pero la verdad no sabemos si eso es un mensaje en clave o una forma de usar las manos de alguna manera en el baile. A su lado, la jefa de la pandilla que no le tiene miedo a nada se lleva los brazos por debajo de la larga melena y la levanta para que pase aire por debajo. ¿Eso es también una señal?

Yo misma no sé dónde poner las manos, ahora que he terminado la Coca Cola y, a fuerza de hablar tanto, he conseguido desviar la conversación lo más lejos posible de mis datos personales. Creo que si Alcides vuelve sobre eso voy a fingir un estornudo y, con el pretexto de una gripe repentina, terminaré encerrada en el baño hasta la hora de irme. Y eso será mejor que lo otro, que le mienta en la cara. No sé si es por su camisa blanca, por su seriedad amable o por qué, pero no se merece que le diga mentiras como las que, por otro lado, no paro de fabricar en mi mente.

De momento caminamos alrededor de la pista, a ver si vamos a bailar o a cambiarnos de sitio. Llegamos al otro lado de donde estábamos, nos quedamos de pie y aparentemente todo es muy natural, pero yo no sé dónde poner las manos. Cómoda no estoy. Si me cruzo de brazos, me veo a mí misma como una persona triste, amargada. Si las dejo a ambos lados del cuerpo, como colgantes, no me responden muy bien, como si no me pertenecieran. Y el tronco se me pone un poco... como un mazacote, diría yo. Si adopto una postura encorvada, creo que parezco más interesante, y me siento una delgada chica en medio de una noche ventosa, que piensa y es sensible. Pero mi cuerpo no es el de una delgada chica y el pantalón me aprieta un poco. Me han advertido más de una vez que tengo que parar con las gaseosas y las Coquitas con dulce de leche.

La profesora de Lengua mueve muy bien las manos cuando explica algo. Lentas pero firmes, de repente sus palmas se ponen hacia arriba cuando nos señala el sujeto, y al momento con un giro de muñeca muy leve aterriza en el predicado. Luego eleva una mano con el índice ligeramente erguido y relee la oración. Aunque lo que diga sea una idiotez - “Laura quiere a los perros”, que no es lo mismo que “a Laura le gustan los perros”-, ella sabe decirlo muy bien. Con elegancia. En ocasiones, en estas prácticas de análisis sintáctico, introduce oraciones de libros. Esta es una frase de Alfonsina, esta otra de José Asunción Silva, nos dice.

Alcides no parece incómodo. Lo he visto saludar a alguno de sus amigos, con naturalidad, y no podría decir que se parecen entre ellos. Hay uno muy alto en su grupo, otro gordo con camisa a cuadros y -viéndolo bailar enérgico, sacudiéndose entusiasmado- parece que en cualquier momento se le va a salir la barriga. Alcides mira a su amigo una vez más, para estar seguro, y me sugiere que, tal vez, esa teoría de que todos los amigos se parecen no está tan clara.

Me propone dar otra vuelta a la pista y eso hacemos. Esta vez me agarra de la mano. No sé si esto significa que hay más confianza. En algún momento se ríe, y yo también, porque parece que ya no se nos ocurre nada más que hacer. O caminamos o nos sentamos. Pero si nos sentamos, empezaremos a conversar otra vez. Y yo ya no tengo conversación. No tengo más ideas. Entonces volveremos con los datos difíciles: el barrio en donde vivo, mi calle y mi casa -¿no sería yo esa pibita que armaba petardos en la puerta?-, y Alcides va a mirarme fijamente, con un ojo (el otro persiste en llevarlo oculto por el pelo hacia un lado) y me va a hacer la pregunta. Cuántos años tengo yo, entonces. En qué año de colegio estoy yo. ¿Cómo vine a parar a este baile?

Pero eso no ocurre. No. Algo nos distrae. Está ocurriendo en mitad de la pista. Es la jefa de la pandilla que no le tiene miedo a nada. Está cruzada de brazos y a su alrededor se ha abierto un espacio que se amplía aún más. Y de repente y de la nada aparecen dos chicos agarrados, unidos por los brazos encima de los hombros. Bailan delante de ella, desafiándola. Son bastante corpulentos, diría que mucho. Mi madre tiene una expresión, cuando ve las noticias locales: “desmanes”. Cuidado si van a tal lugar, que hay desmanes, ojo en La Florida, cuando piden sangría, que al final se producen desmanes. La jefa de la pandilla los mira con mueca despectiva. Me parece ver al hijo del carnicero por ahí detrás. Y a dos o tres más bailando de forma, más que nada, provocativa. La jefa de la pandilla no está sola. Detrás de ella están sus amigas. Y todas coinciden en un gesto que no parece salir del alfabeto que le expliqué a Alcides: la mano horizontal a la altura de la garganta, y moviéndola como un serrucho.

Parece que habrá desmanes, le digo a Alcides. Pero tampoco sé muy bien qué quiero decir. Y al momento veo que algo vuela por encima de la jefa de la pandilla. No sé si es un vaso de plástico o qué es. La jefa de la pandilla grita con los puños cerrados. Los dos que bailaban agarrados y a los saltos se encaran con el hijo del carnicero, que niega con la cabeza. Lo veo con los brazos en alto diciendo que él no fue. Que lo que sea voló desde otro lado. Y mira alrededor y me señala. De ahí, de la pibita esa. Su amigo, a quien llamé Flequillo Apestoso, me señala también.

Alcides me mira. Yo a estos no los conozco, le digo. No sé quiénes son. Pero no sé si he sido muy convincente, me siento como clavada en la silla. Siento, de verdad, que tengo que pasar por esto, un castigo por ser lo que soy, una persona que miente.

En la pista, unos gritan el nombre de Abel. Así que, por lo que veo, uno de esos dos que bailaban agarrados por los hombros es Abel. El indeseable con el que había que acabar. Sí, sin duda Abel es el más rubio, y también más alto y grueso, porque la jefa de la pandilla -el rostro iluminado con un rayo repentino, un relámpago, el efecto de las luces psicodélicas- lo mira con ojos entrecerrados y le dice algo que no entiendo, pero que sin duda no es amable.

Los amigos de Alcides -el alto, el gordo de camisa a cuadros- se acercan. Parece que está a punto de ocurrir algo. Alcides me mira, no sé si precupado o intrigado.