Cuando el Nene le dijo que quería hablarle, Ramón frunció el ceño. Se frotó los muslos con las manos como si quisiera calentarse. Sólo quería ganar tiempo. Ya sabía lo que le iba a decir y también sabía que no quería escucharlo. ¿Cómo era posible que él también?

Ramón se afeitaba la cabeza con la maquinita. Le molestaba el pelo que continuaba creciéndole en copete como si fuera un crio. A pesar de tener la piel curtida a fuerza de intemperie, nunca se sacaba la gorra. Aun así, achinaba los ojos para mirar lejos como ese día que intentó abarcar su mundo. Sintió el pasto mojado que le rozaba los tobillos y el aroma de la tierra que ya no estaba sedienta porque había caído un lindo aguacero. El Chueco relinchó en el corral, llamándolo, y espantó a una pareja de teros que se alejaron con un grito entre amenazante y lastimero. Las ovejas estaban apiñadas en un solo ovillo de lana blanca sucia. Esperaban que les abriera la tranquera del refugio donde las encerraba de noche. Después del ataque del gato montés que se había llevado dos corderos ya no corría riesgos.

“Si será ladino el gato ese. Puse trampas por todos lados y no cae. Y sigo encontrando huellas en los corrales. El bicho está cebado”. Todo eso pensó Ramón para no pensar en el Nene. Por más que le siguiera diciendo Nene, su hijo más chico ya había crecido y quería seguir a sus hermanos a Buenos Aires para buscar mejor vida.

¿Dónde iban a encontrar mejor vida? Ramón llenó su cabeza con imágenes de atardeceres chaqueños. Él podía ver al sol sumergirse en el horizonte todas las tardes mientras Carlos y Ángel estaban tapados de cemento. Allí donde se habían ido no encontraban verde ni buscando, pero el Nene quería probar suerte y no había manera de retenerlo.

Ramón creía que se las iba a ingeniar como siempre lo había hecho, pero antes de que se fuera, le pidió al Nene que lo ayudara a cambiar el poste que le había roto el toro del vecino. Sabía que no era su trabajo. Le correspondía cambiarlo a Don Lastra, su vecino, pero ya no quería pelear. No más. Mejor que Lastra se ahogara en sus miserias. Él ya tenía bastante con la angustia que le provocaban sus hijos que no se querían quedar donde habían nacido.

Padre e hijo trabajaron codo a codo. Josefa los observaba y veía cuánto se parecían. Tal vez el Nene fuera un poco más retacón que su marido que a esta altura no tenía carne sobrándole por ningún lado, pero los movimientos de ambos hombres parecían calcados. Ni hablar de la forma de caminar, con los pies bien afirmados sobre la tierra, pero separados uno de otro como si estuvieran navegando. Ramón había bautizado Chueco a su caballo, pero el ruano no tenía nada de eso. El chueco era él y también su hijo, el menor, el que había sido siempre más campero. De chicos ya se veía que ni Carlos ni Angelito estaban hechos para esa vida. Los dos iban contentos a la escuelita y nunca hubo que andarles atrás para que hicieran sus tareas. Les gustaba. El Nene no. El Nene estaba siempre tras los pasos de su padre, haciendo lo que hubiera que hacer y más también. Era el único que sabía arreglar el molino cuando se emperraba y no movía sus aspas dejando la batea seca y los animales mugiendo desesperados. El Nene sí que los había engañado, por eso a ella se le hacía tan difícil la idea de que se le fuera.

Cuando partió, Josefa arremetió contra su marido. Ella sí que sabía reprochar de la peor manera. Sin palabras. Sólo abriendo muy grandes sus ojos húmedos y horadándolo con ellos. Dos carbones encendidos que lo perseguían en sus faenas. ¿Y él que culpa tenía? ¿Por qué cargaba sobre sus hombros toda la ausencia y el silencio que habían quedado en la casa? Que en el campo se trabajaba duro, eso sí, pero nunca les había faltado nada, si hasta la escuela habían hecho los tres, aunque el Nene estaba encaprichado con quedarse en los corrales con él, Ramón no lo dejó y, mal que le pesase, lo hizo estudiar para que el mundo de afuera no pudiera engañarlo fácil. Ya bastante complicado fue para él que apenas terminó tercer grado. Igual, siempre imaginó que los chicos seguirían sus pasos como antes había hecho su padre y después él mismo cuando heredó el campo. ¡Mierda que se la habían jugado!

Los mates ya no quisieron llegarle al estómago. Volvían a su cogote sin remedio, quemándolo por dentro, aunque no estuvieran calientes. Ni ese gusto podía darse. Empezó a comer menos y a masticar más despacio. Josefa lo vio más flaco y aprovechó la excusa para alertar a los hijos que no eran malos hijos y enseguida vinieron a verlo en malón. Carlos usó toda su labia de vendedor de autos para pintarle un cuadro de las bondades de la vida en la ciudad que no se creía ni él mismo. Ángel asentía todo el tiempo, avalando a su hermano mayor como había hecho siempre. El Nene era el único que parecía no tener nada que decir, pero acariciaba la mano de su madre todo el tiempo como si ella estuviera poniéndose clueca. Ramón intentó convencerlos de que estaba bien y les plantó cara.

-Yo de aquí no me muevo, dijo.

Entonces se la llevaron a ella y ahí sí que lo dejaron solo. Pero él descubrió que se había sentido más solo estando acompañado. Todos los días recogía los huevos que quisieran regalarle sus ponedoras. Después, ensillaba al Chueco y, desde su montado, cuidaba las vacas para que no se empastaran con la alfalfa tierna que se había dado bien ese año. Por la tarde, encerraba a las ovejas y también a las gallinas y se quedaba sobando cueros hasta que le picaba el hambre. Sin la mirada de Josefa, comía un poco mejor. Hasta se animó a probar las paltas que antes dejaba pudrir adonde fueran a caer. Carlos le había contado que cada palta se vendía carísima en Buenos Aires. La verdad es que, pese a su color dentífrico, sabían mejor de lo que había imaginado.

Pero el Nene no era como sus hermanos. Él era el más cabeza dura de los tres. Lo jodía duro y parejo con el celular que le había enjaretado de prepo. Necesitaba chequear cómo estaba. Ramón pensaba que algo de culpa debía sentir por haberlo dejado en banda. Lo atendía a veces sí y otras no. El Nene no cejaba. Cada vez que podía se apersonaba y empezaba la perorata. Y como quien no quiere la cosa, le fue buscando compradores. Primero buscó un comprador para la hacienda. Después para el caballo, las ovejas, las gallinas y el campo mismo. Ramón perdió la pulseada de puro hartazgo y lo vendió todo.

 

Cuando se quedó sin nada, se mudó con el Nene a la ciudad y se reencontró con Josefa que resplandecía rodeada de sus hombres. La familia estaba contenta de tenerlo allá, aunque Ramón se quedara todo el día encerrado, sin nada que hacer y sin poder dormir extrañando el sonido de las chicharras y desconociendo los bocinazos de los autos que no dejaban de pasar ni a la madrugada. Estaba preso, pero presentía que no sería larga su condena. No se equivocó. La ciudad le chupó el alma y allí se murió a poco de haber llegado sin que se le conociera dolencia más que la pena. Ahora todos lo lloran y no saben dónde enterrarlo. No pueden dejarlo allí. Buenos Aires no es su pago.