Días pasados ocurrió un acontecimiento de enorme potencia simbólica. Javier Milei inauguró un busto en Casa Rosada por medio del cual colocó a Carlos Menem en el procerato de los grandes presidentes argentinos. En un punto esa operación no debería sorprendernos, pues un rasgo característico de la Libertad Avanza es la pretensión de urdir su propia historicidad. Eso es por cierto coherente con un componente central de lo que se llaman las nuevas derechas; su batalla contra el “marxismo cultural”.

Dicha novedad por tanto no reside en el fundamentalismo de mercado, los discursos de odio o sus improperios contra la casta (de los cuales en nuestro país y en el mundo sobran antecedentes) sino en atacar sistemáticamente ciertas conquistas del progresismo (la equivalencia entre varones y mujeres, los derechos de las minorías sexuales)

Pues bien, en el marco de esa épica reaccionaria el Presidente también interviene en la querella histórica y procura reivindicar el éxito de una prosapia liberal argentina. Primero exaltando la figura de Alberdi y ahora la de Carlos Menem. Es algo ciertamente inédito, pues el afincamiento en esa vigorosa tradición no fue explorado por ninguno de sus antecesores que podríamos identificar con esa corriente de ideas.

Raúl Alfonsín recitaba el preámbulo de la Constitución en sus actos, pero su pertenencia a la UCR (que como sabemos se funda justamente contra Julio Argentino Roca) le colocaba obstáculos infranqueables. El propio Menem estaba más preocupado por desplegar una simbología de la reconciliación (en la cual encajan su indulto a genocidas y jefes guerrilleros y su repatriación de los restos de Rosas). Y finalmente Mauricio Macri (a quien la historia le importaba poco y nada) tuvo en ese aspecto un incordio similar al de Alfonsín; la compañía del partido centenario diseñado por Alem e Yrigoyen le impedía catalogar a este último como el populista con el cual se iniciaron cien años de decadencia.

Esta sugerente hermenéutica histórica puesta en marcha por el Presidente repone una discusión que en su momento fue muy intensa y aún conserva ribetes enigmáticos. Cómo fue posible que el movimiento peronista produjera y acompañara un liderazgo que al llegar al gobierno contradijo casi en todo el pensamiento del General Perón y el contenido programático de sus tres gobiernos? Por aquel entonces, y como suele ocurrir cuando un pronunciamiento popular disgusta, proliferaron explicaciones sobre supuestas vacuidades y extravíos de la conciencia social, pero sin embargo visto en perspectiva algunas tangibles razones permiten desentrañar aquellas insólitas circunstancias. Veamos.

En primer lugar, el país venía de un proceso extremadamente traumático que fue la hiperinflación del año 1989, situación aleccionadora y conmocionante que derivó en que el Régimen de Convertibilidad instrumentado por Domingo Cavallo funcionara como medicina salvadora. Es oportuno mencionar aquí que ese modelo, aunque ideológicamente nocivo, no solo disminuyó drásticamente la inflación sino que hasta principios de 1994 permitió que la economía tuviera un aceptable crecimiento y la pobreza cayera significativamente.

En segundo lugar, el programa furibundo de privatizaciones (tan ajeno a la tradición nacional-popular) consiguió consentimiento social porque el Estado realmente existente en aquel tiempo se encontraba desfinanciado, exponía rasgos a todos luces burocráticos y niveles muy altos de ineficiencia. La prestación de los servicios públicos era deficiente y morosa, acrecentando persistentemente el malestar ciudadano.

En tercer término, el triunfo de Carlos Menem coincidió casi con exactitud con un hecho que cambió rotundamente el mapa geopolítico del mundo contemporáneo. Nos referimos a la implosión del socialismo real y la desintegración de la Unión Soviética como potencia imperial. Eso conllevó la instauración de una hegemonía absoluta de los Estados Unidos como polo militar y económico y de la globalización neoliberal como doctrina dominante. El esquema bipolar de posguerra que conociera Perón había desaparecido, y Menem optó por adaptarse a ese trastocado escenario de la peor manera alineándose incondicionalmente detrás de los Estados Unidos.

En cuarto lugar, el paso de la dictadura militar (devastador en todos los aspectos) golpeó especialmente al cuerpo político del peronismo. Miles de compañeros y compañeras muertos, desaparecidos y exiliados implicaron la anulación de una generación completa de valiosos militantes, por lo cual la foto de la dirigencia en la posdictadura (salvo por supuesto honrosas excepciones) exhibía resabios de un peronismo derechizado y emergentes nuevos aunque ya ideológicamente claudicantes.

Y por último, funcionó lo que cabe denominar el mito del peronismo. Esto es, muchos compañeros y compañeras convalidaron el giro neoliberal de Menem por considerarlo un gesto fugaz de ubicuidad, un desplazamiento pragmático acorde con la tempestuosa coyuntura, un reacomodamiento que más pronto que tarde se encausaría con un retorno a las fuentes. Como bien sabemos, nada de eso finalmente ocurrió. El menemismo fue un intento profundo y duradero de vaciar al peronismo de su impronta nacional, popular y transformadora.

Pues bien, si de trazar un balance del kirchnerismo se trata, lo fundamental que hay que decir es que su mayor mérito (esperemos que definitivo) fue rescatar el peronismo de su oscuro momento menemista, que dejó un país desquiciado y entregado a los intereses del gran capital. Y lo hizo, y esto es imprescindible recordarlo, heredando una trama dirigencial que en buena medida había adherido a ese nocivo proceso. Puesto de otra manera, un rasgo notable de Néstor y Cristina Kirchner es haber instrumentado un conjunto de transformaciones con perfil de centroizquierda, con una base política mayoritariamente de centroderecha.

El kirchnerismo implicó una virtuosa recuperación selectiva del peronismo histórico, resucitando consignas que habían quedado mancilladas e incorporando singulares demandas de una época obviamente diferente. Tomemos solo tres ejemplos más que evidentes. Frente a las relaciones carnales cultivadas por Carlos Menem encaró una política internacional soberana, multipolar y latinoamericanista en línea con lo que siempre promovieron las bases doctrinarias del justicialismo. Retornó a la estrategia del fifty-fifty entre el capital y el trabajo, consiguiendo niveles de distribución del ingreso solo equiparables con los gobiernos del General Perón. Y recuperó el control de áreas estatales claves (YPF, sistema jubilatorio) que habían sido escandalosamente enajenadas durante la década del 90.

Sus indicadores socioeconómicos son contundentes y ya indiscutibles (reducción impactante de la pobreza y del desempleo) en combinación con un desarrollo industrial sostenido en el aumento genuino de la demanda agregada. Se incrementó asimismo de manera notable la inversión en educación, ciencia, tecnología y cultura, en un proyecto de nación que se imaginó integral. Sumó además derechos de nueva generación extraños a la etapa fundacional del movimiento (el matrimonio igualitario) y mostró un contundente compromiso ético destinado al juzgamiento de los crímenes de la dictadura militar.

En comparación con la revolución social puesta en marcha por el General Perón, el kirchnerismo fue un moderado reformismo, pero en relación a todos los gobiernos de la posdictadura constituyó un proceso fuertemente transformador que respetó las banderas de una patria justa, libre y soberana.

Sus limitaciones y errores sin embargo no pueden ser desdeñados. Pese a gobernar durante más de una década no pudo consumar una modificación radical de nuestra estructura productiva primarizada y dependiente, y al no diversificarla en su necesaria dimensión se topó con la tradicional restricción externa de la economía argentina.

No puede omitirse aquí el notable peso que en la opinión pública tuvieron los casos de corrupción que ocurrieron en aquellos años (causa central del deterioro de su credibilidad como proyecto emancipador); siendo una necedad seguir insistiendo en que todas esas denuncias son producto del law fare o la persecución judicial de macrismo. José López o Ricardo Jaime fueron funcionarios venales de primer orden, y si bien tanto Néstor como Cristina no se enriquecieron con la función pública son los responsables políticos de esas designaciones.

La corrupción en la cosa pública no se erradica con moralinas republicanas sino cambiando de cuajo los mecanismos de financiamiento de las campañas electorales.

Un párrafo inevitable para la experiencia del Frente de Todos, experiencia anfibia entre un kirchnerismo como fuerza mayoritaria y actores antes distanciados que se sumaron con otras perspectivas. En condiciones excepcionalmente adversas, mantuvo los trazos ideológicos básicos tanto del peronismo originario como del período 2003-2015, pero su incapacidad para mejorar suficientemente los ingresos de los sectores populares selló negativamente su destino.

Finalmente, una referencia insoslayable sobre Cristina Fernández de Kirchner. Su figura nos despierta aprecio y en algún caso admiración. Encabezó dos buenas presidencias, exhibió siempre firmeza ideológica y sobrellevó con entereza situaciones sumamente ingratas (la muerte de su compañero de toda la vida, el acoso judicial de Comodoro Py, la enfermedad de su hija y el atentando contra su vida).

Sin embargo, tuvo desaciertos en la gestión (como subestimar la importancia de conservar determinados equilibrios macroeconómicos), mostró una intemperancia política que dificultó la posibilidad de construir consensos más amplios, tomó en más de una ocasión decisiones electorales que no fueron apropiadas e intentó encorsetar al kirchnerismo en una organización de su máxima confianza.

Capítulo aparte fue la creación del Frente de Todos, donde junto con Alberto Fernández se nos convocó sabiamente a una gesta unitaria contra la derecha neoliberal, que culminó con ambos líderes sin dirigirse la palabra. Ninguna supuesta “diferencia política” justifica tan infausta desembocadura.

 

Su rol en el rearmado de Unión por la Patria será relevante, pero dando paso a formas de conducción más horizontales, y alentando la aparición de nuevos liderazgos que puedan abastecer a un peronismo sin ningún vestigio de su versión neoliberal y a su vez receptivo de identidades e inquietudes que no fueron, son ni serán de raigambre peronista.