Poco antes de llegar al nuevo milenio tengo 7 u 8 años. Antes y después, miro con algunos de mis seis hermanos, todos mayores que yo, la tele. Mucho aire, Telefé y novelas de ese momento. Se me mezclan entre recuerdos de los ‘90 y el primer ‘00: María, la del barrio, Marisol, Muñeca brava, SuperMatch, cosas así. Algunas nuevas, otras repeticiones. Mis primeros recuerdos musicales son algunas canciones de bandas de sonido y cortinas publicitarias. La canción de la publide Los Simpson (“School Days”, de Chuck Berry, interpretada en una versión superadora por Homero y Bart Simpson en inglés), la de las publi de la serie de Superman (Green Day), “Twist and Shout”, el comercial de Cachogos, la de Fútbol de primera (Vangelis) y la de Todo x 2 pesos, entre otras, son algunas composiciones que aún hoy escucho y me fascinan. Me conectan con ese sentimiento tan “maldito” que ni la espectacularización cotidiana que nos inyectaron dictatorialmente las redes sociales ha podido fomentar del todo, ni mucho menos marchitar: diversión, humor, risa. También cierta (paradójica) nostalgia de una época horrible, personal y social, pero en la que quizás aflorara una esperanza de lo desconocido, de lo que aun no llegó pero que en cualquier caso habría que esperar.
La tele es un parámetro de humor doméstico. Cosas que se pueden ver y otras están prohibidas. Hay horarios, hay programas que reflejan cierta luz u oscuridad. Ejemplo: cuando arranca la música de Hora clave, el programa de Mariano Grondona, siento un horrible cagazo. No solo por la música tenebrosa y por los salvajes de traje que te quieren educar hablando de cosas aburridas, de manera aburrida y con un decorado desalmado que consiste en un reloj gris y un par de potus sin regar. Sino porque la vida es tenebrosa por momentos y quien tiene el control de ejercer el miedo también tiene el control remoto, y sintoniza, subiendo el volumen. Lo divertido se vuelve peligroso y hay que cuidar lo que se dice y lo que se hace porque sino se pudre, y con todo.
En el rock, la solemne tradición local históricamente dificulta las expresiones humorísticas como forma de catarsis social y vital, como forma de consumo y de recepción. Escuchar música para reírse. O criticar, observar y reflexionar sobre la realidad mediante la risa. Los Twist, Virus, Viuda e Hijas, IKV o los Auténticos Decadentes asoman por ese lado, pero siempre la ven de más lejos que los históricos, Charly, Luis o los hipermitologizados pelados de nuestro rock. Celebro cuando los artistas pueden transmitir ese talento, aunque no necesariamente tiene que ser por vía musical (Charly y Luis, los mejores ejemplos, cuyas entrevistas devoro). En esa niñez aparecen también las primeras canciones que identifico que suenan en todos lados: en cumples, kermeses, supermercados, autos: mi favorita es “Yo no soy tu prisionero”, de los Decadentes. Expresión de sentimientos simples, universales y alegres que el gran pop nacional me va mostrando, sin saber aun de nombres. Va por ahí.
Algunos años después el lenguaje del videoclip y el del rock llegan a mi vida de la mano del cable: Nirvana, Radiohead, tocar la guitarra, el mundial de videos de MuchMusic. Desde un especial “nacional” de este canal (primera ronda, octavos, cuartos, semis y final para que la audiencia vote un ganador) llega un video muy remoto, que tengo la impresión de haber visto muchas veces sin recordarlo, como todas las canciones y artistas que me gustan hoy en día, ya sean los Smiths, Babasónicos, Gilda, Stone Roses o Dillom.
El video muestra a un famoso superhéroe yanqui en Buenos Aires, muy venido a menos, derrotado, que un taxista levanta de la calle para ayudarlo y llevarlo al hospital. La mezcla de realidad y fantasía que sugieren los personajes disfrazados que se encuentra lo van alejando de su objetivo inicial, quizás altruista. Luego de sacarse una selfie con el símbolo imperialista, termina usurpando el rol del superhéroe, dejando a la versión anglo tirada en un volquete y manejando su taxi disfrazado de héroe anónimo, full industria nacional. “¡Capitán América, bien al sur!”
A mi hermano mayor le gusta mucho y lo que a él le gusta me llama la atención. En casa hay un disco que se llama ¿Para qué? que suena muy seguido, pero no es el que trae la canción. Algunos años después con él, con amigos de infancia, de barrio y vida, estando yo aun en el colegio, compartiremos una banda hermosa que nos permite crear una vía de escape a muchas cosas que no quería vivir mediante el humor, la deformidad, el rock y lo bizarro. Con ellos aprendí a tocar en lugares lejanos, nuevos. A cargar nuestros equipos, repartir flyers, manejar protoredes (MySpace es mi terreno de acción), querer conquistar el mundo.
Muchas veces antes de recitales y fiestas, o mismo en la plaza marplatense juntando unos mangos para el verano, cantábamos algunas canciones. Podían ser de Fantasmagoria o de los Cadillacs, de Molotov, de Lache o de los Deca, cualquier cosa, pero entre ellas esta canción (y su video), que siempre me recuerda a eso: estar con amigos cantando y divirtiéndonos, no ceder a la amargura. Pasan los años y voy descubriendo nuevas expresiones artísticas, cuya práctica me seduce con el mismo espíritu: poesía, pintura, bordado. Incluso luego de tocar y grabar en muchos otros proyectos de afectos más nuevos (algunos a quienes tkm: Dengue, Julián, Dani, Marina, Satur, etc), empiezo también a hacer mis canciones, a defenderlas en vivo. Más vuelvo a la canción y su video: el heroísmo imperfecto y bendito que hay detras de toda cotidianidad, ¡bien al sur!
Fradi nació en 1992, y se presenta como músico, escritor, artista plástico y gestor cultural. Desde 2007 hasta la actualidad colabora en enorme cantidad de proyectos musicales independientes, y publica su poesía de manera autogestiva. Escribe sobre música y literatura, y trabaja en la cooperativa cultural QI. Acaba de lanzar su primer album de estudio, Industria nacional, con producción de José Ocampo.