Las valientes mujeres que marcaron a fuego la democracia argentina, van partiendo. Su búsqueda de justicia siempre será un ejemplo para los que no nos resignamos.

En diciembre, en el velatorio de Ledda Barreiro, la cara visible de las Abuelas, me la señalaron y me dijeron, “es la última que queda en Mar del Plata”. Emilce Noemí Flores de Casado, que estuvo siempre acompañando las luchas del movimiento de derechos humanos. Con perfil bajo y la paciente persistencia que suele exhibir la gente de campo. 

Emilce tiene 87 años de una lucidez envidiable, y se acuerda de todo. “Nosotros éramos de Mechongué, trabajábamos en el campo. Junto con Casado, como le digo yo a mi marido, tuvimos tres hijos. Olga fue la primera que nació, en 1958, y en dos años seguidos llegaron los varones. Y para que ellos pudieran estudiar la secundaria, nos mudamos todos a Mar del Plata”.

En una mesita del living en el barrio Las Heras se ve la fotografía de una hermosa, sonriente y eternamente joven mujer. Unas flores frescas la acompañan. “Fuimos fundadores de este barrio. Ni bien llegué, empecé a trabajar en el pescado como envasadora y de a poco, fuimos construyendo la casa. Olga hizo la secundaria en el Colegio Jesús Obrero, luego estudió enfermería, y enseguida se puso a trabajar. A los dieciocho años se casó con Jorge López Uribe que le llevaba unos pocos años, él era estudiante de ingeniería y enseñaba matemática. Los chicos eran trabajadores, eran alegres. Olga era generosa y buena, le gustaba tejer. Siempre se estaba riendo, era una hija amorosa”.

“Yo no sabía que ella estaba en Montoneros, nunca me contaba. Quizás se hizo peronista una vez que fuimos a un acto en Mechongué con mis tíos, que habían trabajado en la construcción de los hoteles de Chapadmalal. Olga tenía siete años, y llegó una muchedumbre cantando la marcha, y ella me dice: Esto sí que me gusta, mami”.

El relato entra en un clima distinto: “Al mes de estar casados, en agosto de 1976, los militares secuestran a Jorge y nunca supimos más nada. Para no ponernos en peligro a nosotros, porque varias veces vinieron a preguntar por ella y estábamos constantemente vigilados, Olga se fue a La Plata. Primero estuvo parando en una pensión y luego convivió con dos hermanos de Rawson que también eran militantes, José y Juan Cugura. Olga cuidaba los hijos del mayor, que estaba con su familia, y el menor de ellos formó pareja con Olga. Viajé a verla un par de veces, y en el ´77 me mandó a llamar, y cuando fui no la encontré, yo creo que ya la habrían secuestrado. Nunca supe más nada. Seguramente querría contarme que estaba embarazada. Pero eso recién lo supe treinta años después”.

“Durante la dictadura me moví mucho por mi hija, presentando habeas corpus, viajando a Buenos Aires, participando primero en Familiares de Detenidos Desaparecidos, mucho después en Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora. Cuando volvió la democracia, nada, ni una noticia de Olga. Yo no podía aceptar que la hubieran matado, siempre supuse que estaba presa. Gracias al trabajo de los antropólogos forenses en 2015 encontramos los restos de mi hija en el cementerio de La Plata. Supe que su cuerpo había aparecido en Punta Indio y que la enterraron como NN. En la autopsia salió que recibió seis balazos, al mes de haber parido. Fue durísimo, hasta el día de hoy me despierto durante la noche y si no tomara pastillas no podría dormir. Yo no puedo creer que no tenga a mi hija conmigo, ella ahora tendría sesenta y seis años. Que nunca le pase algo así a nadie, por favor”.

“Mi esposo nunca participó, nunca quiso hablar sobre su hija, fue como si se hubiera vuelto mudo. Yo le contaba todo lo que hacía, pero él siempre metido para adentro. Ahora tiene 92 años y está ciego. Pero mis dos hijos siempre me acompañaron”.

No puedo evitar pensar en el dibujo de los monitos, esos que se tapan los ojos, la boca y los oídos. La sociedad que niega, los familiares que no pueden soportar la barbarie. Pienso en que vivir cuesta vida y en que nadie puede decir cómo se hace para sobrevivir con tanta ausencia de risa de la única hija mujer, ni siquiera los propios sobrevivientes.

Las trazas del pasado siempre llegan aunque se demoren, nos sacuden e irremediablemente nos marcan el futuro. Hubo jóvenes que buscaron a otros jóvenes, lazos intrageneracionales pugnando por emerger.

“Todo fue gracias a mis nietas por parte de mis hijos, quienes en 2007 colaboraban con las Abuelas. ¿Y si la tía hubiera estado embarazada? ¿Por qué no registrás tu ADN en el banco genético?, me decían. Toda la familia se hizo los análisis. Y a los pocos meses, me avisan que tenía una nieta que vivía en Santiago del Estero, que había sido apropiada por un represor que había estado en inteligencia militar. Ni siquiera lo había imaginado. Yo sentí que esa aparición era como la continuidad de la vida de Olga, como un mensaje. Y enseguida me sumé a Abuelas, sentí que ahí debía estar, luchando para recuperar a los demás nietos que faltan”.

Gracias a la intervención de la justicia, Emilce recuperó a Silvia Alejandra. Pero nunca fue fácil la vida para esta inclaudicable mujer. Porque la desapropiación no es una operación sencilla. Inicialmente, la joven se había negado a hacerse los análisis porque estaba atrapada en una red de engaños y ocultamientos. Y el establecimiento del vínculo se fue dando muy de a poco.

“La relación con mi nieta fue difícil. Ella es bastante callada. Hemos viajado a verla a Santiago todos los años durante un buen tiempo, pero ella nunca quiso venir a Mar del Plata. Y ahora ya no podemos viajar por razones de salud. Hablamos por teléfono cada tanto, para los cumpleaños. Es veterinaria y tiene una hija de doce años, mi única bisnieta, y me ha dicho que aún no le ha contado la historia de su abuela Olga”, cuenta Emilce.

Las historias con finales felices quedaron en nuestras infancias. Y aunque Emilce haya podido recuperar a su nieta, la muerte es irreparable y lo que de ella se deriva entra en zona de turbulencias. Reparar y sanar no son meros deseos. Se entraman en significados colectivos, y estos se van transformando al son de los humores de una sociedad compleja y contradictoria como la nuestra. Reparar y sanar devienen en prácticas sociales y en vínculos que se entrelazan dificultosamente, hacia atrás y hacia adelante. Ojalá algún día Silvia Alejandra pueda contar toda su historia como lo hace su abuela Emilce.