Es una de las actrices más asombrosas de su generación. A los 42 años, Julieta Carrera, la intérprete que comenzó su formación en Mar del Plata antes de mudarse a Buenos Aires, se transformó en una actriz versátil y de una intensidad arrolladora. Es capaz de lucirse en un registro dramático como en Edipo en Ezeiza, de Pompeyo Audivert, como de habitar el humor y el delirio en Othelo, la aclamada versión de Gabriel Chamé Buendía. Julieta se formó en clown con Toto Castiñeira, Cristina Moreira y Claudio Martínez Bell, en teatro con Audivert y forjó una presencia escénica fuertísima. Su parada en el escenario, su voz grave y profunda, la expresividad de su rostro, la increíble ductilidad corporal y el afán de experimentar la convierten en una actriz singular. Potente y precisa, magnética.

Los domingos a las 20 en Moscú Teatro (Ramirez de Velasco 535, Villa Crespo), Carrera protagoniza No me muero, unipersonal que escribió, dirige y actúa. La pieza devino un suceso silencioso que circula de boca en boca y agota localidades cada semana. Durante poco menos de una hora, la creadora captura la atención con una propuesta tan profunda y metafísica como cómica y desfachatada, provocando risas, carcajadas, emoción y algunas lágrimas. En un espacio escénico con forma de cuadrilátero, con espectadores que la rodean y algunos ubicados en gradas en altura, la artista encarna a Sandra Díaz, una mujer que trabaja en una aseguradora de riesgo de trabajo. Nada remite a una oficina, el espacio está pelado y se va poblando con sus movimientos, sus palabras, la interacción con el público, el intento por hablar con la persona que llama sin establecer comunicación alguna porque siempre se corta, o porque tal vez no haya nadie del otro lado de la línea. Y se trate solo de su imaginación, de sus ganas de salir del encierro. 

Carrera es actriz y payasa. Imagen: Jorge Larrosa. 

Hastiada de un trabajo que no la satisface, se embarca en un recorrido mental y espacial cargado de preguntas (“¿Quién soy?”, “¿Qué estoy haciendo?”, “¿Por qué hago esto?”), de juegos teatrales cercanos al clown, de poemas que pronuncia y que tal vez respondan sus interrogantes, de situaciones que se corren del humor. Se lanza a transitar una estructura dramática fragmentada que salta de la comicidad a la profundidad, de conectar con el público y generar escenas disparatadas a recitar un poema de una hondura conmovedora, además de usar el espacio de manera sorprendente. Aprovecha esquinas, alturas, se sienta junto al público, sale de escena y sigue hablando sin ser vista. Sorprende cómo a pesar de todos los quiebres, el relato fluye, como si este viaje variopinto conformara un todo orgánico, como las muchas caras del personaje que impacta con su look ridículo. Un traje masculino con pantalones que no llegan al piso y dejan ver zapatos femeninos, camisa con corbata, saco, una peluca con flequillo parado -como la que usó alguna vez Antonio Gasalla-, maquillaje muy pronunciado.

 “Hace más de 10 años que quería hacer una obra de teatro sola pero no tenía en claro sobre qué. Pasó la pandemia y me puse a estudiar dramaturgia con Santiago Loza, Andrés Gallina y Fabián Díaz. Quería hacer algo sincero, para compartir, medio como una fiesta. No quería hacer un espectáculo de clown, no me los banco cuando solo están tirados al humor, creo que pierden profundidad. Lo interesante es cómo llegás a hacer reír, desde qué lugar, solo desde hacerte el gracioso no me interesa. Estoy en un momento en que no quiero hacer fuerzas, solo dejar que las cosas sucedan. No tengo la intención de hacer reír, si pasa, pasa. Siento que con este trabajo me puse en riesgo, no sabía qué iba a pasar”, cuenta en diálogo con Página/12. Y agrega: “Es una síntesis de lo que soy hoy, actriz y payasa. Se lo dedico a mis padres. A mi papá que le gusta la payasada y a mi mamá, que de chica me llevaba a la biblioteca de Mar de Plata a leer poesías. Hay algo de esa mezcla de cosas que apareció  intuitivamente en el espectáculo”.

-¿Cómo fue el proceso de creación?

-Quería hacer una obra sobre una oficinista, yo trabajé en un call center y empecé escribiendo muchas de las cosas que aparecen en la obra. De la insatisfacción que yo misma viví y del deseo de actuar, de lo que realmente me gusta hacer. Sumé poemas que me gustan mucho, sobre el mar, la muerte, la infancia, los sueños. Algunos son de autoras que me encantan como Olga Orozco, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y otros de autores que desconocía: Pedro Salinas y Vicenta Castro Cambón, “la cieguita de Morón”. Llegó un momento en que Fabian (Díaz) me dijo: “Basta, ya está. El texto lo tenés, ahora ponete a ensayar”. Llamé a Juli (Julieta Alvarez), mi asistente, le dije que quería que estuviera conmigo en escena, no quería estar completamente sola. Y ella está siempre presente, hacemos muchos efectos juntas con distintos elementos.

-¿Por qué elegiste una escena con cuatro frentes, un diseño poco habitual que supone una mayor dificultad al actuar?

-Me interesaba que el espacio tuviera una forma distinta, que puedas ver la obra desde distintos ángulos, romper un poco con esa tendencia tan frontal y establecida del actor enfrentado a un público. Quería crear algo más cercano a lo circular, como en el circo. ¿Qué pasa si tenés gente detrás? ¿Qué pasa con tu espalda? ¿Qué transmite? Además el público es parte de la obra y si no te metés, te perdés la fiesta, la joda. Es también una invitación a jugar un poco. Para mi el teatro es eso, un espacio para compartir y experimentar. Hay funciones muy cómicas, otras no tanto. Otras en las que la gente se emociona y llora a moco tendido. La verdad es que pensé que todo iba a cambiar con la pandemia, que el teatro iba a cambiar y volví a ver obras y sentí que no cambió nada. Quería actuar un poco al revés, necesité dar vuelta algo. Así que pregunté a los chicos de Moscú si podía modificar el espacio y me mandé.

-¿Cómo te resulta la experiencia de asumir tres roles: escribir, actuar y dirigir?

-Difícil porque soy super controladora, quiero estar en todo y no puedo. Me apoyo mucho en mi asistente, vamos ajustando función a función. Luciano Ledesma fue mi  coach actoral, Fabían Diaz supervisó la dramaturgia. No estuve sola y fue un trabajo largo: primero el texto, después poner el cuerpo y ensayar, retrasar los ensayos porque estaba llena de inseguridades. Decía: ¿A quién le va a interesar ésto? Y pasó que lo estoy disfrutando muchísimo y el público también. 

Docente de clown teatral, como llama a la técnica que enseña, Carrera apunta en su búsqueda con alumnxs y en sus creaciones propias a “investigar en algo más mínimo, más profundo”. “No me gustan mucho las obras que cuentan historias, me gusta poder captar instantes y dije: Bueno, tal vez pueda captar varios”, desliza. Más allá de los quiebres permanentes en la narrativa, asoma la posibilidad de concebir la pieza desde el deseo del personaje de conectar con el público, de simplemente salir a actuar e inventar una ficción para encontrar un sentido a su vida. Y las preguntas que el personaje hace sobre el trabajo son muy atinadas: sobre el carácter artesanal del oficio del actor y del artista en general, sobre el sentido de los gestos mínimos en escena. “Me gusta contar una historia que abra, que pueda ser la historia de muchos. Me interesa lo popular, que sea algo simple de entender. Hay algo de mi ser que está totalmente puesto en esta obra. En ese sentido la siento sincera”, agrega.