El imán fue el fragmento de un poema donde abrí “Música equivocada”, de Rosario Bléfari: “A la que mostraba la parte tenebrosa/ la echaban/ aunque sospecho que con menos alcanzaba”. En el autorretrato creí intuir una a procedencia de su poética: “Me escondo y aparezco de la nada por detrás de la nada. El tiempo no se quiere quedar quieto, quiere estar aquí y allá casi al mismo tiempo de tan rápido que oscila, de tan todo lo quiere. Pero no de inconformista sino de deseoso. Y lo mismo con el pensamiento, por eso escribir como afirmar grampas de escalar”.

Al día siguiente estaba buscando otro libro suyo. Y así los días subsiguientes. Porque suele ser verdad, si una escritura se apodera de uno es que está tocándote una cuerda, algo propio nunca antes percibido y que, sin embargo, estaba ahí, al acecho: es decir, el poema como llave del ser. En los 90 ella era la voz cantante del grupo “Suárez”, una irrupción en el indie. Bléfari a veces desafinaba, pero no importaba tanto como su manera de componer y decir entre la melancolía, el enojo y la ternura. Cantaba tanto el amor como el hastío, un cielo de mañana y una lluvia, un aburrimiento y el entusiasmo. Sus temas eran el acá nomás, lo que no vemos. También fue solista. Y esta parte creadora suya presenta un aura quizás más íntima. A Bléfari, está visto, no es fácil encasillarla. En su versatilidad hay un centro, la exploración de géneros diferentes como una chica que observa intrigada un reloj y lo desarma, pero luego, cuando intenta rearmarlo no puede. Y tampoco importa, porque en lo nuevo que arma los elementos constituyen otra cosa. En una de esas porque la naturaleza del tiempo de los relojes se le rehuye. Y se choca con la enfermedad, cercándola. Rilke sabía de qué se trataba ese sentimiento: “Pues la belleza no es nada /sino el principio de lo terrible”. Acabo de citar a Rilke y, me digo que la cita es una trampa, en más de una ocasión una pose cultorosa y otras, las más, intenta ser la prueba detectivesca para fundamentar tal o cual idea: no se encuentran las palabras para expresar lo propio y se apela a las palabras de otro. Tal vez, me digo, la mejor manera de arrimarse a la poética de Bléfari es un ejemplo, citarla en una canción: “Llorando en la bicicleta/ se va haciendo de noche/ los autos pasan muy cerca/ rozan mis piernas/ no veo el final de la calle/ no suena el timbre y parece que suena todo el tiempo, / ¿Alegría dónde estás?/ ¿ Cómo eras, cómo era sentirte ignorándote?/ Desconozco el barrio/ cruzo la avenida/ ¿ Adónde iba? Quiero ser como ellos/ unos miran y otros hacen/ unos hacen y otros miran”. Tal vez haya que explicar su impulso de escritura en una anotación de sus diarios: “Escribir algo que de pronto se tope con un párrafo y que debo incorporar y rodear”. Es decir, una escritura que se encuentre consigo misma, que en ella misma, a medida que avanza, se interna en búsqueda de su razón de ser, el encuentro de su sentido. Pero, es así, pregunto, o se trata de una interpretación ajena al texto.

Su poesía tiende a apuntar revelaciones bruscas sobre tal o cual circunstancia, trátese de una impresión de atmósfera o de una emoción en tránsito y también, como a su pesar, la negación a aceptar pequeñas debacles y la revelación contra la chatura existencial y, por qué no, un procurar revertirla, hacer belleza ahí donde no se la piensa o pasa por alto. Es en este punto, en el despejar lo nublado, conviven una percepción que puede ser infantil o naive pero también la perspectiva desencantada, por qué no, de quien mira de frente el dolor.

Vuelvo en este apunte sobre la compulsión magnética que me causaron sus libros, unos tras otros, a veces subrayándolos, otras transcribiendo fragmentos, como si al copiar, escribir su escritura, fuera posible acceder a un secreto. Entonces me lancé sobre sus diarios. Allí, una forma otra de confesión. Bléfari registra con minucia aquello que hace, aquello que le pasa y también lo que puede llamar su atención, digamos, un vuelo rasante sobre la realidad que podría definirla. Formas que pueden ser lecciones de vida donde impera un tono calmo cuya sencillez anhela espiar otro lado. Así su atención puede centrarse en los gestos y los objetos de lo trivial: la elección de un par de zapatillas que combinan con un vestido, unos brócolis para acompañar un arroz, una tarjeta Sube y un viaje en colectivo, y hasta el escribir puede ser parte de ese absoluto que nos pasa desapercibido y es tan vida como la manía de escribirlo todo. El diario surge entonces como dispositivo de urgencia mediante una lente obsesiva, impasible y paranoica sobre la mismidad. Entonces uno se pregunta si no reside en este mecanismo un anzuelo que supera el encapsulamiento de literatura del yo: a Bléfari las etiquetas no le van. En todo caso, este cavar en su interioridad traduce una búsqueda de sentido que, en su zigzagueo, no se hace la distraída al registrar en el diario: “Por favor, continuemos con el día de hoy, el verdadero. Angustia, tristeza, angustia./ Desolación. Sí, puede ser. / Fundamental, examen de conciencia. / Caminar y tomar el colectivo./ Irse siempre, llegar a irse.” Hay un nudo en esta pormenorización de exigencias. Y se llama cáncer. Bléfari, ni autocompasiva ni extorsionadora hacia quien la lea, aparta la especulación con la enfermedad, una parte más de todas las cosas que le preocupan y, en este punto, el dinero se impone como tensión recurrente: cobrar una actuación, contar cuánto gastó en el chino, cambiar unos pocos dólares, lo que habrá de pagar de alquiler, el sin fin de desventuras y apremios que aquejan a quienes consideran su arte como fe sin importar el riesgo. Una apostilla: no recuerdo diarios de escritores y pintores en los que el dinero no sea todo un tema, el tema.

En el tramo final de su enfermedad Bléfari, invoca la presencia de Olga Orozco, se recluye en la casa paterna en La Pampa y aquí desborda en raptos creativos, un relampagueo desaforadamente feliz a través de una multiplicidad de géneros y actividades que comprenden el collage, la pintura, la poesía, la composición, todas expresiones elaboradas como si fueran autónomas, pasando, por ejemplo, de un poema a una canción. En simultaneidad inicia una averiguación sobre sus orígenes ranqueles. No se tratan sus variaciones de caprichos sino de probar diferentes canales existenciales. Porque el arte, en su credo, es experimentación pura.

El “Diario de la dispersión” concluye así: “Hoy vamos a encender el horno de barro y terminar de plantar las flores que faltan. Por la tarde mis primos me traen el súper bombo. En este momento entra el sol en la casa y promete un día más. ¡Vamos por un dia más!”

Bléfari murió en el 2020 a los cincuenta y cuatro.