Cuando en 1899 Roberto J. Payró recorrió Catamarca, dio con la historia de tres ingleses que habían arribado con las invasiones y, tras la derrota, acabaron confinados en la provincia norteña. Su crónica, En tierras de Inti, refiere el acriollamiento de uno de ellos por amor. Pero en ese viaje también descubrió un hito olvidado de la historia colonial: la etapa final de la insurgencia calchaquí acaudillada por un personaje -un impostor inverosímil- al que dio carnadura en su libro El falso inca. Lo que no vislumbró es que ambas historias estaban entrelazadas.

Junto a la del pueblo mapuche, la de los calchaquíes fue la mayor resistencia a la dominación que encontraron los españoles en América. Había pasado un siglo desde el asesinato de Juan Calchaquí y poco más de una década del descuartizamiento del cacique Chelemín, líderes de la revuelta, cuando apareció en los valles un andaluz aindiado que se proclamó Inca y dio nueva vida a las guerras indígenas. Su nombre: Pedro Chamijo.

Buen mozo y dotado de una verba fácil, propia del siglo de oro, tenía 18 años cuando arribó a Perú en 1620. Dado a la juerga, conformó un personaje digno de la picaresca; perseguido por “embustero, charlatán, entregado a todo género de vicios”, tras algunas estafas se refugió entre los indios. Con ellos aprendió un quechua rudimentario y se anotició de la leyenda del Paititi -país imaginario con infinitas riquezas- que circulaba mezclada con el potente recuerdo del Inca, cuyo retorno redentor ansiaban los nativos.

Hacia 1630 consiguió que el virrey le financie una expedición en busca de aquel territorio mítico ubicado en la selva. Hizo dos intentos, naturalmente fracasados, de los que volvió vestido de Inca al frente de un ejército indígena. Incrédulo, el virrey lo mandó a engrillar y lo deportó a Lima. Poco le costó escapar del presidio y se marchó a Potosí. Allí convenció a un fraile de apellido Bohorquez de que era su sobrino. Como el impostor borgiano, obviando la inverosimilitud del caso, el anciano, que ni siquiera sabía la existencia de un sobrino, echó a llorar y no tardó en confiarle fortuna y apellido.

Pedro huyó, dilapidó el dinero, casó con una criolla acaudalada a la que estafó, e insistió con una nueva expedición. Obtuvo fondos del virrey, pero a mitad de camino se detuvo, fundó el pueblo de La Sal -que, según Payró, “pasó a la historia como una simple errata de imprenta”- y otra vez huyó. Apresado, fue enviado al presidio de Valdivia. Allí, ante el levantamiento general de los araucanos de 1655 se ganó la confianza de las autoridades al fabricar unos ineficaces cañones con troncos ahuecados. Acabó, como siempre, escapando. Cruzó los Andes y llegó al Tucumán.

Amancebado con una mujer mapuche, que era machi, Bohorquez se estableció en Pomán, por entonces llamada Londres. Embaucador profesional, no tardó en meterse en el bolsillo a todos. “Era capaz de hablar durante horas sin mostrar cansancio ni perder el gracejo”. Pero dio un paso más: comenzó a hacer circular el rumor de que era el Inca futuro. Ser reconocido como tal era la estrategia para que los caciques le revelaran el secreto de las minas de oro que habían ocultado a los españoles. Solo siendo Inca podría acceder a ello. Y para serlo, no debía parecerlo: bastaba con probarlo encabezando una rebelión.

Para ganar tiempo le vendió el mismo cuento a los españoles y a los jesuitas. Sin hacerse demasiadas preguntas todos aceptaron la impostura seducidos por las oportunidades que le abría la situación, y lo regalaron con creces. Lector del alma humana, portador de ese don que la palabra carisma trata de designar, Bohorquez conseguía fascinar primero y convencer después. La suya, ejercitada hasta el hartazgo, era una versión antedatada del cuento del tío: se trataba de una historia improbable que capturaba la atención y despertaba una codicia que vencía toda reserva.

La rebeldía de los calchaquíes volvía inocuas las labores de los misioneros, que no conseguían convertirlos, y las ciudades fundadas por españoles habían sido invariablemente arrasadas. Hábil lector de situaciones, Pedro comenzó su labor política buscando operar sobre las debilidades de los actores para atraérselos. Supo que el obispo y el gobernador de Tucumán estaban enfrentados y decidió sacar partido de ello. Se entregó al juego triangular en el que misioneros frustrados, indios rebeldes y españoles desarmados despejarían el camino a sus ambiciones. Él solo iba por el oro.

Como no dominaba bien el quechua ni mucho menos el kakán, Pedro se valía de un intérprete: signo de distancia con la plebe, lo volvía inaccesible y le dotaba de aura y la compañía de su mujer mapuche le confería el exotismo necesario para hacer rendir y aceptar el embuste. Al hablar a través de terceros se proponía como figura sagrada, haciendo que su diferencia -su aspecto extraño, de piel morena y acento andaluz- lo volvieran plausible. “Creo en Él porque es absurdo”, decían los primeros cristianos. “Vino con aspecto de español para que los españoles no lo mataran”, decían los indios, que tras muchas cavilaciones decidieron creer en él como Hijo de Sol, que encarnaba el anhelo de liberación. Chamijo o Bohorquez, al que los indios llamaban Titaquin -“jefe”, en kakán- llegó a adquirir el nombre Huallpa, para cifrar su ascendencia en Atahualpa.

Pero llegó un momento insostenible: debía iniciar la guerra. Marchó a Tucumán animando éxodos y fortificando poblaciones, llamando a parlamentos, soliviantando las parcialidades. Calchaquíes, pulares, diaguitas, recuperarían bajo su mando el territorio. Su mujer hizo correr la voz de que lo protegía un “familiar”, mito demoníaco muy arraigado en la región. Para aventar la suspicacia de los jesuitas se les presentó vestido con ropas indígenas, se prosternó, y les aseguró que los indios le revelarían las minas y los haría partícipes de sus dividendos si lo ayudaban a consolidarse como Inca y neutralizaban al gobernador. A cambio les ofrecía la conversión masiva al cristianismo, todo bajo el más absoluto sigilo. Así fue como consiguió el dominio de los valles. Pero le faltaba Tucumán. Hubo resistencia, hubo planes de guerra defensiva, intentos de asesinato por parte de los españoles. Pero la simiente de la ambición había echado raíces. Si los indios le revelaban al Inca la ubicación de las minas de oro todos ganaban.

Citó al gobernador y al obispo en Pomán, ciudad fortificada donde había erigido una especie de harén con las hijas de los caciques: transformadas en sus “esposas” afianzaba vínculos con las parcialidades. Fue la apoteosis. Recibido con banquetes, recitales de poesía, misas cantadas, juegos artificiales, Pedro ordenó a sus caciques cortarse la cabellera: no pocas rebeliones se habían desatado cuando los españoles tonsuraban las coletas, signo de orgullo indígena. Todos obedecieron. Fue nombrado Capitán y reconocido como Inca.

Dice Teresa Piossek, que en los convulsos años sesenta reconstruyó su historia: “los españoles comentaban que alguien tan encantador no podía ser tan malo como decían. Los indios opinaban que un hombre que dominaba de tal manera tanto a ellos como a los españoles era sin duda un soberano. Después de escucharlo resultaba insensato oponerse”. Pero la farsa iba cayendo; la realidad lo contrariaba, nadie veía satisfacer sus ansias y las evasivas no rendían. Tenía por entonces 20 mil vasallos, entre ellos, 3500 de armas tomar. Los indios querían guerra. Era el momento.

El cacique Luis Enríquez, su lugarteniente, era un guerrero notable; mestizo, había luchado con los españoles en las guerras pasadas y ahora encabezaba con mano férrea a los hualfines que instaban al combate. La suerte estaba echada. Pedro convocó un ritual en el que bajo los efectos de drogas alucinógenas llamó a quemar la Rioja, se sangró con una daga sobre las flechas y las repartió entre los caciques. Pero mientras preparaba el malón general pedía en secreto un indulto a los españoles.

Las misiones fueron arrasadas y avanzaron sobre el refugio del gobernador y el obispo. Desatada la batalla final, sitiados los españoles, explotó una santa bárbara, lo que fue leído por Pedro como el momento crucial. Creyéndolos ya sin pólvora ordenó una carga final. Sin embargo habían recibido un providencial cargamento de munición que decidió la guerra. La desbandada total. Aterrado, Pedro escapó, ya bajo la amenaza de los propios calchaquíes que no toleraban su defección. Sin embargo, decidió huir hacia adelante: atacó San Miguel de Tucumán a la cabeza de un centenar de indios fieles. Iba ganando la batalla cuando fue derribado de su caballo y con la situación casi resuelta a su favor, se negó a continuar la lucha. Traicionados, sus últimos aliados desertaron. Solo Enríquez alzó su lanza, los calchaquíes seguirían la guerra bajo su mando.

Escondido, Pedro aguardó el indulto pero acabó encarcelado, sus bienes fueron confiscados, y, trasladado a Lima, estuvo preso ocho años. Fue ajusticiado por el garrote vil el 3 de enero de 1667. Héroe de los alzados, como en el cuento de Borges, será también su traidor. Pero aunque la revuelta fracasó, fue el último intento por resistir la opresión imperial. Todos perdieron. Salvo la memoria heroica de ese pueblo, que lo sobrevive.

En 1664 Villacorta acabó con la resistencia calchaquí encabezada por Enriquez, invadió Quilmes y extrañó con la deliberada intención de “desnaturalizarlos” a unos 1400 indígenas que fueron conducidas a la actual ciudad que les debe su nombre. Fue el mayor genocidio cometido en el territorio. No quedó ningún calchaquí. Antes de un siglo no había nadie que se identificara con su nombre.

Los invasores ingleses narrados por Payró habían desembarcado en Quilmes, donde vieron sumidos en la miseria a los restos de la población indígena extrañada allí un siglo y medio antes. Ignoraban que eran el recuerdo atávico de aquella soberbia nación que había resistido con honor otra invasión imperial, que, como la suya, acabaría derrotada.