El evento noticiable diría solamente que Graciela Gaspar, artesana tejedora nacida en Cieneguillas, puna jujeña, y afincada por temporadas en la vallista localidad salteña de Amblayo, fue elegida para entregar en Roma una ruana de construcción colectiva al Papa Francisco. Sin embargo, esto es solo apenas el final de una historia de vida que se escribe entre ovillos, telares, silencios y aprendizajes milenarios.

“La idea era armar piezas de 30 centímetros y que sean lo más representativos de nuestra región, de nuestro lugar de origen. Solo me habían dicho que era para una persona especial, nada más, acepté la propuesta y lo hice”, comenta Graciela desde el Mercado Artesanal de la ciudad de Salta, donde cubre el turno de venta de la asociación que representa.

“Cuando me avisaron que la ruana era para el Papa Francisco fue una mezcla de sensaciones”, dice, mirando serena un punto fijo, con el recuerdo de aquel momento. “Por un lado, es una persona importante, una persona que representa a Argentina, y yo si bien no soy practicante, admiro mucho a los peregrinos, tengo mi forma de pensar la religión, y estando ahí se ve muy fuerte el poder de la Iglesia, se me cruzaron muchas cosas”.

Con una técnica cuatro pedales, fibra de llama como materia prima y los colores naturales de la llama y tinte natural de quinchamal y cochinilla, esta fue la pieza confeccionada por Graciela para formar parte de colagge de retazos que representaban, desde el tejido, la idiosincracia y cosmovisión de 36 pueblos diferentes.

Tejido de Graciela Gaspar para la ruana (Imagen: gentileza Mariana Leder Kremer). 

Entre Cieneguillas y La Quiaca

Graciela vuelve el tiempo atrás y retrotrae su recuerdo al lugar originario donde todo comenzó: Cieneguillas, localidad de la puna jujeña a 324 kilómetros de San Salvador de Jujuy y apenas a 5 de la frontera con Bolivia. “Yo tejo más o menos desde los 10 años. Mi abuela era tejedora, mi mamá es tejedora, y ella fue quien nos crió sola, y el tejido y su venta era nuestra fuente de ingreso. Todos los hermanos colaborábamos de una u otra manera en los tejidos. Así que desde chiquita empecé a hilar y me iba ganando unos pesitos que me daba mi madre Felisa, ‘la Feli’”.

Si bien su madre fue la precursora en trasladarle la práctica del tejido, una experiencia de la escuela primaria de Cieneguillas fue reveladora: “una de las materias que teníamos era tejido, y había venido de reemplazo una maestra a la que le llevábamos los tejidos. Había comenzado una frazada y como no lograba terminarla en la escuela, porque era solo una hora, iba a tejer a la casa de la maestra”.

Entre tejidos, silencios, charlas y creatividad en la inmensidad de la Puna “la maestra me servía una chocolatada, algo que nunca tomaba en mi casa, y eso para mi era un manjar. La maestra me decía hija, me hacía tejer una hora, después me mandaba a jugar y después me llamaba y seguimos tejiendo. Tengo un recuerdo muy fuerte de esos tejidos en ese momento pleno con mi chocolatada, algo tan simple. Mi mamá era amorosa, me acompañaba en todo, pero a esa maestra le tengo un amor especial, era la señorita Lucía, que cada tanto la cruzo en La Quiaca. Le conté que soy tejedora, y ella siempre me abraza”.

Graciela junto a su madre Felisa en Cieneguillas.

La Quiaca también fue el lugar donde Graciela cursó sus estudios secundarios, donde, una vez finalizados, tomó la decisión de trasladarse a la capital salteña para comenzar la carrera de nutrición en la Universidad Nacional de Salta (UNSa). “Me voy a estudiar a la Universidad, iba cada verano a Cieneguillas donde tejía y traía para vender. Con eso pagaba el alquiler y me mantenía, y más allá de eso, en el desarraigo, los tejidos me mantenían unida a mi tierra, a mi identidad y toda esa cultura con la que uno llega de su lugar”.

Los días de Graciela en la UNSa fueron de mucho aprendizaje en una carrera que eligió para completar la sabiduría a través de los alimentos y el bienestar en general. Sin embargo, lo humano costaba,. “No podía conectar mucho con mis compañeros, conectaba desde el estudio, pero no desde otros planos; no podía hablar de películas porque nunca había visto, música había escuchado pero no era la misma que escuchamos en mi lugar, se notaba la diferencia en los pensamientos que teníamos al venir de un pueblo a una ciudad, yo tenía una vivencia totalmente diferente”.

La necesidad de obtener mayores ingresos hizo que Graciela, aprovechando su ductilidad para las ventas, comenzara a vender ollas para una empresa multinacional. “Enseñaba cocina saludable también y comenzó a irme muy bien, ascendí a ser gerente regional para Salta y Jujuy. Iba a conocer la fábrica, hacía capacitaciones, viajaba. Y en uno de esos viajes me toca ir a Buenos Aires, ya en otro nivel, y mientras subía el ascensor de un hotel me miro en el espejo y digo “¿qué hago vendiendo ollas? esto no es lo mío”.

Graciela Gaspar en Cieneguillas (Imagen Gentileza Pablo Vas).

Con esa revelación Gaspar vuelve fuertemente sobre lo suyo haciendo un giro de 180 grados en su quehacer cotidiano.“Regreso de Buenos Aires, comento todo lo que tenía que comentar a la región y renuncio. Todos se quedaron pensando que me había pasado algo feo, pero no, simplemente no quería seguir con esa actividad, y la intención era que todo lo que había aprendido, trasladarlo a la artesanía. Ni bien renuncié fui a hablar con mi madre para contarle la decisión”.

Tejiendo en comunidad

Aquellos cambios en la vida de Graciela Gaspar fortalecieron aun más la organización cooperativa de tejedoras denominada Kippus, que “es el nombre de nudos tejidos que nuestros abuelos usaban como medio de contabilización. Era algo fundamental de su cotidiano”, comenta la artesana sobre esta cooperativa ya consolidada hace más de 20 años y otros 15 años con marca registrada.

Poco a poco el proyecto colectivo Kippus comenzó a consolidarse, “de a poco nos fuimos comprando telar, herramientas y así empezamos, como un emprendimiento familiar al que después se sumaron otras mujeres como Olga, María, siempre las puertas estuvieron abiertas”.

Graciela y Rodrigo, su compañero, en el Mercado Artesanal de Salta

La pandemia los afectó fuertemente como a todo el conjunto de la sociedad, sin embargo, y gracias a la potencia que las caracteriza, se replegaron en Cieneguillas, en el campo. "Nos pudimos como enraizar, quedarnos quietos, valorar esa tranquilidad que en algún momento la estábamos perdiendo. Así que fue difícil la pandemia con respecto a la salud, pero nosotros nos impulsamos mucho como equipo”, remarca Graciela y explica que en ese tiempo pudieron tomar cursos y capacitaciones online para mejorar las estrategias y comercialización de Kippus.

Entre la Puna y los valles

Uno de los puntales de vida de Graciela es su compañero Rodrigo Cuevas, oriundo de la vallista localidad salteña de Amblayo, donde aunque con idiosincrasia y costumbres aparentemente diferentes, encontraron similitudes que los hermanan entre pueblos más allá del vínculo personal.

Con Rodrigo nos relacionamos porque los dos tenemos una manera de impactar socialmente en nuestros pueblos. Él es secretario de un centro vecinal que trabaja colectivamente más relacionado a la producción, al trabajo en el campo y a los quesos familiares. Lograron tener paneles solares y con ello el acceso a internet en diferentes lugares del campo. Todo lo lograron gracias a la organización”.

En la familia de Rodrigo madre y tía también son tejedoras y aún permanece el recuerdo latente de cómo los hombres practicaban el oficio, algo que se fue perdiendo y que intentan traer nuevamente al presente. “Empezamos a charlar, hacer memoria y el sentimiento hacia los tejidos eran similares entonces como que empezamos a dar impulso a todo aquello que está en la memoria colectiva”, comenta Cuevas tomando la palabra.

En Cieneguillas junto al artista Walpaq y un mural construido comunitariamente. 

Rodrigo continúa la conversación hilvanando historias y relatos que describen la conjunción que es de dos personas que representan dos pueblos ancestrales. “Fueron años muy dinámicos, muy lindos. Particularmente, yo siempre he estado en lo social, en lo colectivo y siempre deseé que mi compañera sienta eso mismo, que esté en lo comunitario, y que tenga conexión con el campo sobre todo. Encontrar eso fue algo muy emocionante”.

Somos de dos regiones geográficamente totalmente distintas pero con muchas cosas en común, cada cual con su idiosincrasia. Yo soy agricultor, siembro diversa producción y hace 20 años que soy dirigente en Amblayo, donde hemos trabajado mucho para el mejoramiento de la comunidad, desde las necesidades básicas como agua y luz, hasta ahora que tenemos Internet”.

La pareja de productores recorre diversas ferias y espacios donde pueden vender su producción. "Hemos participado en muchos espacios, y cuando salimos a feriar vamos con tejidos, quesos, papas andinas, maíz, habas”, resalta Rodrigo con orgullo de que su producción netamente familiar pueda ser fuente de sustento.

Graciela, con tejedoras en Amblayo. 

Aquellos lazos que fueron tejiendo comunitariamente en sus lugares de origen y que luego enlazaron en los pasos que caminaron juntos, fueron considerados fundamentales como el bagaje por el cual Graciela fue elegida para entregarle la ruana colectiva al Papa Francisco, en un viaje que constó de tres días con actividades de disertación, debate y resoluciones para el bien común con diferentes referentes en diversas disciplinas a nivel mundial, incluyendo también una visita privada a la Capilla Sixtina. Fueron sensaciones encontradas, ahí veía muy fuerte el poder de la Iglesia y me cruzaron muchas cosas por la cabeza”, reflexiona la tejedora puneña.

Sin embargo, Graciela reconoce que son muchos los gestos y dichos de Francisco que la interpelan, “él habla de lo colectivo, de las redes, que nadie se salva solo y que necesitamos trabajar en conjunto, entonces la ruana que armamos de alguna forma era la síntesis de ello, que además quedó bellísima”.

Una de las caras de la ruana obsequiada al Papa (Imagen: gentileza Karin Idelson y Guido LImardo). 

Gaspar había soñado días atrás que iba a tener un viaje importante, algo que le comentó a su amiga Roxana Amarilla, coordinadora del Mercado Nacional de Artesanías Tradicionales e Innovadoras Argentinas (MATRIA), y quien fue la encargada semanas después de darle la noticia que de alguna manera había presentido Graciela.

“Nosotros, las comunidades indígenas, estamos muy atentos a nuestros sueños. Eso quiere decir que hay una sensibilidad, que aún la tenemos y lo tenemos que valorar, una sensibilidad que todas las personas tienen seguramente, pero que a medida que las personas trabajan más y más y están más ocupadas en lo económico, esa sensibilidad se va perdiendo”.

La noticia entonces parecía ser Francisco, la ruana comunitaria y el viaje a Roma de una tejedora oriunda de Cieneguillas, cuando en verdad resulta mucho más que aquello. Es que inclusive hoy con la constante estigmatización y hostigamiento que reciben los pueblos originarios, ellos, de manera silenciosa pero en un camino firme y constante, se unen, entrelazan, capacitan, fortalecen y su potencia resulta un faro incandescente en tiempos de oscuridad y desesperanza.