“Recuérdame, murmura el polvo / y lo dispersa el viento”. A pesar de su brevedad, este haiku que iluminaba uno de los mejores momentos de Dueto, su última película, hecha en colaboración con su amigo Rafael Ferro, dice mucho de su autor, Edgardo Cozarinsky, fallecido este domingo a los 85 años en Buenos Aires, una ciudad de la que nunca se desprendió, a pesar de sus largos años de residencia en París.
Ya fuera como escritor, cineasta, ensayista o dramaturgo, los motivos “mayores”, las grandes causas, las mayúsculas en general, siempre fueron motivo de desconfianza para Cozarinsky, que prefería en cambio la conciencia de la fugacidad de la vida y -como aprendió de Borges- la discreta pasión por “el pudor de la historia”, cuyas fechas esenciales pueden ser durante largo tiempo secretas.
El cine argentino, por ejemplo, no hubiera sido el mismo sin su aporte único, distintivo, inconfundible, pero que comenzó –y muchas veces prosiguió- de manera casi oculta, con un largometraje “underground” (como lo definía la prensa de la época) que ni siquiera tenía un título que pudiera leerse en un texto, a tal punto de que debía aclararse que “…” era Puntos suspensivos.
Corría el año 1971, la película apareció en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes junto a obras de Robert Bresson, Nagisa Oshima y Werner Herzog -nada menos- y aquí ni siquiera se había sabido de su rodaje, realizado al margen del Instituto Nacional de Cine y sin rendirle cuentas a la censura, por entonces encarnada por el medieval Ente de Calificación.
Para él mismo, que había sido hasta entonces un lúcido crítico cinematográfico (fundó junto a Alberto Tabbia la legendaria revista Flashback, publicó en la editorial Sur el ensayo esencial Borges y el cine), Puntos suspensivos fue durante mucho tiempo una película cuya visión le resultaba, en sus propias palabras, “insoportable”. Pero con el tiempo comprendió que esos fantasmas funestos que habitan el film –militares, sacerdotes de extrema derecha, grandes burgueses- no eran tanto los de la Revolución Argentina de Onganía y de Lanusse (con la que coincidió el rodaje) como aquellos que vendrían con una dictadura posterior.
Cozarinsky no se quedó “Esperando a los bárbaros”, como reza -citando el poema del griego Cavafis- el subtítulo de Puntos suspensivos, que quizás aludía también al peronismo, con el que nunca simpatizó, por decir lo menos. En 1974 se radicó en París y desarrolló desde allí buena parte de su obra cinematográfica, que puso en pausa su magnífica obra literaria (ver nota aparte), iniciada con un temprano ensayo sobre Henry James, y que recién retomaría con sus regresos periódicos y cada vez más prolongados a Buenos Aires.
En Francia, Cozarinsky primero llamó la atención con Les Apprentis-sorciers (1976), pero sobre todo con un film extraordinario en muchos sentidos, La guerra de un solo hombre (1981). Basado en los Diarios parisinos del autor alemán Ernst Jünger, la película daba cuenta de la supuesta normalidad de la vida cotidiana durante la Ocupación nazi. “Después de todo, no era muy diferente de la normalidad de la vida argentina bajo el Proceso”, elaboraría después Cozarinsky, para quien “la palabra era la de Jünger, pero el punto de vista desde el cual esa palabra era montada y puesta en relación con otros discursos era un punto de vista que no podía ser ni francés ni alemán: era el punto de vista de un argentino. Y creo que en el fondo, La guerra de un solo hombre es una película muy argentina”.
Con ese film nace un concepto que guiará de ahí en más todo su cine: “poner en conversación” en lugar de poner en escena. Así como el material de archivo -las imágenes- comentaban, afirmaban y eventualmente también contradecían el texto de Jünger, toda la obra posterior de Cozarinsky -de una erudición exquisita pero siempre sobria, nunca declamada- trabajó esta idea de alquimia, de poner en relación unos materiales con otros para encontrar nuevos sentidos, significados ocultos.
Ese diálogo de elementos muchas veces heterogéneos es parte constitutiva de BoulevardS du crépuscule (1992), Scarlatti à Séville (1994), Citizen Langlois (1994), La barraca: Lorca sur les chemins de l'Espagne (1995) y muy especialmente de Le Violon de Rothschild (1996), uno de sus films más ambiciosos y también más logrados, donde Cozarinsky pone en conversación la ópera inacabada epónima de Benjamin Fleischmann con la vida y obra de Dmitri Shostakóvich, la Gran Guerra Patriótica de los rusos contra el enemigo nazi y el antisemitismo que caracterizó a las purgas de Stalin.
De regreso a Buenos Aires, con estancias cada vez más extensas, se benefició su literatura, cada vez más prolífica, pero también su cine, que incluyó títulos como Ronda nocturna (2005), Apuntes para una biografía imaginaria (2010), Nocturnos (2011) y particularmente las magníficas Carta a un padre (2013), estrenada en el Cinéma du réel del Pompidou, y Médium (2020), lanzada en el Forum del Cine Joven de la Berlinale, a pesar de que por entonces Cozarinsky ya había pasado los 80 años.
Suerte de novela familiar, un poco como la que ya había desarrollado en Pour Memoire - Les Klarsfeld, une famille dans l’Histoire (1985), Carta a un padre tiene un marcado tono lírico, no sólo por esos poemas que se “cuelan” misteriosamente en los recuerdos y en la investigación de Cozarinsky (de Georges Perec, J. R. Wilcock y Arseni Tarkovski, el padre de Andrei) sino por los melancólicos paisajes y atardeceres de Entre Ríos, de donde provenían sus mayores, auténticos "gauchos judíos". Las tumbas de aquellos primeros colonos, con las inscripciones de las lápidas que van siendo borradas por el inclemente viento del tiempo, le confieren al film un cierto carácter elegíaco.
Ese carácter crepuscular retornaría en Médium, un retrato en toda la regla de la pianista y compositora Margarita Fernández, figura clave de todas las vanguardias porteñas desde los años ’60 hasta hoy mismo. Pero se diría que detrás de esa sencillez y sensibilidad con la que el director retrataba a su personaje, de alguna manera también estaba poniendo -incluso sin proponérselo- la mirada sobre sí mismo, como si el film le devolviera un poco su propia imagen. Como Margarita Fernández, Cozarinsky también era un médium capaz de conectar distintas culturas y generaciones, de tender puentes entre el pasado y el presente, para aventurarse, de manera siempre discreta, en una eterna terra incognita.