La escritura era su modo de respirar. Edgardo Cozarinsky escribía con la modesta certeza de que la apariencia cubre y encubre; por eso necesitaba romper las fachadas para buscar lo que estaba debajo. El pretérito avanza sobre la página y proyecta el dominio de la muerte sobre la vida. Como una ráfaga que intenta exorcizar la tristeza, emerge el “estribillo” del comienzo de su primera novela, El rufián moldavo: “Los cuentos no se inventan, se heredan -dice el viejo-. Es peligroso inventar cuentos. Si resultan buenos terminan por hacerse realidad, después de un tiempo se transmiten, y entonces ya no importa si fueron inventados, porque siempre habrá alguien que después los haya vivido”. Su prosa, esa “musiquita” inconfundible, suena limpia, fluida, perfecta. El escritor, cineasta, dramaturgo y actor, ganador del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez y profesor honorario de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, murió a los 85 años en Buenos Aires, la ciudad adonde regresó después de haber vivido en París entre 1974 y 1989.

En su narrativa exploraba la existencia de criaturas un tanto nómadas que se deslizan pasivamente por los márgenes, que cargan con la mochila de un destino incierto; náufragos que huyen de peligros reales, amenazas latentes o imaginarias, con identidades y pasaportes falsos, hacia alguna orilla lejana donde encontrar refugio y trabajo. Esos seres apaleados por la historia con mayúscula se proponen reconstruir sus vidas, llegar a un puerto seguro donde intentarán, infructuosamente, liberarse del vidrio empañado del pasado.

“¡Nena, yo estoy entre tantas generaciones y tantas cosas!”, exclamó el escritor en una entrevista con este diario en uno de los bares que frecuentó, que fue como su oficina, en la esquina de Azcuénaga y Peña. “Soy un tipo que se crió en los años ’50 y ’60, leyendo textos que ya no leía casi nadie. Después seguí leyendo y escribiendo al margen de la modernidad, posmodernidad, o mejor, actualidad. No soy actual, y no lo digo como coquetería ni para jactarme. Es así: mejor aceptarlo. No me voy a poner una peluca de punk ni voy a decir que hago literatura post autónoma, como la Ludmer. Lo que hago tiene sus raíces, creo yo, en mis lecturas: Josep Roth y Danilo Kiš”, mencionó a dos de los autores que más admiraba y de quienes había tomado el “vagabundeo” sin raíces entre culturas y lugares.

El escritor y cineasta, que nació en Buenos Aires el 13 de enero de 1939, era descendiente de inmigrantes judíos ucranianos que llegaron a la Argentina desde Kiev y Odessa a fines del siglo XIX. Su adolescencia transcurrió a dos bandas: en los cines de barrio, donde veía programas dobles de viejos films de Hollywood; y entre libros que leía en español, inglés y francés de autores como Henry James, Joseph Conrad y Robert Louis Stevenson. No se puede pensar el universo creativo de Cozarinsky sin ese “entre” generaciones y cosas, entre la ficción y el ensayo, entre la literatura y el cine, entre la ficción y lo documental entre la dramaturgia y la actuación. De joven se vinculó con Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges y José Bianco y colaboró en la emblemática revista Sur. En 1973 ganó el Premio La Nación de ensayo, compartido con Bianco, por un trabajo sobre el chisme como forma literaria en la obra de autores como Henry James y Marcel Proust, un trabajo que amplió y reeditó en 2013 con el título Nuevo museo del chisme. En 1974 publicó Borges y el cine, un texto que se fue ampliando en sucesivas ediciones.

Antes de rumbear hacia París, flirteó con el periodismo cultural y escribió en semanarios como Primera Plana y Panorama. En 1970 filmó su primera película, ... (Puntos suspensivos), que fue exhibida por primera vez en el Festival de Cannes de 1971. Una vez instalado en Francia continuó filmando películas que mixturaban la ficción y lo documental, como Guerre d’un seul homme (La guerra de un solo hombre), de 1981, en la que confrontó los diarios del filósofo, novelista y militar alemán Ernst Jünger durante la ocupación nazi en Francia y los noticieros franceses de propaganda en el mismo período. Entre sus películas se destacan El violín de Rotschild, Fantasmas de Tánger, Guerreros y cautivas (adaptación del cuento de Borges), Ronda nocturna y Dueto, entre otras.

Saberse mortal cambió su vida a fines de los años '90. El diagnóstico de un cáncer, la amenaza de una sentencia tal vez inapelable, lo empujó a la escritura en 1999. Hasta entonces era el autor de un libro de culto, Vudú urbano, un cruce entre ensayo y ficción, que sedujo a escritores tan disímiles como la estadounidense Susan Sontag y el cubano Guillermo Cabrera Infante. “Así como Godard dijo que quería hacer films de ficción que fueran documentales y documentales que fueran como films de ficción, Cozarinsky se ha puesto a escribir narraciones autobiográficas que son como ensayos, ensayos que son como narraciones. Vudú urbano es un libro de exilado. El Buenos Aires de Cozarinsky (el pasado local) y su París (el presente cosmopolita) son, ambos, capitales de una nostalgia a la vez retroactiva y presentida. El vudú del escritor conjura el pasado para agudizar los deseos no calmados, y también para exorcizarlos”, planteó Sontag.

Dos de los cuentos que integran La novia de Odessa (2001) los escribió mientras estaba internado en un hospital parisino. Desde entonces publicó más de veinte libros, entre cuentos, ensayos y novelas, como El pase del testigo (2001), El rufián moldavo (2004), Tres fronteras (2006), Maniobras nocturnas (2007) Lejos de dónde (2009), Dinero para fantasmas (2012), Dark (2016), En el último trago nos vamos (2017) –libro con el que ganó el V Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez--, El vicio impune, Los libros y la calle, Turno noche y Cielo sucio, entre otros. Alérgico a los encasillamientos genéricos y de todo tipo, escribió y dirigió la obra de teatro Squash y junto a su médico de cabecera, Alejo Florin, participó de Cozarinsky y su médico, propuesta de teatro documental de Vivi Tellas.

Cuando regresó definitivamente a Buenos Aires, lo esperaba el tango. Al joven de los años 60, le parecía “música de viejos”. Pero al comienzo del siglo XXI se transformó en un devoto milonguero y esa pasión decantó en las crónicas y cuentos del libro Milongas, que publicó en 2007. “La nostalgia es mórbida, pegajosa, desvitalizadora –decía Cozarinsky en una entrevista con PáginaI12–. No añoro ninguna época pasada, aun cuando haya cosas que estaban mejor que ahora. Me parece un sentimiento negativo como todo lo que no te impulsa hacia adelante, a vivir, a pelear, a crear. Todo lo que sea quedarse quieto en un recuerdo más o menos idealizado me parece morboso. Me interesa el pasado como reserva ecológica donde encuentro personajes, situaciones y anécdotas que son material para mi trabajo. Yo escarbo en el pasado, pero no es por nostalgia, sino porque busco material”.

La literatura era su patria, el territorio de lo presente. Cozarinsky escribe cada día mejor. No se trata de la técnica domesticada al servicio de una idea de perfección o de belleza. Si escribe cada vez mejor, quizá sea porque intenta ahondar en la tradición japonesa del kintsugi, ese arte de llenar las fisuras de un objeto roto no para disimular las fracturas, sino para subrayarlas. Al mostrar las cicatrices de los personajes que compone –detritus de experiencias propias camufladas o experiencias ajenas revestidas con la potencia de aquello que parece demasiado íntimo–, adquieren una forma de nobleza: la nobleza que dejan las heridas en los cuerpos, en la vida.

 

Creía en la vida póstuma, no en un sentido religioso-cristiano, sino en la memoria de los que quedan vivos. Los lectores siempre volverán al polvo de las historias de Cozarinsky, una literatura que ha interrogado con belleza y estilo los asuntos más complejos de la condición humana.

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