Una de las manifestaciones de cualquier poder social fosilizado en el ápice de la pirámide social es la división de los de abajo. La variación capitalista de esta antigua ley divide et impera, radicó en la inoculación del racismo, en la desmovilización y desmoralización de cualquier organización social que no fuera el gremio de los millonarios, esos que hacen huelgas de capitales cuando se les antoja y presionan a los pueblos con la necesidad cada vez que éstos deciden hacer lo mismo: unirse para defender sus derechos individuales, sus intereses de clase, su dignidad de pueblos colonizados.
El movimiento de protesta de los estudiantes estadounidenses contra la masacre en Gaza que encendió la mecha para otros levantamientos en otros países occidentales es un fenómeno paradójico. Así me lo han expresado los periodistas que me han consultado. En el país donde sus ciudadanos son reconocidos por su ignorancia geopolítica, por su desinterés por sus propias guerras imperialistas y su patriotismo ciego, por su adicción al consumo y su fanatismo militarista y religioso, las protestas estudiantiles pertenecen a una tradición que se inició en los años 60 y continuó en los 80 contra el apartheid en Sudáfrica y con varias reivindicaciones y demandas de desinversión de los administradores de sus poderosas universidades en el negocio de la guerra, de las cárceles privadas y de la contaminación ecocida.
Se trató de desacreditarlos como jóvenes irresponsables y fantasiosos, precisamente esos jóvenes, los mejor informados y los más valientes de su sociedad, pese a que no proceden de un grupo sumergido. Lo cual tampoco es difícil de explicar: no sólo el conocimiento no comercializado, no solo el idealismo menos corrupto de los jóvenes explica esta reacción, sino que nadie puede imaginarse un sindicato de homeless.
Hay otra razón. Como anoté al principio, la división de los de abajo fue siempre un arma de dominación de los arriba: primero, desmovilización por el desmantelamiento y demonización de las organizaciones sociales, como los sindicatos de trabajadores. Segundo, consuelo de las iglesias que en su casi totalidad apoyaron o justificaron el poder económico, político y social. Tercero, a través de la única secularización sagrada permitida: el consumismo y el individualismo. El egoísmo y la avaricia, por siglos dos pecados entre los cristianos comuneros de los primeros tres siglos de ilegalidad, y pecados morales en la mayoría de las filosofías sociales de la antigüedad, en el siglo XVI se convirtieron en virtudes sagradas para complacer y apoyar la fiebre de la nueva ideología capitalista.
Cualquiera que ha sido estudiante o profesor en Estados Unidos tiene una idea clara de cómo funciona la vida de los campus. Aunque algunos proceden de las clases más altas y no necesitan becas ni préstamos porque sus padres les pagan la carrera en su totalidad, la gran mayoría toma dinero de su propio futuro para pagar las matrículas más caras del mundo. Otros, con más suerte o mérito inicial, reciben becas. En cualquier caso, sin distinción de clases pese a estar insertados en un sistema nacional y global segregacionista, en los campus estas diferencias se atenúan hasta casi desaparecer.
El segundo punto radica en la permanente interacción social, casi familiar de los estudiantes universitarios. Una gran parte (una gran mayoría) vive en los apartamentos del campus. La que no, es como si viviera allí. En mis clases, un diez por ciento procede de la ciudad donde se encuentra la universidad, a pesar de que Jacksonville tiene un millón de habitantes. La mayoría procede de estados tan lejanos como Nueva York o California y de continentes tan diferentes como Europa, América Latina, África y Asia. Esta maravillosa diversidad produce una conciencia humana y global que no se ve en el fanatismo provinciano del resto de la sociedad y que es más conocido en el mundo, porque lo ridículo y absurdo suele popularizarse y viralizarse de forma más rápida.
El tercer punto radica en que esta forma de vida no sólo expone a los jóvenes a pensamientos diferentes en sus clases, sino a formas de vida diferentes en la convivencia con sus compañeros extranjeros, desde la distracción del deporte, de las barbacoas en los parques hasta algunas fiestas excesivas—un día llegué a mi oficina cuando el sol comenzaba a despuntar y, en el camino, me encontré con bombachas y soutiens colgando de un árbol que precedía la entrada a un edificio donde suelo dar clases. Cosas de jóvenes.
Como profesor, he sido miembro de diferentes comités, como el de estudiantes y, aunque mi crítica al sistema universitario estadounidense radica en que no es tan democrático como el de Europa o América latina porque, por ejemplo, los estudiantes no votan, de todas formas, se las arreglan para organizarse y exigir reclamos que consideran justos y necesarios.
Es decir, los estudiantes no están desinformados, desmovilizados, desorganizados y atemorizados como lo estarán cuando se conviertan en un engranaje de la maquinaria. Esto los hace peligrosos para el sistema, todo lo que explica sus protestas en 50 campus en todo el país por una causa de derechos humanos que consideraron justa, necesaria y urgente.
El ejemplo de los estudiantes sin más poder que su propia unión debe ser entendido con la seriedad que merece. El primero en entender esto fue el poder, por lo que no solo permitió la violencia contra los estudiantes, sino que los reprimió con violencia, deteniendo a 3000 de ellos y a ninguno de los fascistas que iniciaron la violencia en los campus.
Un corolario consiste en la urgente necesidad de que el resto de la sociedad vuelva a organizarse en sindicatos, en uniones de todo tipo, desde los comités políticos hasta los comités barriales. Esto puede ser realizado con los mismos instrumentos de división y desmovilización que se ha usado en su contra: la tecnología digital.
Tendremos un nuevo mundo cuando los individuos se integren a distintas asambleas, aunque sean virtuales, para discutir, para escuchar, para proponer, para sentir la pertenencia a algo más allá de la pobre individualidad del consumo. Si los humanos identificamos una causa justa, luchamos por ella más allá de nuestros propios intereses. ¿Volveremos a entender que el interés común de la humanidad, de la especie es el interés más importante del individuo?
Con el tiempo, esta multiplicidad de comunidades a distintos niveles e intereses lograrán que las donaciones y los impuestos dejen de fluir a los ultramillonarios que compran presidentes, senadores, ejércitos y la misma opinión mundial. Los ricos no donan, invierten. Cuando no invierten en políticos, en jueces y en periodistas, invierten en el mercado de la moral.
Los humanos nos movemos por el interés propio y por una causa colectiva. No hace falta aclarar cuál es la derecha y cuál la izquierda. Ambos intereses son humanos y deben ser considerados en la ecuación que hará de esta especie ansiosa, violenta e insatisfecha algo mejor. Para eso, la mayoría debe dejar de ser una clase descartable, irrelevante.