Paiva sólo conoció Buenos Aires a los catorce años y la dejó a los treinta. Cuando empezó a visitarla de nuevo, lo hizo cada vez con más asiduidad. Había vivido en París, sí, pero fue en sus viajes de descubrimiento y exploración por Asia Central donde recibió de las culturas no europeas y su arte popular una fuerza que lo atraía sin necesidad de que París la aceptara, analizara y codificase. En las fotografías de El Paraná reconozco una mirada que antes se detuvo en lejanías poco frecuentadas: en el caso de Paiva, en Kirguistán y Afganistán.
Intérieurs / Extérieurs, publicado en París en 2002, queda como el punto más audaz y desafiante en las búsquedas plásticas de este artista impar, solitario, casi secreto, cuya obra revelará en la perspectiva del futuro una profunda coherencia de visión creadora, más allá de los avatares a que la historia del siglo pasado sometió la existencia del individuo. En Intérieurs / Extérieurs, Oruro, Misiones o la rue des Rosiers, registrados con procedimientos fotográficos del siglo XIX (goma bicromática, por ejemplo) y luego tratados con pincel en el negativo y las copias, adquieren cierto aspecto fantasmal que no depende sólo de la supervivencia de una imagen del pasado sino también de resucitar una técnica abandonada para reivindicar su poder de transfigurar la presencia y revelar la ausencia.
Solíamos hablar a menudo con Rolando del hartazgo que París suscita en quienes habíamos elegido vivir allí hace casi tres décadas, del desgaste de la imagen, prestigiosa en sentidos distintos para quienes alguna vez la habían percibido como tal, que como la luz de una estrella muerta sigue iluminando gracias a la discrepancia entre distancia y tiempo. Rolando sostenía que la formalidad de las relaciones sociales en Francia, gozada al principio como un alivio para quienes habíamos crecido en la francachela porteña, se tornaba asfixiante para quienes no habíamos buscado asimilarnos (escribir en francés, pensar en francés, sentir en francés). Yo sostenía la ya fatigada idea de París como interesante plaza de mercado, donde uno puede cruzarse con otros cultivadores de todo el mundo, venidos a exponer, e idealmente a vender, las metafóricas aves, hortalizas y demás frutos de sus granjas no europeas.
Ahora que ya no puedo continuarlas, esas conversaciones, ociosas por la reiteración de argumentos sin gran variación fundamental, vuelven a mi memoria con la precisión, inevitablemente definitiva, que adquiere el recuerdo de los amigos que nos han dejado. Solíamos reírnos de la constelación de insignificantes premios literarios franceses, o de ese establishment hecho de módicos maîtres à penser (¡Bernard Henri-Lévy, Jean Baudrillard!); al mismo tiempo reconocíamos que el prestigio de lo cultural, por más banalizado que estuviera, puede proteger: nos permitía, inmigrantes sin el sello (hasta no hace mucho rentable) del exilio político, encontrar un hueco donde trabajar tranquilos, Rolando en la pintura y la fotografía, yo en la escritura y el cinematógrafo, sin angustia por alcanzar la aprobación de una sociedad cuya forma de funcionamiento refleja la calculada caducidad de la moda.
Un artista plástico como Rolando Paiva, que rehusó largo tiempo exponer su obra pictórica y fotográfica, trabajaba evidentemente contra las exigencias de un medio que, ya sea en París, Buenos Aires o Nueva York, exige la variedad y renovación constante del stock de mercadería. Cuando decidió hace menos de diez años remontar el curso del Paraná en distintos momentos del año, para fotografiar sus orillas hasta alcanzar el Paraguay, para él legendaria patria de su padre, sentí que había tomado una decisión fuerte. Poco tiempo antes había elegido tener un departamento en Buenos Aires, donde "iba a respirar" varias veces por año. (El destino quiso que hacia la misma época yo heredara en Buenos Aires una biblioteca privada que me dio la excusa para tener un segundo domicilio, porteño éste, y aprovechar toda pausa en el trabajo para ir, también yo, "a respirar".)
En su última visita a Buenos Aires, alrededor del año nuevo 2003, insistió para ver a sus amigos de los años 60, y les regaló copias de sus fotografías del Paraná. En aquel momento no vi en ello más que un gesto generoso, que él presentaba irónicamente como un temps retrouvé muy lejano de los salones proustianos; ahora me pregunto si intuía que no le quedaba mucho tiempo en este mundo y quería dejar en el escenario de su juventud un rastro de la múltiple, inagotable belleza americana que sólo el regreso y la madurez le habían permitido ver y registrar.
* Texto incluido en el libro Blues (AH, 2010), de Edgardo Cozarinsky, que reúne apuntes de viajes y biográficos, con edición de Fabián Lebenglik. La imagen de tapa del libro es de Rolando Paiva (sin título; Paraguay, 1999), que forma parte del libro citado en la nota: Intérieurs, Extérieurs, de R.P., París, Maison de l’Amerique Latine, 2002.