El viernes nos fuimos de la Mansión Seré en silencio, como nuestras lágrimas, aun sabiendo que la sonrisa imperecedera de Norita Cortiñas nos acompañaría siempre. Casi al llegar a la salida nos topamos con Gunnar. Mi hija y yo no atinamos a nada; la sorpresa mutua y el abrazo de ese vikingo de dos metros de altura me transportaron a otro tiempo.

El sueco, nacido en 1976 en la ciudad de Malmö, tuvo contacto desde niño con el exilio latinoamericano. Su padre, ingeniero naval y comunista desde la adolescencia, trabajaba en uno de los astilleros de aquella costa de la provincia de Scania y militaba en los sindicatos del puerto. Integró cuanto comité de solidaridad se creó para denunciar las atrocidades de las dictaduras militares en esta otra parte del mundo y fue así que conoció y se enamoró de la madre de Gunnar, una uruguaya muy bonita, morena candombera y militante originaria de la ROE, la Resistencia Obrera Estudiantil de la que, más tarde, nacería el Partido por la Victoria del Pueblo.

Conocí a Gunnar padre en 1980. Junto a un grupo de militantes, integrantes todos de lo que Raimundo Ongaro había dado en llamar Trabajadores y Sindicalistas Argentinos en el Exilio, habíamos viajado a Malmö para participar del cuarto encuentro de ese agrupamiento. La reunión fundacional había ocurrido, casi a fines de 1978, en la sede parisina de la CFDT, la confederación sindical francesa de tendencia socialista, y luego le sucedieron otras en Torino, Amsterdam y la última, después de la de Malmö, fue en Madrid. Los integrantes de cada comité del TYSAE recibíamos de los demás la denominación de “nacionalidad” de acuerdo al país que nos había acogido como exiliados. Yo estaba entre los “holandeses” que en 1980 habíamos viajado en un destartalado Ford Taunus, comprado al efecto en un mercado de usados cercano a Utrecht. Hicimos el viaje de un tirón, turnándonos al volante, hasta llegar a Elsinor, en Dinamarca y, desde allí, cruzamos en ferry el estrecho hasta Helsingborg, la ciudad sueca más cercana a Malmö. De ese cruce me traje -y todavía conservo- un cartel indicador, de acrílico azul y letras blancas, que reza “Stockholm över Helsingborg”.

Fue Gunnar, el ingeniero naval, quien nos recibió. Resultó ser un tipo simpático y jodón que hablaba casi de corrido el castellano sin preocuparse demasiado por disimular su prosodia gringa. Después del encuentro sindical nos invitó a su casa y su compañera, la uruguaya, nos esperó con el köttbullar, el más típico de los platos suecos. Sentado a la mesa, sobre una silla especial para pibes pequeños, estaba quien luego sería el gigantón rubio del portón de la Mansión Seré. Después del postre los dueños de casa nos invitaron a tomar café “y algo espirituoso” en los sillones del living. Ahí me llamó la atención un arma que, colocada sobre una suerte de pedestal de madera y cubierta por una estructura con paredes de vidrio, coronaba un bargueño repleto de copas. En la base del pedestal había una chapa de bronce, bruñido con esmero, que llevaba grabado un nombre y un número.

Entonces Gunnar nos contó la historia. Erik, su padre, era tornero mecánico cuando se desató la segunda guerra mundial y no dudó un instante en sumarse a la resistencia contra los nazis. Al promediar la contienda ingresó a la Carl Gustafs Stads, una fábrica de armas, y allí conoció a Gunnar Johansson, el diseñador de la ametralladora homónima de la factoría militar, precisamente el arma que lucía su mudez de museo dentro de la vitrina de la casa de Malmö. Fue Johansson quien le obsequió al padre de Gunnar esa pieza que, allá por 1944, todavía era un prototipo y por ese motivo Erik había bautizado a su hijo con el nombre del diseñador. De todo esto charlamos en mi casa, al día siguiente de la despedida a Norita, con el nieto de Erik que, al igual que su padre, había sido también agraciado con el nombre de aquel inventor del artefacto ametrallador sueco.

Gunnar hijo, el vikingo gigantón, habla el lunfardo de ambas orillas del Plata. Tras un peregrinaje con sus padres que lo llevó a conocer Angola y Mozambique en tiempos de afirmación anticolonial en ambos países africanos, Nicaragua tras la derrota de la dictadura somocista y, por fin, el Uruguay materno, el muchachote nacido en Malmö es un políglota que, además del sueco y el castellano, domina las lenguas escandinavas, inglés, francés, portugués y alemán. De hecho, vive de eso: es un corresponsal viajero que trabaja para varios periódicos y agencias de noticias recorriendo el mundo y escribiendo sus notas allí donde estalla un conflicto.

“Vengo de Jordania”, me dice mientras miramos en la tele la final entre el Real Madrid y el Borussia Dortmund. Y sin solución de continuidad agrega: “Yo merengue no soy porque tienen ese linaje monárquico ¿viste? Prefiero que gane el Dortmund, aunque tampoco me los banco demasiado”. Yo, que me había levantado para cambiar la yerba del mate, me quedo patidifuso y apenas atino a preguntarle, como si no lo hubiera escuchado, que de dónde viene. Sí, estuvo allí, “cubriendo la masacre de los palestinos, bah, el genocidio”. En eso Vinicius, el delantero mágico del Real Madrid, liquida al equipo alemán con el segundo gol del encuentro y Gunnar murmura: “Seguro que este campeonato también lo festejan los hinchas de Abascal, como cuando fue Milei para allá”.

Hay un dejo de amargura en el comentario del gigantón y se lo hago notar, es decir, le explicito que creo que no suena chistoso lo que dijo a modo de chiste rápido porque lo de Milei es terrible. Hace una sonrisa falsa, como de resignación, se rasca la nuca y sin ninguna solemnidad que amortigüe su juicio me espeta: “Che, ustedes, los argentos, tienen muchos problemas con las palabras ¿no?”. Lo miro sin entender de qué me habla y él se da por enterado: “¿Viste todas las vueltas que acá dan para explicar que Milei es un libertario? Se enrollan demasiado; que es anarcocapitalista, que es ultra neoliberal, que es la nueva derecha global y no sé cuántas cosas más. Capaz que es todo eso junto ¿no?, pero la única traducción posible de libertario, en boca de Milei y sus secuaces, es la de victimario de la libertad. Nada que ver con los anarcos (y aquí recuerdo la influencia materna del vikingo). Libertario es aquel que convierte a la libertad en su víctima, el que la mata”.