Desde Madrid

UNO ¿Fue o no fue? ¿Es o se hace? ¿Será o no será? Esa no es la cuestión sino el cuestionamiento, piensa Rodríguez, mañana de sábado. Y Rodríguez aplica eso a la posible falsedad auténtica de lo que está contemplando con ojos bien abiertos. Afuera, la certeza de cierto tipo de euforia se reparte entre resaca de swifties que aún vagan por el Paseo de la Castellana añorando a su Santa Hermana; prolegómenos embanderados a otra inevitable champion-victoria del Real Madrid (porque es el Real Madrid) a celebrar junto a la Cibeles; y los que van en peregrinación, casi sin explicarse por qué, a la Feria del Libro. Adentro, en El Prado, Rodríguez frente a --así se lo exhibe en sala claroscura-- "El Caravaggio Perdido" cuando en verdad, piensa, debería llamarse "El Caravaggio Encontrado", ¿no? Porque ahí está ese "Ecce Homo". Y, como de costumbre, Rodríguez lo imaginaba mucho más grande de lo que es a partir de tanta foto en tanta página de periódico. Pero ahí está ahora. Tamaño trío: soldado que parece increpar a multitud de entonces (que es multitud de ahora); Poncio Pilatos haciendo con manos mal lavadas gesto no de "He aquí el hombre" sino de "¿Qué hacemos con este tipo?"; y un Jesucristo que es, para Rodríguez, el menos logrado del conjunto pero, tal vez, se dice, el más interesante exactamente por eso: porque ecce es un Jesucristo muy poco jesuita y cristiano. Nada de mística o épica, rostro casi vulgar y como aburrido; como si nada le importase ni doliese y con pocas ganas de preguntarle a su padre por qué lo ha abandonado sino, mejor, gemir un mamá, cuándo nos vamos o cuánto falta para llegar y poder irme para no volver y que sigan otros durante los próximos dos milenios y, de ser posible, sin demasiado mariconeo, amén.

DOS Y, claro, Rodríguez vino a verlo porque Caravaggio le gusta. Mucho. Ya había visto hace más de veinte años colosal muestra en el Museo de Bellas Artes de Bilbao (que coincidió con la de Warhol en el Guggenheim, uniendo a dos fuera-de-ley opuestos pero complementarios); y está aquí y ahora para añadir cromo a su álbum del pintor de sombras para así poder pintar a la luz como ninguno. Sí: Rodríguez es fan de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610) como algunos lo son de Taylor Swift o del astro de turno del Equipo Blanco Real o de ese influencer que escribe (o al que le escriben) y congrega a sus huestes en esos senderos ahora biblio-encasillados de El Retiro. Rodríguez no sólo admira su obra (78 cuadros de su puño y pincel y unos cuantos-demasiados que quién sabe si sí o no-no, porque Caravaggio era poco dado a firmar lo suyo); también le fascina su vida. Sus idas y vueltas y bocetos y tachaduras de casi de punk barroco y pecador capital en provincias metiéndose y saliendo de problemas con mecenas/patrones, asesinando en peleas tabernarias, fugitivo y exiliado y deprimido y emboscado y desfigurado a patadas por su propio mito y mala fama, muerto en un huracán de fiebres, martirizado póstumamente por el Gran Arte y la Pequeña Iglesia pero por fin canonizado en el siglo XX. Caravaggio como ni pintado Caravaggio y el más pintado Caravaggio: entregado al extático retrato de religiosamente torturados y santos y vírgenes con rostros de golfos y golfas (para una de sus Marías, se dice, posó el cadáver de una prostituta embarazada y ahogada en el Tíber) donde a veces un caballo era más importante que un apóstol. Todos con una expresividad en cuerpos y rostros y penumbras que dieron luz a la pintura moderna. Y, claro, Rodríguez leyó poemas de Thom Gunn. Y novela de Álvaro Enrigue (donde pone a Caravaggio a jugar al tenis con Francisco de Quevedo con pelota confeccionada con cabellos de la decapitada Ana Bolena). Y vio película de Derek Jarman. Y --antes esta mañana de sábado en El Prado-- leyó todo acerca de "Ecce Homo", de este "nuevo Caravaggio".

TRES Cuadro atribuido a José de Ribera y retirado de subasta por sospechas de caravaggioismo y declarado bien de interés cultural para evitar su caravaggiana salida del país. Y ahora en préstamo a El Prado por nueve meses prorrogables "gracias a la generosidad de su nuevo propietario cuya identidad no se ha revelado" pero "extranjero con residencia en España" (y Rodríguez no puede evitar preguntarse si no se tratará de ese experto falsificador de sí mismo que es Tom Ripley quien, en la reciente serie de Netflix, aparece más que obsesionado por el pintor italiano). Y el caso "Ecce Homo" --sus dudas y seguridades-- se suma a otros episodios célebres recientes a la hora de atestiguar paternidad pictórica. Como el de "El Coloso" de Goya: dejando de ser y atribuido, con escándalo y polémica, en 2009 a "un seguidor" para, en 2021, ser devuelto a patria y potestad de su primer responsable. O lo del "Salvator Mundi" comprado en subasta pública por apenas 10.000 dólares y "redescubierto" en 2005 para ser atribuido --con gran pompa y circunstancia y titubeo-- a Leonardo Da Vinci porque ninguno de sus discípulos o imitadores alcanzaron la "especulación filosófica y sutil" del lienzo cuestionado en cuestión y, de pronto, incuestionable. Pero quién sabe y, en principio y finalmente, a quién le importa. Lo que importa es que se revendió en Christie's como la obra de arte más cara jamás subastada por 450.312.500 dólares y --se dice-- ahora navega en el yate de lujo Serene, propiedad de Mohamed bin Salmán, príncipe heredero de Arabia Saudita.

CUATRO Y la historia del arte desborda de estos cruces en los que se enfrentan camarillas museológicas autenticando o condenando con modales que van de lo calificado a lo mafioso por quienes, también, pueden llegar a colgar cuadro de Mondrian al revés durante 77 años sin darse cuenta de ello. Y de ahí museos enteros y muestras temporales dedicadas por completo al fino arte del arte falso y toda una escuela de "falsos asimilados" con mala conducta. Y leyendas urbanas que susurran que hasta el 40% de lo que se exhibe en las más prestigiosas pinacotecas (en lo que hace a arte precolombino la cifra sube al 90%) son perfectas no falsificaciones sino reproducciones; mientras que los originales descansan en santuarios de multimillonarios de esos que, por supuesto, también suelen pagar sin saberlo obras falsas a precios astronómicos porque necesitan algo con que llenar ese espacio vacío sobre la chimenea. Y así nueva forma de gran maestro a coleccionar como Han van Meegeren ("Arrastrado por los efectos psicológicos de mi desilusión al no ser reconocido por los artistas y los críticos, un día fatal de 1936 me propuse demostrar al mundo mi valía, y decidí crear una obra maestra de Vermeer") o Elmyr de Hory (protagonista del F for Fake de Orson Welles y quien nunca se sintió un falsificador sino un "sustituto") o Franciso José García Lorca (quien hoy se enorgullece de que "mis Rembrandts y Van Goghs y Picassos cuelguen en los más grandes museos del mundo").

En cualquier caso, Rodríguez prefiere --están enmarcadas con más puro y verdadero amor y pasión-- estas mentiras a las falsedades que acaban resultando, luego de las elecciones, las borrosas y borradas promesas de políticos en campaña.

Y hay mucha cola para comprar postal best-seller en ese lugar tan importante como obra maestra: la tienda del museo donde la réplica barata muta a costoso souvenir. Así que Rodríguez vuelve y toma foto telefónica-móvil cuando la vigilante mira para otro lado.

Y Rodríguez sale de El Prado.

Y mira la foto.

 

Y, por supuesto, le salió tan incuestionable y certificada y auténtica y verdaderamente movida como su autor.