El 7 de junio, como cada año, se conmemora en la Argentina el Día del Periodista debido a que en esa fecha de 1810 se imprimió el primer ejemplar de la Gazeta de Buenos Ayres: “Rara felicidad la de los tiempos en que es lícito sentir lo que se quiere y decir lo que se siente” comenzaba el número inicial con palabras de Cornelio Tácito, uno de los grandes historiadores del Imperio Romano.
Cada momento histórico tiene un modelo comunicacional que predomina y una tecnología que sobresale. En medio de ese enraizado universo se desplaza el periodismo tratando de procesar las nuevas cartografías que a veces lo contiene y otras lo deja fuera.
Es que el periodista no funciona en una esfera libre de conflictos. Y de alguna manera ese paisaje no solo lo interpela, sino que se apropia de las condiciones de posibilidad de su tiempo. Tampoco la tecnología es neutra: arrastra consigo las marcas culturales desde donde es hablada.
Por eso, para una importante audiencia tanto la radio como la prensa escrita siguen –aún hoy- habitando el mundo perdido de afectos y ausencias que remiten a sus infancias.
Después -que cómo dice el tango-, que importa el después, vinieron los cambios tecnológicos, las plataformas donde lo viejo no acabó de morir y lo nuevo no terminó de nacer. Y, en esa mezcla rara de Museta y de Mimí, el oficio del periodismo que consistía en alojar desde los Héctor Larrea a los Dante Panzeri y los Diego Lucero-solamente para mencionar a algunos- paulatinamente se fue re inscribiendo en otros modos de transitar la profesión. Incluyendo, por un lado, tanto el compromiso político como por el otro, la narración indolente de los 90, donde desigualdad y cinismo funcionaban en registros similares.
Con las redes sociales digitales ingresamos a otros tipos de debates. Y muchos nos confundimos y nos mimetizamos con los modos en el que el poder escribía sus libretos. Las multiplicidades de plataformas permitieron diferentes formas de expresión y el ingreso -a ese mundo selectivo- a otros personajes que desplegaron su saber hacer apostando a la convivencia entre la fragmentación y la segmentación. Porque si bien, el periodismo a través de la producción de noticias y la construcción de discursos contribuye a la creación de mitos y ayuda a naturalizar ciertas formas de interpretar los acontecimientos, para ser eficaces estas modalidades necesitan tener una complicidad con sus audiencias. Sobre todo, con determinados códigos que ambos reconocen como propios. Y ahí aparece la ideología como modo de narrar y también de mirar, leer o escuchar. Allí se da la verdadera batalla cultural.
El maestro de todos Jesús Martín-Barbero nos dice que un buen comunicador debe hacer solo tres cosas: pensar con la propia cabeza, tener qué decir y ganarse la escucha.
Así la crisis del periodismo está muy bienvenida porque nos obliga a generar nuevos lenguajes y a recuperar una verdad que no estábamos buscando.
Frente a una forma de entender al periodismo donde la realidad funciona como inmediatamente observable, donde todo es transparente y las cosas son lo que parecen, hay otra perspectiva que debe lidiar con la velocidad, la simultaneidad, la credibilidad, los modos de lectura y la percepción como materiales principales para la construcción de su narrativa.
No esperamos un pacto de paz entre ambas posiciones o que a modo hegeliano se arribe a una síntesis. Tampoco que desaparezca el conflicto. Solo como diría el recordado Mario Wainfeld: entender la importancia que tiene el periodismo en la conformación de la agenda pública. Poniendo en tensión interna -honesta y genuinamente- esos diferentes paradigmas. Confrontándolos, con nuestras audiencias y sus fantasmas. Conteniéndolos, tanto en sus grandezas como en sus miserias. Feliz día.
* Psicólogo. Magister en Planificación de Procesos Comunicacionales UNLP