Hemangioma plano, no se preocupen, no es peligroso, pero no puede corregirse, fue lo que el pediatra les dijo a Zulma y Rubén cuando vio el rostro de Ariel: un mapa que le ocupaba casi la mitad de la cara. Un continente rojizo rodeado de océanos y mares blancos. Tan blancos como sus manitos y sus piernas regordetas.

El niño recibió los mismos cuidados que sus hermanos antes que él. Como ellos, jugó al fútbol en el potrero de la esquina y fue al coro de la parroquia. Fueron los tres a la misma escuela y cuando se burlaban de Ariel, en el juego de La Mancha, los mayores lo defendían, aún a costa de perder un diente o ganar amonestaciones.

Fue cuando cumplió ocho, que Ariel pidió una mascota como regalo. Un departamento sin patio ya estrecho para los cinco, no les pareció adecuado para un perro; ni a Zulma, que sería quien limpiara, ni a Rubén, que apoyaba siempre las sensatas decisiones de su esposa. La respuesta fue no, a pesar del berrinche de Ariel y los pedidos y promesas de que cuidarían del perro, hechas por los tres críos.

Desconsolado, Ariel caminó solo hasta el campito, como llamaban a la cancha rodeada de yuyos donde jugaban. Se sentó en el piso, frente a uno de los postes del arco que a veces defendía, se apoyó en él y hundió su cabeza en el hueco que armaron sus brazos sobre las rodillas. Lloraba sin emitir sonido, con suspiros largos y entrecortados. Lloró hasta sentir los brazos mojados a través de la manga del buzo. 

Por unos minutos permaneció así, después levantó la cabeza y se secó los mocos estirando el puño deshilachado. Fue en ese momento que lo vio: un cuis asomado entre los yuyos lo miraba. Su instinto le dijo a Ariel que no debía moverse para no asustarlo. Se quedó quieto, como en el juego de las estatuas. Ni siquiera cerró la boca, que estaba entreabierta para respirar mejor. 

Había visto antes ratas y cobayos, y este animalito se les parecía, aunque no alcanzaba a verlo entero. Solo su cabeza, mitad marrón y mitad blanca. Pasaron algunos minutos hasta que abandonó el escondite y mostró su pelo brillante, era un peluche vivo. Ariel permaneció inmóvil, permitiendo que se le acercara. Eran pasitos cortos, como sus patas, pero rápidos. Avanzaba un trecho y se detenía. Así continuó hasta estar frente a Ariel. Se quedaron mirándose, oliéndose, sintiéndose. 

El niño supo cuándo extender sus manos y tomar ese cuerpo tibio y suave. Unos chillidos ligeros acompañaron el gesto, pero el animalito no se resistió. Ariel le acarició la cabeza con su dedo pulgar, mientras lo sostenía contra su pecho. Después se levantó despacio, caminó despacio, lo acarició despacio.

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En su última presentación TEDx, el Dr. Ariel Arriaga comienza su charla mostrando una foto de un cuis bicolor.

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