El 1 de enero de 1919, en Nueva York, el estadounidense John Silas Reed puso el punto final al prólogo de su libro Diez días que estremecieron al mundo, donde cuenta con maestría el decurso de la toma del poder por los bolcheviques comandados por Lenin y Trotski en la agonía final de la Rusia zarista. En ese prólogo, él definió: “Aún está de moda, después de un año de existencia del régimen soviético, hablar de la revolución bolchevique como de una ‘aventura’. Pues bien, si es necesario hablar de aventura, esta fue una de las más maravillosas en que se ha empeñado la humanidad, la que abrió a las masas laboriosas el terreno de la historia e hizo depender todo, en adelante, de sus vastas y naturales aspiraciones (…) Así como los historiadores se interesan por reconstruir, en sus menores detalles, la historia de la Comuna de París, del mismo modo desearán conocer lo que sucedió en Petrogrado en noviembre de 1917, el estado de espíritu del pueblo, la fisonomía de sus jefes, sus palabras, sus actos. Pensando en ellos, he escrito yo este libro”. Medio siglo después, al leerlo, conseguido casi de manera clandestina en una librería de la calle Corrientes, en el verano de 1967, cuando brillaba la espada filosa de la dictadura del general Juan Carlos Onganía, me sorprendió su exacta narración de cómo lo extraordinario coexistía con lo cotidiano a pesar de esa conmoción que dejaba fuera de juego del capitalismo ascendente a Rusia y sus 160 millones de almas. ¿Cómo interpretar si no su descripción de que mientras los guardias rojos tomaban por asalto el poder en los teatros y restaurantes de Moscú y Petrogrado la gente disfrutaba de los espectáculos y las comidas como si ese cambio definitivo no estuviera ocurriendo?

Hay maestría poética en Reed cuando narra de manera anticipatoria: un cambio político por más revolucionario que sea no implicará de manera instantánea un cambio en la cultura. Nacido en el seno de una familia burguesa de los Estados Unidos, en Portland (Oregon) en octubre de 1887, podía lograr ese texto tremendo sin concesiones melodramáticas a sus protagonistas.

Reed fue un poeta toda la vida, integró un grupo de escritores bohemios y radicales, socialistas, anarquistas y comunistas, en el Greenwich Village neoyorquino. En 1912 trabajó en The Masses. Compartió críticas al capitalismo depredador con Upton Sinclair y, en el exterior, con Bertrand Russell, Gorki y Picasso, entre otros. Se considera que el nuevo tipo de escritura periodística en Reed nació en 1909 de la huelga textil donde mujeres y niños en Lawrence, Massachusetts, peleaban contra la explotación, y en la que fue encarcelado por primera vez. Le dolía el contraste de riqueza y pobreza en su país. En 1910, Metropolitan lo envió como corresponsal a México. Entonces, cabalgó junto a Pancho Villa y definió allí los textos de su libro México insurgente. En 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Reed fue perseguido por oponerse al reclutamiento obligatorio. Lo deprimía el patriotismo criminal de muchos de sus amigos y colegas socialistas, entre ellos H. G. Wells. Reed viajó por Europa desde París hasta Estambul y definió lo que significaba el patriotismo de las burguesías. En The Masses escribió: “El verdadero enemigo del obrero estadounidense es el dos por ciento de la población que posee el 60 por ciento de la riqueza nacional”. En 1916 se enamoró de la escritora anarquista Louise Bryant, con quien viajó a fines de ese año a Moscú. De un escenario a otro, sin descanso, Reed tomó notas con increíble velocidad, recopiló panfletos, carteles y proclamaciones y, luego, en 1918, regresó a los EE.UU. para escribir la historia de la Revolución Bolchevique. Al llegar le confiscaron las notas y lo acusaron de pacifista. La condena no prosperó. Por fin recuperó sus notas de Rusia y, durante dos meses de furiosa escritura, dio a luz a Ten Days That Shook the World. Luego, regresó a Rusia con su mujer y realizó decenas de conferencias como propagandista de la Revolución. Murió de tifus. Fue velado en el Templo del Trabajo en Moscú y enterrado como un héroe cerca del muro del Kremlin, el 24 de octubre de 1920: los idus de octubre que narró como nadie fueron su nacimiento, su gloria y su mortaja.