En 1915, a propósito de la Gran Guerra, Freud hace la siguiente reflexión: “(…) la afrenta y la dolorosa desilusión que experimentamos por la conducta inculta de nuestros conciudadanos del mundo en la presente guerra no estaban justificadas. Descansaban en una ilusión de la que éramos prisioneros. En realidad, no cayeron tan bajo como temíamos, porque nunca se habían elevado tanto como creímos”(1).
La afirmación es extrapolable a este presente distópico, y cabe recodar las nociones freudianas sobre las que se asienta la cultura: diques, formaciones reactivas, renuncia pulsional, represión, sublimación. En síntesis, el bicho humano sólo consiente trabajosamente a los requerimientos de la vida en común, pues “lo anímico primitivo --es decir, lo indómito de la pulsión y sus derivas mortíferas-- es imperecedero en el sentido más pleno”(2) y cede fácilmente a la regresión.
Así las cosas, hace falta cada vez, en cada tiempo y en cada lugar, edificar los bordes más o menos endebles que demarquen un espacio posible para el lazo social.
En Argentina, una operación sublimatoria de esta índole es la que llevaron a cabo las víctimas del terrorismo de Estado de la última dictadura --Madres, Abuelas, Hijos y demás actores y organismos de DD.HH.--, quienes, ante el horror más oscuro y desbocado, forjaron una serie de significantes --Memoria, Verdad, Justicia, Nunca más, 30.0000 detenidos-desaparecidos, Ni olvido ni perdón-- que hicieron de borde y dieron sostén al pacto democrático.
El asedio al que esos significantes han sido sometidos desde hace casi diez años --desde “el curro de los DD.HH.” en adelante-- alcanza su punto más cínico en el cuestionamiento de la cifra de desaparecidos, cuando se esgrime la inexactitud del número, como si fuera posible saber cuántos desaparecieron en un sistema represivo despiadado y clandestino, como si no hubiera documentos desclasificados que permiten deducir que la cifra podría ser incluso mayor que los 30.000, ese significante cuyo valor reside, justamente, en su condición de tal.
Los resultados del ataque a los S1 de la democracia argentina están a la vista: descomposición de los lazos y la convivencia, manifestaciones cada vez más extremas y frecuentes de odio y violencia.
A diferencia del discurso del amo, la operación analítica no consiste en sacralizar los S1. Incluso más, Lacan se encargó de denunciar lo “indecente”(3) de escribirlos en los muros, refiriéndose así a la pretensión de universalidad y eternidad de los tres de la Revolución Francesa. El racismo se arraiga en la fraternidad del cuerpo (4), vaticinaba, y hoy estamos ante una nueva versión de la crueldad que puede ejercerse en nombre de la libertad.
El discurso analítico se ocupa de producir los S1 de un sujeto para vaciar el goce mortificante adherido a ellos y habilitar otros usos, o una nueva invención, siempre singulares. “En su individualidad, los significantes son modelados por el hombre y probablemente más todavía con sus manos que son su alma”(5), decía Lacan a propósito de la sublimación. ¿Cómo, dónde, cuándo puede tener lugar el trabajo artesanal que habilite un discurso cabal, es decir, un nuevo lazo, allí donde campea el odio? Que la chispa de un deseo o una contingencia afortunada vengan a alumbrarlo, y que sea pronto, porque urge.
Ana Cecilia González es psicoanalista. Miembro de la Asociación Mundial del Psicoanálisis y la Escuela de la Orientación Lacaniana. Doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona.
Notas:
(1) Freud, S., “De guerra y muerte. Temas de actualidad”, Obras completas, vol. 14, Buenos Aires, Amorrortu, 1992, p. 286.
(2) Ibíd, p. 287.
(3) Lacan, J., El Seminario, libro 19, …. o peor, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 73.
(4) Ibíd., p. 231.
(5) Lacan, J., El Seminario, libro 7, La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 2007, p. 148.