Diego lo dijo cuando vio a Ismael y supo que la descarga eléctrica no le había hecho nada, aunque, claro, es verdad que nada nada, no, porque Ismael, antes de incorporarse y tomar pequeños sorbos de agua por insistencia de Lydia, la dueña de casa que, al verlo caerse de la silla en la que se había subido para arreglar el ventilador, ahogó un grito llevándose las manos a la boca, corrió hasta la canilla y temblando llenó un vaso, apenas lo llenó, mientras pensaba viendo a Ismael, desparramado en el piso, tan pálido él; Lydia pensaba que hubiera sido mejor haber llamado a un electricista y no estos dos vecinos improvisados y mientras pensaba, el vaso, por acción del temblequeteo en la mano de Lydia, no terminaba de llenarse y a Lydia se le ocurrió rezar, algo, lo que sea, un padrenuestro, un avemaría, algo, pensó y fue ahí que Ismael empezó a moverse, despacio, como si se despertara de un largo sueño, Ismael se movía y Lydia, pálida, recién empezó a tomar color cuando pasaron algunos segundos (segundos que parecieron mucho más que algunos segundos) cuando Ismael empezó a mover las manos, los brazos, las piernas, y ella temblando se acercó con el agua hasta él que ya no estaba tan pálido, pero estaba pálido al fin, y entre espasmos y quejidos se sentó ayudándose con una mano apoyada en el suelo y la otra en la silla caída como un improvisado bastón, tan improvisado que apenas si le sirvió y, sin dejar de hacer los espasmos, Ismael sentado en el suelo, después de tomar un poco de agua, después de dejar el vaso a un costado, amagó a pararse otra vez, esta vez agarrándose de ella, de las piernas de ella, que no estaba pálida, un poco fría, quizás, pero no pálida; y fue ahí cuando entró Diego que había estado esperando en el umbral de la puerta que da a la calle, Diego que se había distraído mirando el tráfico hasta que bostezó una, dos, tres veces y después, subió la palanca devolviendo la electricidad a la casa; Diego, que entró a la cocina y vio la silla tumbada, que vio el vaso de agua a un costado y a Ismael aferrado a las rodillas de ella; Diego que al ver la escena preguntó lo que cualquiera preguntaría: ¿qué pasó? Dijo encogiendo los hombros, con el gesto de incomprensión apostado en la cara, lo dijo y ella fue la que respondió, dijo que había vuelto la luz, así, de repente, dijo mirando a Ismael, la boca torcida y apenas abierta de Ismael, con los ojos redondos y saltones como los de un sapo, un sapo demasiado viejo como para andar dando saltos de acá para allá; y antes que Lydia pueda agregar algo más, Diego lo dijo: sos inmortal, Ismael, dijo, y ella soltó la carcajada propia de los que liberan nervios, y Diego volvió a hablar, y dijo palabras que Ismael no escuchaba porque seguía intentando pararse y en cada intento los brazos le flaqueaban más; entonces giro, apoyó las manos y las rodillas en el suelo y mientras Diego hablaba y ella reía, Ismael gateó hasta un rincón con la velocidad de un bebé inexperto, y cuando llegó, con mucho esfuerzo, pudo apoyar la espalda contra la pared, y aunque cerró los ojos, pudo saber que ellos lo estaban mirando, ellos, Diego y Lydia, ahí, en el medio de la cocina, debajo del ventilador, junto al vaso y la silla, Diego hablaba, Lydia reía, Ismael escuchaba y cuando se hizo un silencio, balbuceó sílabas sueltas, silabas que armaron palabras que con la paciencia que requiere la costura, Ismael fue uniéndolas una tras otra, hasta que se encadenaron, hasta que pudo formar una larga oración.

 

@cristiansbautista