La procesión va por todos lados. Ataviado con sus prendas de trabajo, el ordenanza deja el estadio con el carro de la limpieza y se sienta a descansar. Atardece en Sheffield. Quince o veinte jóvenes, en el centro de la explanada, bailan una canción sobre esa soledad que no se puede esconder pero se puede cantar. La voz parece llegar desde otro tiempo. Como si Roy Orbison, hipermetrópico y engominado, todavía estuviera parado frente al micrófono Shure 55 en la honda noche de Sun Records. El ordenanza termina su sándwich mientras los observa. Chequea su reloj, se le hace tarde. El video de “Prism in jeans” termina precisamente cuando Richard Hawley se pone detrás del carro y se va sin decir adiós. No importa a quién saludes, parece decir. En esta ciudad, todos te llaman igual.

“Si caminás por las calles de Sheffield, entrás a un pub o una verdulería o una galería de arte, vas a notar que la palabra ‘amor’ puntúa cada oración”, dice Hawley, en su entrevista para el sitio británico Inews. “‘Eso serían £4.20, amor’. Los choferes tatuados de los colectivos también la usan. He circunnavegado por los menos treinta veces el planeta Tierra, y jamás encontré otro lugar en el mundo donde te digan ‘amor’ al final de cada oración. Y no es una cajita empalagosa de chocolates. Dependiendo de la inflexión, puede significar muchas cosas. Y no siempre son buenas”.

El flamante disco de Hawley, es como el mejor whisky. Parece añejado sabiamente, pero acaba de salir de su tonel de roble. Son doce canciones que le cantan a Sheffield como si fuera la ciudad adentro de la bola de cristal: lírica, autosuficiente y entrañable, pero sacudida por corrientes extrañas. El personal es reducido. El propio Richard en una guitarra, Shez Sheridan en la otra, Colin Elliot en bajo y Dean Beresford en batería. Por aquí y allá, en momentos cuidadosamente escogidos, algunos miembros de Up North Session Orchestra. La técnica es invocante. A lo largo de todo el disco, suena la vieja Gretsch de su padre o una de las guitarras de Scott Walker. También una Telecaster de Duane Eddy. “Demasiado valiosas para sacarlas de casa”, advierte Hawley.

Como dicen los periodistas británicos, este es el único de los compositores con un musical en el West End que puede tomarse una Guinness en el pub de la cuadra y tiene su lugar reservado en la mesa de póker. La canción que abre el disco, por ejemplo, evoca el estiletazo de los jugadores más veteranos (“one for the Jacks and two for his heels!”) pero aplicado a un romance onda Blue Velvet. “Heavy Rain” está dedicada a la memoria de Steve Mackey: su amigo más antiguo y el inmaculado bajista de Pulp. Y, si no fuera porque se escribió ayer, cualquiera diría que “Hear That Lonesome Whistle Blow” se escribió hace cien años. El silbido puede ser el último aviso del tren o un nuevo mensaje en tu Whatsapp, pero señala exactamente lo mismo. Lo siento mucho.

“Tengo esta soledad que no me puedo sacudir”, dice Hawley. “No sé por qué, pero está ahí. A lo mejor son esos diez años en la cola del dole: una especie de juventud perdida. O quizás viene de ver lo que le pasó a todos esos tipos en los ochenta. Fue como vivir una guerra. Una cultural pero también física. No le sentó muy bien a mi psique. Pero si tuviera una respuesta, no necesitaría escribir estas canciones. Probablemente estaría trabajando en una cantina acá a la vuelta. Es algo raro, ¿no? Algo que potencialmente podría ser tan malo, acabó siendo mi fortuna”.

Como una cepa. Hawley es un producto arquetípico de la clase trabajadora británica. Nació y creció en Pitsmoor, un suburbio de Sheffield con una profunda tradición minera. Ahí, entre el hollín del carbón y las canchas de futbol, su padre Dave armó una suculenta foja de servicios como guitarrista del circuito local. Lynne, su madre, cantaba por aquí y allá. Con labio leporino y el paladar hendido, el pequeño Richard tuvo que ser operado unas treinta veces hasta corregir la fisura. Quedó una cicatriz: sobre la boca y sobre el temperamento. Una reverberación distintiva en la garganta.

Para cuando entró en la pubertad, ya estaba tocando en pubs y casamientos con su padre y algunos parientes medio picantes. A los catorce, su tío Chuck matizó algunos datos y se lo llevó de gira mágica y misteriosa por buena parte de Europa. “Le dijo a mi mamá que íbamos a tocar en buenos teatros”, cuenta Hawley. “Lo único que recuerdo es que eran unos lugares espantosos donde los marineros rusos, completamente pasados de vodka, se cagaban a piñas con los marineros polacos. Una locura”.

Para mediados de los ochenta, Sheffield parecía una zona de bombardeos. El martillo de Thatcher había golpeado fuerte en la industria carbonera y, durante casi dos años, los sindicatos metieron una serie legendaria de huelgas. Policías con armas y bastones. Familias de mineros arrojadas a la calle. De repente, el corazón idiosincrático de la ciudad había sido arrancado y los mineros daban vueltas como zombies por los fish & chips. Hawley, que estaba cursando lo que nosotros llamaríamos secundario, buscó asilo en los discos de los cincuenta. Se hizo amigo de un muchacho hermosísimo y distinguido llamado Steve Mackey. Pasó por un par de bandas y, en algún punto de 1993, se unió a los Longpigs. Era el alba del brit-pop.

Como si fuera un polizón, atravesó los noventa a bordo de esa nave. La década no le sentaba bien. Mucho ruido. Mucha merca. Muchas fotos. Hawley aparecía siempre oculto detrás del cigarrillo o una mueca de asco, escuchando su casete de Hank Williams en el asiento del fondo del colectivo. En algún punto los Longpigs se inmolaron y, en el preciso momento en que estaba por mandar todo a la mierda, su viejo amigo Mackey lo invitó a unirse a su banda. Venían de grabar un disco que no le había gustado a casi nadie, producido por un tipo que no hablaba con casi nadie. La banda era Pulp. Quizás estén familiarizados con el nombre.

Jarvis Cocker, que no es precisamente discreto, agarró los demos de su guitarrista nuevo y se los alcanzó a Scott Walker. El ermitaño escuchó en silencio, con la gorra de beisbol puesta. ¿De dónde habían salido estas canciones que ya eran standards? En esas grabaciones, el muchacho del fondo daba un paso al frente y, con su voz de barítono y la guitarra con caja, modificaba el color de la sala. Ahora era de noche en el suburbio. Ahora un sereno hacía su última ronda y tomaba un café medio lavado apoyado sobre la heladera. Scott Walker terminó de escuchar, se puso de pie y extendió su mano. “Cuando yo tenía quince años, Eddie Cochran estrechó la mano que estás estrechando ahora”, le dijo a Hawley. “Así que ahora, conmigo como médium, estás estrechando la mano de Eddie Cochran”.

2001 siempre fue el futuro. Acá, en la Argentina, derribamos el monolito de Kubrick y usamos los fragmentos para romper las vidrieras. De pronto, en las bateas de Musimundo, el debut de los Strokes ya no valía 21 pesos sino 21 dólares. El mundo era un espejismo. Dos robots usaban un novedoso software para voces llamado autotune y una banda de dibujos animados alcanzaba la cima de los rankings. Ahí, en ese preciso momento, Hawley se encerró con su padre para grabar una viejísima canción de Howard Seratt sobre la amenaza del naufragio y la luz que nos toca el hombro. Una época también sucede adentro de una habitación.

En un par de años, el prestigioso sello Setanta sacó los primeros dos discos oficiales de Hawley. Ambos, desde el título, trazaban una suerte de mapa. Late Night Final (2001), por ejemplo, era el cantito de los canillitas locales cuando anunciaban la edición vespertina del Sheffield Star. Lowedges (2003), por su parte, era y sigue siendo uno de los barrios más pobres de la ciudad. Un conglomerado de monoblocks grafiteados donde, a juzgar por estas canciones, los muchachos llevan a sus chicas al trabajo a bordo de sus motos y la tarde ofrece el único consuelo posible con las voces acampanadas de los más viejos.

Políticamente, Hawley siempre fue claro: un ciudadano de la clase trabajadora. Sin embargo, aunque cada vez que lo consultaron se pronunció, nadie podría decir que comulga en el púlpito anglicano de la canción de protesta. Hawley escribe sobre su clase porque, en un punto, está exactamente en el medio. Vivió toda su vida en Sheffield y Helen, su esposa por más de treinta años, es una enfermera psiquiátrica con mil batallas encima. “Muchas de mis canciones hablan sobre las consecuencias de los actos de los políticos estúpidos, que afectan lo que a menudo se llama ‘gente ordinaria’”, señala Hawley. “Aunque no hay nada de ordinario en la gente”.

Para cuando firmó con Mute Records, todo el circuito británico estaba más o menos al tanto de su música. Sin embargo nadie, ni en la más peregrina de sus fantasías, esperaba un disco de la talla de Cole’s Corner (2005): un enorme mural de cámara cuyo punctum, capturado en aquella tapa del ramo de flores, se encuentra en la esquina donde se citan los enamorados. Hawley tomó la torch-song adonde la había dejado Sinatra con todos esos discos onda In the wee small hours y la llevó en un bondi de regreso al barrio. El resultado es uno de los grandes clásicos del siglo XXI. Al año siguiente, cuando el debut de los Artic Monkeys le ganó como Disco del Año en los Mercury Prize, Alex Turner subió casi que para pedir disculpas. “Que alguien llame al 911”, dijo. “Richard Hawley acaba de ser asaltado”.

Nadie lo vio subir, pero Hawley no se bajó más. Después de cerrar el díptico orquestal con Lady’s Bridge (2007), comenzó a editar una saga de discos siguiendo un patrón de sístole y diástole. Así, el minimalismo casi ambient de Truelove's Gutter (2009) habilitó el salto eléctrico y psicodélico de Standing at the Sky's Edge (2012). Así, el crudísimo Hollow Meadows (2015) dejó abiertos todos los agujeros que llenó Further (2019). Los adjetivos, en ese sentido, mienten un poco. Cada desplazamiento de Hawley es delicado. Su cuarteto es como la estrella de mar que ahora está aquí y, cuando despertamos, vemos un poco más allá.

“Hemos estado juntos como banda durante un cuarto de siglo”, dice Hawley. “No somos la mejor banda del mundo, pero somos una buena banda pequeña y eso es suficiente. Tenemos confianza y seguridad sin ser arrogantes. No es que yo sea cómodo y no deseé llevar mi música más allá de mis límites, porque lo intento, pero no me interesa medir ni comparar mi carrera con la de nadie más. Solo quiero existir en mi propia piel y hacer lo que hago. Muchas de las canciones que hacemos son acerca del dolor, pero tocarlas nunca es una agonía. Es otra cosa”.

Como diría Dárgelos, la pregunta es… qué cosa. A juzgar por “Tonight The Streets are Ours”, aquella canción que coronó el documental sobre Bansky, tocarlas puede ser un júbilo. Peinado y trajeado para cada ocasión, el cuarteto sale disparado sobre la batida de la mano derecha y una melodía que cruza un siglo de música como si fuera un pasacalles. Hay que subirse a la terraza para leerlo. Dice que todavía queda mucho por sanar. Dice que las luces en nuestros corazones nunca mienten. Y que esta noche, a pesar de todo, las calles son nuestras. ¿Quién se va a querer bajar?