En la bicicleta tuneada. Le había dado una vuelta de tuerca al sistema de los antebrazos de la mountain bike, iba cómodo, en la cima del camino cantando "Quisiera despertar" de Gustavo Pena “El Príncipe”, este tema tan interior, tan sabio, apasionado hasta el desvarío. La bici había sido reconstruida por mí, para andar feliz. Sin culpa, sin ira, como dice El Príncipe. La canción -es así- me atraviesa como un fantasma, me habita, o debo ser yo quien habita en la canción o quien la recorre, porque es un mundo infinito que se canta en menos de cinco minutos. Es una de esas canciones que tienen algo de brujería del amor, una magia sin ritual, un hechizo sin encantamientos, pura energía de la palabra franca y serena. Y en la bici, como si avanzara en las curvas de mi mente, pedaleaba a los gritos.

En el cuelgue de la bici dada vuelta. En el empalme de Forest y Corrientes entendí que la bici era un mundo, caños como huesos soldados, una máquina que me hacía avanzar a toda velocidad. Con los cambios que introduje, los frenos quedaron lejos, cerca de la rueda delantera. Si tuviera que hacer una maniobra repentina que requiriese clavar los frenos, tendría que estirarme más de un metro hacia adelante, casi agacharme sobre la bicicleta sin perder el control, estirarme como un gato que mira desde las alturas y ve pasar una paloma y salta. La caída, para ellos, es una forma de vida, una condición de la existencia, pero desde la cornisa se vuelven inútiles, ingenuos y ante la posibilidad de cazar se arrojan sin entender la distancia con el suelo, una experiencia tan siniestra como frecuente. Así voy, con una mano tomado del caño que sobresale del manubrio, una protuberancia que parece la rama sin crecer del cuerno de un ciervo. En la otra, llevo una bolsa con un MP5 de mi hija para arreglar.

Esa mañana, en cuero, cantaba a los gritos esa canción que ya había cantado tantas veces, esos versos eran parte de mi sentido común. Hay canciones que se dejan cantar en un susurro o alzando la voz, sin alterar el esencial desborde de uno mismo: quisiera despertar un día , sin voces, sin gente, sin esa agitación en mi mente por lo que vendrá, tan solo amanecer tranquilo, contento conmigo , sabiendo que Dios es mi amigo y en su eternidad no me dejará, caer donde a veces he caído, quedamos sordos sin oídos, miramos y ya no nos vemos porqué ya no estamos acá... Un himno, una armonía de mis plegarias. A solas, en silencio, un poco sin oídos, así se canta "Quisiera despertar".

Hacía ya meses que no trabajaba en la veterinaria familiar, un espacio que había habitado durante diez años, entre la enfermería, la medicina, el dolor, la frialdad y la ternura acompañada por la interpretación de sonidos inarticulados, respiraciones, maullidos y ladridos. Había sido padre joven, necesitaba ganar dinero y la producción audiovisual fue la puerta de salida del negocio familiar. El lenguaje sin voces de la animalidad, esa banda sonora de la veterinaria, me llevó al oficio de sonidista. Soy un animal que sobrevive en la escucha y en la interferencia de silencios.

Encaré las calles dispuesto a comerme el espacio y diluir el tiempo en la velocidad. La transpiración que devora el asfalto y se mete las sendas peatonales en las venas como barras de poderlo todo, un personaje más de los juegos del MP5, como si fuera todos los pixels de esa diminuta pantalla rota, al mango, agarrado de nada o de casi nada. Quisiera despertar un día… Y entonces un pozo. La mano apenas tomada del manubrio se suelta y ya no vuelve a controlarlo nunca más, me inclino hacia adelante en el intento de manotear el freno. La bicicleta viboreaba por la calle Corrientes y yo un Buster Keaton inconsciente. Mordí el polvo, entre Villa Crespo y Almagro, dominado por mi propia puesta en escena. Los autos me pasaban por el costado, nunca solté la bolsa del MP5; sin embargo, el aparato salió disparado por inercia y se hizo mil pedazos con mis ilusiones, los videojuegos de mi hija, mis ficciones, mis vidas, mis posibles victorias y las de mi hija.

Mi alimento in-balanceado sentado en la palidez del cordón de la calle Corrientes era la ilusión de no estar quebrado. Hasta hacía un momento cantaba a los gritos. La confirmación de la fractura de hombro produjo una escena feroz en el Hospital Italiano. Llanto, desmayo, suero saliéndose de mis venas, la sangre chorreando por todas partes. Tenía que suspender todo, eso le decía al enfermero, y él no te pasa nada, nene, hay gente que se está muriendo acá. Ruptura de la cabeza del húmero. Lesión de vasos sanguíneos. Formación de hematoma. Periodo de coagulación. Formación de callo fibroso, óseo, definitivo. Remodelación y recuperación de la movilidad. Sin brazo no tenía trabajo. Yo quería amanecer tranquilo, contento. Sin agitaciones en la mente. Ahora estaba desempleado, inmóvil, desesperado, en reposo, lisiado.

Uno construye edificios sin sentido, lugares que cree seguros, refugios para esconderse. En realidad, son caídas en picada. Un hundimiento de monoambiente para guarecerse y en los pasillos está el asunto, donde la portera baldea las huellas que pisamos hasta que se vuelven partículas espectrales que respiramos y que al exhalar son huracanes, máquinas de demoler, esferas gigantes con una Miley Cyrus montada para causar derrumbes. El desplome y la caída siempre están edificando. En el derrumbe aparece la ternura. Y con la ternura, el cuidado, el abrazo. El dolor, el amor y el miedo. Entre derrumbes y ternuras nos movemos en irreversible cadencia.

El Príncipe fue un maestro en esas artes. Ya en su ocaso, en un cuarto derruido con una computadora vieja, cantaba qué lindo que es comer una polenta cuando hay frío y hay tormenta. Me subió a la cima de mi espíritu y me tiró en caída libre, del idilio al asfalto. La caída es el fin de un abismo y el principio de otra cosa, por pequeña que sea. Hay algo nuevo que antes no existía, como el coro de la canción, una melodía que sale de la nada para introducir la poesía, la magia inasible de "Quisiera despertar".

Siempre quise construir casas, aunque quedasen en falsa escuadra. Siempre estuve obsesionado con armar familias. Una vez hice una canción antigua y premonitoria. Decía algo así como destrozame, rompeme las paredes, mareame para encontrarte, moveme las columnas de lugar, saltame la pintura, volame los techos, sacame las membranas, llename de humedad. Aflojame las baldosas para que no te pise, volveme tu linyera, llename de escombros y hagamos una casa. Una casa.

Marcos Zoppi (Mar del Plata, 1976) pasó su infancia en Ginebra, Suiza, y regresó del exilio político en 1984. Diseñador de sonido, compositor musical y escritor. En 2014 fundó Zubsonido, estudio de sonido para cine y medios audiovisuales. Ultrazoppi es su último proyecto musical de composiciones propias. Publicó sus primeros textos en Fado fanzine y su primer libro Todo moría ese día en Editorial Mansalva.