DESPUÉS DE UN BUEN DÍA - 7 PUNTOS

(Argentina, 2024)

Dirección: Néstor Frenkel

Guion: Néstor Frenkel y Sofía Mora

Duración: 84 minutos

Con los testimonios de Enrique Torres, Anabella del Boca, Aníbal Silveyra, Magrio González y Andrea del Boca

Se exhibe los viernes en el Malba y los sábados en el Centro Cultural San Martín.

Uno de los estrenos del 18 de noviembre de 2010 fue Un buen día. Era el debut en el largometraje del veterano director de telenovelas Nicolás del Boca, tenía un guion a cargo de Enrique Torres y presentaba una premisa similar a Antes del amanecer (dos extraños se conocen y pasan un día juntos), pero en las playas de Long Beach y con dos inmigrantes argentinos como protagonistas. Fue lapidada por la crítica y un fracaso estrepitoso de público. Lo particular es que esos pocos espectadores salieron sorprendidos ante la que pronto fue catalogada como la peor película argentina de la historia. 

A caballo de ese rótulo, Youtube, memes y stickers, Un buen día se convirtió en una película de culto, con miles de videos en redes con reacciones de personas viéndola por primera vez y cientos de fanáticos que saben la letra de memoria, elaboran teorías y líneas temporales y hasta organizan funciones.

De cómo se gestó este fenómeno inesperado se ocupa Néstor Frenkel en Después de Un buen día, un documental que tiene el tono entre juguetón y canchero de casi toda la obra de un director que suele tomarse un poco en broma y otro poco en serio los fenómenos variopintos que retrata. El de Un buen día, desde ya, se presta para lo primero, pero Frenkel acierta al ir más allá para encontrar un núcleo un tanto más noble y hasta emotivo sobre el final de este relato estructurado a la manera clásica, esto es, de lo general a lo particular. Es así que comienza con la introducción donde contextualiza la película, el “gancho comercial” del protagónico de “la novia argentina de Al Pacino” (Lucila Solá) y qué ocurrió con el estreno, especialmente con la crítica, que coincidió como pocas veces diciendo que era un desastre total.

A partir de allí, un viaje hacia los nombres centrales de su producción. Como su alma mater, Quique Torres, un busca de aquellos que parece estar de vuelta de todo y cuya vida incluye una etapa como jugador profesional en Chacarita (fue parte del plantel campeón de 1969), otra como emigrante en España y fundador de revistas de zarpe total incluso en pleno destape, una tercera como periodista amarillista en la Argentina y, la cerecita del postre, la que lo tuvo como guionista de varias de las tiras más icónicas de la televisión argentina de fines de 80 y principios de los 90. Las telenovelas de Andrea del Boca, claro, pero también Cebollitas y Muñeca brava, el trampolín al estrellato de Natalia Oreiro.

Le siguen testimonios de la propia del Boca y de Aníbal Silveyra, un actor que tuvo su cuarto de hora en los ’80 y después se fue a Estados Unidos, donde se quedó viviendo como artista musical e intérprete. Silveyra es, como Torres, un personajón, un performer total, uno de esos artistas con ínfulas de grandeza que “actúa” hasta en las llamadas con clientes. El protagonista de Un buen día terminó odiando a todos por la pésima recepción de la película y las burlas que durante años recayeron sobre su trabajo, aunque con el tiempo se dio cuenta de algo clave, que coincide con la directriz espiritual del documental de Frenkel. A su extraña manera, Silveyra, Torres y compañía habían triunfado, porque filmaron una película hace más de diez años que todavía circula. No muchos colegas pueden ufanarse de eso.

Pero para que algo sea “de culto” es necesaria una masa crítica que la milite. Más allá de las imágenes inéditas del backstage y de los detalles sobre la cocina del rodaje, la parte más jugosa de Después de un buen día llega cuando entra en escena el fandom, hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes, que encontraron en “El club de apreciación” un lugar de pertenencia. Cada tanto arman funciones donde cada línea de diálogo es gritada como un gol, donde la risa y los aplausos se vuelven contagiosos. A una de ellas fue el propio Torres, que entendió perfecto de qué iba la mano y se prestó a todo, incluso a mil fotos. Y está muy bien que lo haya hecho. A fin de cuentas, su “fracaso más exitoso”, como él mismo lo define, tiene la fuerza suficiente para hacer de una proyección un ritual colectivo muy parecido a una fiesta pagana. Algo que el cine parecía haber olvidado.