Qué enorme se lo veía al entrañable Roberto “Tito” Cossa –que no era un hombre corpulento–, con ese tono grave de incorregible fumador de pipa, que sonaba levemente enojado, aquel jueves 23 de abril del 2015 en la sala Borges del predio de La Rural. “¿Un dramaturgo abriendo la Feria del Libro? Salvando las distancias, me sentí como el papa Francisco. Me habían ido a buscar al fin del mundo”, bromeó entonces el también columnista de Página/12, autor de obras inolvidables como La nona, Yepeto, El viejo criado, Tute Cabrero, Ya nadie recuerda a Frédéric Chopin y Gris de ausencia, que fue parte de Teatro Abierto, el mayor frente cultural de resistencia a la dictadura cívico militar, creador del Movimiento de Apoyo al Teatro (MATE) y presidente de Argentores. Cossa, emblema del teatro argentino, exponente de la llamada “generación del nuevo realismo”, murió este jueves a los 89 años.

"El autor come en la cocina"

El destino juega con los principios y finales. “Tito” nació el 30 de noviembre de 1934 en Buenos Aires, fecha en la que se celebran en simultáneo el Día Nacional del Teatro (por La Ranchería, la primera sala teatral) y el Día del Teatro Independiente (por el Teatro del Pueblo). Su primera vocación fue la actuación, pero no se animó por “cobarde”, según él mismo se definía con una adjetivación drástica. “El teatro es esa ceremonia maravillosa en la que se pone el cuerpo. Yo digo siempre que el teatro es una fiesta y el autor come en la cocina”, reflexionaba con ese humor con el que buscaba rebajar los decibeles dramáticos y amortiguar un asunto doloroso en el plano de la intimidad. Su hijo Mariano Cossa, compositor de música para teatro, autor y director, nació un 27 de marzo, el Día Internacional del Teatro. El mismo día de su muerte se estrena en el Teatro Cervantes Un guapo del 900, un clásico argentino de Samuel Eichelbaum, con adaptación de Cossa, una función inaugural que tendrá una carga emocional especial.

“Tito” vivió los primeros años del peronismo escudriñando esa polarización que nunca se extinguió. Se hablaba de Perón a favor o en contra. Para los antiperonistas la mala salud, la lluvia, cualquier nimiedad, se la achacaban a “ése”, el modo en que nombraban al entonces presidente. Una parte de su familia era antiperonista por definición. Para su padre, que era un socialista “muy vital”, el peronismo era una forma de fascismo. La otra rama familiar era proletaria y peronista. Las reuniones de los domingos terminaban a los gritos. En una contratapa del diario publicada en 2012, titulada “Clase media”, condensa esta tensión que atravesó también su propia vida. El 26 de julio de 1952, estaba en San Isidro en la casa de unos parientes peronistas. Entonces no lloró porque no los quería ni a Perón ni a Evita. Esa noche volvió a su casa de Villa del Parque atravesando las calles oscuras y silenciosas. El texto concluye reconociendo cómo sesenta años después se arrepentía por no haber llorado aquella aciaga noche en la que murió Evita.

El peronismo no es moco de pavo: se lo ama (o, en la variante menos pasional, se lo respeta) o se lo rechaza con un odio y una ferocidad ilimitados. Conviene poner en pausa la tentación de contar una vida desde la rígida cronología. Ya nadie recuerda a Frederic Chopin, obra que escribió en 1981 y que actualmente está en cartel en el Teatro La Máscara, con dirección de Norberto Gonzalo, tiene un origen remoto en una broma que hizo en la escuela primaria. Los personajes de la obra surgen del pensamiento y la soledad de una mujer madura, Susy Galán, que un 17 de octubre de 1981, mientras se dispone a cumplir con un homenaje barrial a Frederic Chopin (en el aniversario 132 de su muerte) recuerda momentos de su vida, como el 17 de octubre de 1945. Una jornada histórica que tendrá diferentes significados para la familia Galán. Para la madre de Susy representaba la fecha de homenaje del compositor y pianista franco-polaco; para el padre, un español anarquista, fue el día en que las "hordas fascistas" desbordaron la Plaza de Mayo.

La profesora de música les había pedido hacer una composición sobre Chopin para recordar su muerte. Como el compositor y pianista había nacido un 17 de octubre (de 1849), a “Tito” se le ocurrió asociar la fecha con Perón. El escrito fue a parar al rector, que mandó llamar a su padre. “¡Esto no puede pasar!, le dijo, y me echaron. Yo no era buen alumno, pero tampoco tan malo. No recuerdo bien cómo era la composición, pero sí sé que yo no era un humorista fino. Hice chistes sobre Chopin y Perón, y eso era demasiado para la época. Aquel peronismo era muy duro. Mucho tiempo después, aquella humorada se me hizo muy presente. Decidí que tenía que hacer algo con eso y escribí la obra. Fue una especie de reparación”, le contaba el dramaturgo a la crítica teatral Hilda Cabrera (1941-2021).

De la actuación a la escritura teatral

Fumaron en pipa William Faulkner, Raymond Chandler, James Joyce y Georges Simenon, por mencionar apenas un puñado de escritores de una extensa galería de humo a la que se une el autor de La nona. Le produjo un gran impacto, como un creyente al que se le aparece la imagen del señor, ver Muerte de un viajante, de Arthur Miller, con Narciso Ibáñez Menta y Milagros de La Vega. Entonces tenía 16 años y el histrionismo de Ibáñez Menta fue el primer germen de su interés por la actuación. Aunque interpretó unos pequeños papeles, hizo al viejo de En familia, de Florencio Sánchez, pronto se dio cuenta de que por cobardía o timidez no podría continuar con la actuación. Nunca escribió una novela, aunque le gustaba leerlas. Probó la escritura de algún poema juvenil que él calificaba de “olvidable” y una obra de teatro para títeres, Una mano para Pepito, que fue lo primero que escribió pero no incluyó en sus obras completas. Su primera obra, Nuestro fin de semana, la escribió en 1962 y se estrenó en 1964. “A mí me consideraban naturalista y chato. Ante eso, yo me defiendo aferrándome a mi manera de escribir”, explicaba en Escribo para estrenar, libro publicado por Corregidor en 2010 que reúne artículos y entrevistas. A la par que se aventuraba en la escritura teatral trabajó como periodista en Clarín, La Opinión, El Mundo y El Cronista Comercial.

En sus obras aparecen seres insatisfechos, frágiles ante la presión social y sin perspectivas de modificar su situación. Después de la pieza inaugural siguieron Los días de Julián Bisbal (1966), La ñata contra el libro (1966) , La pata de la sota (1967), Tute Cabrero (1968) –llevada al cine bajo la dirección de Juan José Jusid-- y El avión negro (1970), escrita con Germán Rozenmacher, Carlos Somigliana y Ricardo Talesnik. La década de 70 estuvo marcada por uno de los personajes más destacados que imaginó: la nona que se devora todo lo que ve, que come sin razón, sin deseo, sólo por el hecho de comer. La nona, escrita en 1976, una de las obras de humor grotesco más representadas de la Argentina, es la historia de la decadencia de una familia que al tener que mantener a una vieja de cien años --que a medida que pasa el tiempo tiene más hambre y vitalidad-- cae en la ruina económica. En 1979 fue llevada al cine por el director Héctor Olivera, con Pepe Soriano, Juan Carlos Altavista y Osvaldo Terranova, entre otros. El éxito de la obra le permitió dedicarse exclusivamente a la dramaturgia.

"El milagro de la palabra sugerida"

“Tito” militaba en las filas de la literatura; para él teatro es ficción. La diferencia fundamental es que “el milagro de la palabra sugerida es posible si contamos con la complicidad del actor”, aclaraba el autor de No hay que llorar (1979), El viejo criado (1979), Gris de ausencia (1981), Los compadritos (1985), Yepeto (1986), Angelito (1991), Lejos de aquí (1993) --escrita en colaboración con Mauricio Kartun--, Viejos conocidos (1994) y Los años difíciles (1997), entre otras. El dramaturgo fue presidente de la Sociedad General de Autores Argentinos (Argentores), entidad de la que era presidente honorario, y la legislatura de la Ciudad de Buenos Aires lo declaró ciudadano ilustre. Su prolífica trayectoria le valió numerosos reconocimientos: el Premio Nacional de Teatro de Argentina, el Premio a la Trayectoria de la Ciudad de Buenos Aires, el Premio de Honor de Argentores, el Premio del Público y de la Crítica de España y el Premio Konex de Platino. Lo último que escribió y estrenó fue en colaboración con su hijo Mariano, la obra de ciencia ficción Sólo queda rezar. Cossa integró la Comisión por la Memoria que preside el Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel. Las Madres de Plaza de Mayo le otorgaron la distinción “Veinte años juntos” por su compromiso.

En el último tiempo estaba con algunos problemas de visión y de movilidad, pero con el oído siempre atento a la radio. A fines de enero de este año habló con Víctor Hugo Morales por la AM 750 sobre Javier Milei y el encono hacia la cultura. “Este hombre está dispuesto a destruir todo; es muy bravo”, se quejaba el dramaturgo. El camino hacia los 90 años, que hubiera cumplido el próximo 30 de noviembre, lo vivió sabiendo que “ya se pagó el último peaje”. El deseo de “Tito”, que intuía que tenía que “ir haciendo las valijas”, es que sus obras se sigan representando. Allí donde haya una pequeña sala y también en los grandes teatros del país el teatro de Cossa continuará iluminando, con obstinada belleza, las aristas más incómodas de la realidad, como una llama que persiste más allá de la oscuridad del tiempo.