Hace unas tres décadas, cuando los diarios vivían su estrellato y se vendían diariamente cientos de miles de ejemplares, una encuesta cuya fuente no recuerdo preguntaba a los lectores cuál era la cualidad que más valoraban en su diario.
Recuerdo que por mayoría los lectores de Clarín y La Nación respondían “Que me dice la verdad”, mientras que los de Crónica y Diario Popular priorizaban “Que me informa antes” o “las primicias”.
Tiempo después una radio promocionaba su informativo con la frase “Mitre informa primero”.
Mi primera conclusión de entonces sobre la encuesta fue que para un número tal vez considerable de lectores “la verdad” no era lo más importante que buscaban en un diario.
Y hoy, con el diario del lunes, me pregunto sobre “la verdad” que buscaban los otros lectores, los que decían priorizarla.
Descontando el hecho de que mucha gente responde a las encuestas no con su verdadera motivación, sino con un gesto políticamente correcto - “lo que queda mejor decir” -, infiero que para muchos aquella verdad que tanto priorizaban en su diario era, en realidad, que confirmara lo que ya pensaban.
Treinta años más tarde, el periodismo argentino se debate entre el retroceso y precarización de sus condiciones de trabajo y el desafío de encontrar su rumbo en tiempos de la pos verdad, cuando parece haberse instalado con cinismo aquel concepto de Nietsche, ”No existen los hechos, sólo hay interpretaciones”.
Pero los hechos, como el escándalo que investigó el periodismo de los alimentos retenidos criminalmente por la ministra Pettovello y el fraude de sus contratos, sí existen.
Y colocaron al gobierno de ultraderecha autoerigido en cruzado contra las maldades de la casta en una crisis evidente que ni siquiera consiguen disimular por más que se empeñan aquellos diarios que decían “la verdad” según sus lectores de hace treinta años.
Podemos entender la decepción que sienten hacia el periodismo y los medios las nuevas generaciones, que optaron por superpoblar las redes sociales. Aunque, paradójicamente, navegan en el mar más turbio y alejado de la posibilidad de conocer “la verdad” de los hechos.
El enmascarar la realidad es algo de todos los días. Ahora bien, la posverdad no es un accidente o un envejecimiento natural de la noticia en una sociedad saturada de información. No es como una lluvia ácida que cayó sobre todos sin excepción.
Las fake news, y el acomodar las noticias o silenciarlas según los intereses empresarios y políticos de los medios, operan para borrar los hechos.
Más allá de las preferencias personales, que “no existan los hechos”, que se distorsione la realidad no conviene a los intereses de los ciudadanos. ¿A quién conviene?.
En una sociedad donde la democracia convive con brutales desigualdades, privilegios contra carencias, a los distintos colectivos que forman las mayorías les conviene que las injusticias se conozcan.
Mientras que a las minorías poderosas, beneficiarias de esas desigualdades, les conviene que tantas injusticias queden veladas para los ciudadanos porque necesitan disciplinar a una sociedad para que acepte un orden de cosas que la perjudica.
Ya que hablamos de máscaras, digamos también que hay actores que desaparecen de la escena como por arte de magia, y son de dos clases: los vulnerables y los poderosos. Los primeros son invisibles, y olvidables, porque no tienen el poder de hacerse ver. En cambio, los poderosos tienen la capacidad de volverse invisibles para ganar márgenes de acción.
Muy pocos ciudadanos tienen alguna referencia sobre Paolo Rocca, Alejandro Bulgheroni o Gregorio Pérez Companc, tres del puñado de personas cuyas decisiones tienen la capacidad de sacudir el país.
Ese reducido puñado de poderosos acompaña detrás de la escena la ofensiva más grande encarada por esta ultraderecha que priva escandalosamente de la comida a los vulnerables con el silencio de tantos ciudadanos para quienes esos hambrientos son hoy, trágicamente, invisibles e indeseables.
Una verdad que no es demandada a los medios.