Emulando el nombre de un santo decapitado, se nos presenta en la historia argentina don Juan Bautista Alberdi (1810-1884). Alberdi fue opositor en cuanto pudo a las políticas de Mitre y de Sarmiento. Opositor a todo lo que fuera poder absoluto, militarismo, Guerra del Paraguay. Un liberal raro, al servicio del federalismo, que se negó —debido a las grandes distancias— a acompañar a su comprovinciano, el presidente Nicolás Avellaneda, cuando realizó el dramático llamado de mudar la capital de la Nación. El gobernador de la Provincia de Buenos Aires, don Carlos Tejedor, le había declarado la guerra al Ejecutivo Nacional, y Avellaneda se vio obligado a trasladarse junto con parte del Congreso al lejano pueblo de Belgrano, hoy un barrio de CABA. Bueno, ahí es cuando Alberdi, como congresal expresó su federativo “yo me quedo en el centro”. Varias calles en Caseros, Olivos, Florencio Varela, Muñiz, Crucecita, San Antonio de Padua, Villa Sarmiento (¡justamente!), más un espacio verde en Ituzaingó recuerdan a este escritor, diplomático y poeta.

En su petit-pieza teatral sobre el régimen rosista llamada El gigante Amapolas, uno de sus protagonistas, el mayor Mentirola, ofrece una solución estratégica para economizar degüellos:

"Los siglos pasarán unos tras otros, como hormigas, y los guerreros de la posteridad dirán: ¡Ah! ¡quién hubiese pertenecido á la división Mentirola, en la jornada memorable contra el Gigante Amapolas! ¡Ea! formarse en hileras de fondo, para que, si el Gigante nos hace un corte seis con su sable, no caiga mas cabeza que la del que va adelante. (Se forman, pero nadie quiere quedar el primero de adelante)".

Alberdi recurrió también a la imagen de los cuellos cortados, los cráneos apilados y el degüello en su poesía lírica. En su poema dedicado a Mayo, por ejemplo:

Vieja Europa corrompida!

Rebosaba en tí el veneno

Y quisiste echarlo al seno

De una tierra virginal,

Y agobiarla enfurecida

Con tus bárbaras legiones

Que en la cruz de sus pendones

Escondían el puñal.

No bastaba á tu codicia

De los Incas la corona;

El dosel de Moctezuma

No saciaba tu avidez.

Con satánica avaricia

Todo el mundo americano

En el hueco de tu mano

Pretendiste asir tal vez —!

América ¡ay de tí! tu dócil cuello

Puso Dios en las manos del verdugo; —

Tocaron á degüello…

Para luego denunciar unas estrofas más adelante:

Y la sangre corrió formando lagos

Desde el monte escarpado á la llanura; —

El Inca apuró á tragos

La copa de amargura;

Y de cráneos alzóse una montaña

Monumento de oprobio para España.

Por otra parte, hablando de cuellos y degüellos, Alberdi le tenía terror a las tormentas. En sus viajes de ultramar, que fueron varios, "había prometido degollarse antes que morir ahogado, de manera tal que dormía por las noches con la navaja de afeitar a su lado, la misma que durante el día llevaba siempre en el bolsillo".

El pensador tucumano se oponía a la visión reduccionista de Sarmiento de ciudad = civilización / campo = barbarie y afirmaba que en la campaña tanto podían residir las clases productoras, generadoras de una industria, como en la ciudad “civilizada” podían anidar vagos, salteadores que hacían los elementos del crimen y de la Mazorca. La anarquía, señalará Alberdi, era causa de la mezquindad de Buenos Aires. La ciudad era el principal caudillo, con todos sus recursos de poder concentrados en la ciudad-puerto, a la cual se le otorga o ella misma arrebata la suma del poder público que le sirve para avasallar a la provincia misma y vivir en guerra perdurable con su vasallo.

La lucha es por el reparto de la aduana. Rosas dominaba a la demás provincias con dinero más que con ejércitos. Cuando Rosas desaparece de la escena luego de Caseros Alberdi observará que “cayó el símbolo y quedó en pie la cosa que representaba”. Mitre será esa “cosa” siguiente.

Pero hay algo peor. Alberdi observa que Facundo, el libro en sí, se presenta como un manual de mala conducta, en donde se incita al inconstitucionalismo que justifica los medios de represión para acabar con un mal, el mal del gaucho, del bárbaro, de los plebeyos.

¿Hizo bien Lavalle en fusilar a Dorrego? (La pregunta se plantea y la plantea a partir del Facundo) Si, hizo bien, afirma Sarmiento: “era una consecuencia necesaria de las ideas dominantes de entonces […] el soldado, intrépido hasta desafiar el fallo de la Historia (habla de Lavalle), no hacía más que realizar el voto confesado y proclamado del ciudadano. Lavalle —leemos en Facundo— respondía a una exigencia de su época y de su partido".

La obra de Sarmiento nos presenta la opción radical, la de la ciudad-república a la manera de Atenas y Roma, donde la patria lo es todo y el ciudadano que está debajo del patriciado, nada. Donde la ciudad es civilización y la campaña barbarie. Donde Europa es mucho y América, poco. No hay opciones en el Facundo para que el individuo pueda contar con una república con garantías por sobre la patria patricia.

Yo necesito aclarar un poco este caos —dirá Sarmiento en Facundo en referencia a los entresijos argentinos— para mostrar el papel que tocó desempeñar a Quiroga. Así, en el libro, describe al atropellado Gregorio Aráoz de Lamadrid, un militar unitario al que el autor es afecto, pero al que reconoce como el causante de los problemas:

“En 1825, la República se preparaba para la guerra del Brasil, y a cada provincia se había encomendado la formación de un regimiento para el ejército. A Tucumán vino con este encargo el coronel Madrid (el mismo al que hoy llamamos Lamadrid y que surca en toponímia las localidades de Villa Ballester, Crucecita, Lomas de Zamora, Ramos Mejía, Bernal, Trujui, Morón y Villa Lynch), que, impaciente por obtener los reclutas y elementos necesarios para levantar su regimiento, no vaciló mucho en derrocar aquellas autoridades morosas y subir él al Gobierno, a fin de expedir los decretos convenientes al efecto. Este acto subversivo ponía al Gobierno de Buenos Aires en una posición delicada. Había desconfianza en los gobiernos, celos de provincia, y el coronel Madrid, venido de Buenos Aires y trastornando un gobierno provincial, lo hacía aparecer a aquél, a los ojos de la nación, como instigador. Para desvanecer esta sospecha, el Gobierno de Buenos Aires insta a Facundo que invada a Tucumán y restablezca las autoridades provinciales. Madrid explica al Gobierno el motivo real, aunque bien frívolo, por cierto, que lo ha impulsado, y protesta de su adhesión inalterable. Pero ya era tarde: Facundo estaba en movimiento.”

La imagen que pinta Sarmiento de Facundo Quiroga va de la crueldad fantástica a la superficialidad de las maneras. Así nos dice que él era “un tipo de la barbarie primitiva […] su cólera era la de las fieras: la melena de sus renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus ojos, en guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa; su voz se enronquecía, y sus miradas se convertían en puñaladas […] hechos que sólo pintan el mal carácter, la mala educación y los instintos feroces y sanguinarios de que estaba dotado. Para luego seguir con lo que —da la impresión— más irritaba al sanjuanino: ¡Usaba chiripá en vez de frac! ¡Prefiere un rancho a una casa decente! ¡Prefiere hablar con una sirvienta negra que con los notables del pueblo! ¡No cabalga en silla inglesa!

¿Cómo era la voz de Quiroga fuera de la invención del Facundo? Luego de más de un año de conflictos interprovinciales, el 26 de junio de 1827, los gobernadores de La Rioja, Quiroga, y de Santiago del Estero, Felipe Ibarra, se sienten en la necesidad de despachar —bastante tarde, digámoslo— una circular formal declarando la guerra a Tucumán y Catamarca. La misma cultiva el arte poco estudiado de la comunicación gubernamental sumado a la teatralidad, una mezcla de lenguaje protocolar con Calderón de la Barca, como si Segismundo hubiese sido contratado, en carácter temporario, como vocero del aparato estatal. Aquí, el ejemplo:

"...provocados a una guerra la mas injusta y horrorosa por los gobernadores de Tucumán y Catamarca autorizados escandalosamente y sostenidos por el titulado Presidente de la República (se refiere a Rivadavia) marchamos sobre ambos territorios, resueltos a vengar injurias tantas, tantos insultos, ó desaparecer entre los hombres. ¡Sí Excelentísimo Señor! - La conducta de esas tropas de bandidos, han cometido excesos y crímenes hasta aquí desconocidos, aun de la misma malicia, asesinatos sin distinción de persona, de edades ni clases, robos, estupros, violaciones, sin reportarse, lo que la impiedad misma tiembla al acercarse a ellas; incendio de poblaciones enteras; son las razones con que han marcado el orden que traían por divisa. Así es, que la Provincia toda de Santiago vierte lágrimas, al impulso del dolor que le han ocasionado estos monstruos, nacidos para tormento de la especie humana, y las Provincias federadas, resentidas de tantos horrores hechos, no se han dispensado sacrificio alguno para levantar el ejército que marcha bajo la dirección inmediata de los que subscriben".

¿A quién iban dirigidas estas proclamas? Sospechamos que a la posteridad, es decir, a nosotros. De otra manera es difícil concebir que el ingente número de habitantes iletrados de la época pudiera abarcar el sofisticado lenguaje utilizado. Nos imaginamos al gaucho acusando el intrincado idioma de los doctores y un secretario pedestre traduciendo: “Lo que quiso decir es que hay que matar a todos los tucumanos que se nos crucen”.

Desde la proclama en cuestión, luego de enumerar las injurias recibidas, ambos gobernadores, el riojano y el santiagueño, advierten a sus pares de Tucumán y Catamarca: "...cual (no) será la indignación del ejército federal y cuán difícil es poder contener los furores de la más justa rabia y la más prudente represalia. Los que subscriben apurarán hasta el infinito, si es posible, su celo para inspirar a las tropas moderación y piedad, pero no pueden de modo alguno salir garantes."

Los escribas que bajaban al papel los sentimientos de los gobernadores eran cultores de la retórica. Se trataba, en general, de estudiantes de abogacía recibidos en Chuquisaca o ex-frailes devenidos empleados administrativos. Gustaban insuflar los ánimos con dramatismo. Una formula muy usada es la de la personificación: "¡crímenes desconocidos por la misma malicia!", "¡la impiedad misma tiembla de acercarse!" Y está muy bien eso de "apurar hasta el infinito” el querer evitar algo que, por otra parte, no se puede garantir. Modo en que cierran brillantemente la amenaza de que con gusto piensan —dada la oportunidad— emascular al contrincante.