La primera aparición del monstruo prehistórico conocido como Godzilla se produjo en una película de 1954, dirigida por Ishiro Honda y titulada Gojira. Fue una apuesta de la compañía Toho para resistir el embate de la televisión que había dañado a la industria del cine japonés mucho más que el terremoto de 1923 o los bombardeos de 1945. Según revela el crítico e historiador Donald Richie en su libro Cine años de cine japonés, la industria japonesa tendría su caída más profunda en venta de entradas y cantidad de películas producidas luego de 1964, año en el que las olimpíadas de Tokio pusieron un televisor frente a cada familia mientras el país volvía a la “familia de las naciones” tras años de destierro por la aventura bélica del emperador Hirohito. Sin embargo, ya desde los años ’50 las atracciones espectaculares como el technicolor, el sonido estereofónico, la pantalla ancha y el cine de superproducción habían oficiado como antídoto a la salida masiva de público de los cines. “El lagarto torpe se convirtió en una estrella a lo largo de una larga serie de 24 películas”, señala Richie. “Y se encontró con otros monstruos de la Toho como Mothra, Rodan, King Ghidorah, Ebirah, Megalon y un famoso turista extranjero llamado King Kong; y siguió aplastando maquetas de Tokio, Osaka, Nagoya y otras ciudades japonesas”. El mito cinematográfico de Godzilla había llegado para quedarse.

La nueva Godzilla Minus One, dirigida por el experimentado Takashi Yamasaki para celebrar el 70º aniversario de la franquicia y estrenada en estos días en Netflix, recoge aquella impronta de cine catástrofe con una clara y sugerente lectura política deudora de la paranoia radioactiva que había invadido a la nación derrotada luego de las bombas en Hiroshima y Nagasaki. Situada en el Japón del final de la Segunda Guerra Mundial, la aparición del monstruo en la pequeña isla de Odo, sitio secreto de un destacamento de reparación de aviones para los escuadrones suicidas, se convierte en la anunciación de la derrota y el oráculo de una dolorosa posguerra. El protagonista es un joven piloto, Koichi, destinado a una muerte segura, que elude bajo la sombra de la cobardía. En la víspera de la rendición japonesa, una inmensa criatura marina, de proporciones bíblicas y fisonomía prehistórica, emerge de las aguas para devastar lo que queda de la resistencia y el honor de los sacrificados japoneses. En el último minuto, el fallido kamikaze tuvo la oportunidad de enfrentar al monstruo con su ametralladora, pero no lo hizo. Las muertes de sus compatriotas lo perseguirán desde entonces entre sueños.

Es el año 1945 y Tokio es una ciudad destruida por los bombardeos aliados. La casa de Koichi es una pila de ruinas y de su familia solo quedan las humeantes cenizas. En un recorrido por una feria improvisada de sobrevivientes, la joven Noriko y la recién nacida Akiko terminan en sus brazos primero, y en su destartalada morada después. Lo que resta es la reconstrucción, luego de la tragedia nuclear y el deshonor de la derrota. En la original Gojira de 1954, la criatura despertaba por la bomba atómica, desplegando en cada ataque los efluvios contaminantes de la radiación, y era combatida por los científicos japoneses en una evidente alusión a la “carga del pasado”. Secuela tras secuela, pasaba a enfrentarse con otros monstruos extranjeros, emisarios simbólicos de las dos potencias de la Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética. Godzilla Minus One evoca aquel cine como barómetro del clima político y establece en su espectacularidad contemporánea la reformulación de la identidad japonesa tras la crisis de la guerra y la culpa por los caídos. “¿Cómo sé que ustedes no son el último sueño de un hombre muerto?”, exclama Koichi frente a esa familia improvisada que solo parece recordarle lo que no merece.

Aclamado como uno de los artífices de la renovación de los efectos visuales en el cine japonés (logrando por primera vez una nominación al Oscar en la categoría de efectos especiales para una película japonesa), el director y co-guionista Yamazaki no abandona el espíritu de aventura de su ficción y el concepto clásico del cine catástrofe. Si bien las apariciones de Godzilla arrasando con el distrito de Ginza en Tokio, o levantando como un barquito de juguete a un imponente destructor llegado de Singapur son las escenas más impactantes, el corazón de la película se dirime en la gesta personal de Koichi para hallar su redención y transitar su duelo. Como parte de ese calvario autoimpuesto y para mantener a esa familia ensamblada que ahora tiene a cargo, se une a un comando de veteranos de guerra en una destartalada embarcación de madera destinada a neutralizar las minas depositadas por amigos y enemigos en las costas japonesas. Una especie de Armada Brancaleone autóctona, que recoge de manera artesanal las potentes minas oceánicas que cercaron a la isla como un inminente polvorín para hacerlas explotar en el mar en singulares ceremoniales de su propia liberación.

La enorme figura de Godzilla, sombra amenazante de los Aliados en su primera aparición en Odo y fuerza devastadora del holocausto nuclear en sus incursiones en el continente, es más aterradora que en cualquiera de las secuelas anteriores. De hecho, la reciente incursión hollywoodense del monstruo en Godzilla vs. King Kong: El nuevo imperio (continuadora de la saga iniciada por la Godzilla de Gareth Edwards de 2014) está concebida como un show de golpes y piñas entre criaturas gigantes que rozan la parodia. En cambio, Godzilla Minus One aprovecha una astuta puesta terrorífica, ceñida al avance implacable de la criatura arrastrando autos y derribando edificios, mientras explora los miedos de aquellos que intentan aferrarse a la vida. Hay claros ecos de la desorientación causada en las autoridades militares y sanitarias tras la explosión del covid en los albores de la pandemia, con lo cual los ecos bélicos de la posguerra exudan un sentir contemporáneo para los nuevos espectadores.

En cada viaje al encuentro con las minas o con la amenaza de Godzilla, los tripulantes del barco evocan la encrucijada que invadió a Japón en la posguerra: ensayar una reforma social que atienda a la vida como prioridad y al mismo tiempo comprender el tormento de una generación de jóvenes que fueron enviados a la muerte en nombre de un ideal de poder imperial. La clave de la película está dada en el afán de sobrevivir de cada uno de los personajes, sean esos ex combatientes que ven resurgir la pesadilla de la guerra bajo la silueta de una criatura ancestral, o el propio Koichi, quien debe desafiar los fantasmas de su propia cobardía y exorcizar su culpa para abrazar el horizonte de una salvación. No como artesano de una épica nacida del sacrificio y la inmolación, sino como modesto constructor de una nueva realidad aceptable para los que han resistido la batalla, para los que han dado la pelea a la destrucción.