“Que amanezcamos”, repetía cada noche a modo de despedida antes de irse a dormir. "Que no es poco", le contestaba yo cada vez. Y nos reíamos. Y tratándose de Nora, no era poco. Era un montón. Porque sus amaneceres, a partir de aquella irreparable pérdida de su hijo Gustavo, cambiaron para siempre. Y continuaron cambiando. Desde aquellas noches teñidas de angustia e insomnio frente a lo inexpugnable de la desaparición, en los laberintos y recorridos infinitos de la búsqueda, su condición de madre se ensanchó para siempre. Se agigantó. Como si la ronda que crecía, proporcional a la dimensión del crimen, agrandara indefectiblemente el acto que esas mujeres estaban fundando. Y se amalgamó en ese espacio colectivo que ellas dibujaban con los pies, en esa Plaza que hicieron propia, y que las nombra. Frente al corazón del poder y sabiéndose escudriñadas por él, todo el tiempo.
Y cuando ese círculo les pareció insuficiente ante la indiferencia de los desaparecedores, salieron a rondar trascendiendo las fronteras. La Argentina era entonces un campo de concentración, y el silencio y el ocultamiento un secreto a voces. Y denunciaron y visibilizaron a escala planetaria el peor flagelo de este país. Pero también pusieron en la vidriera su más preciado tesoro: ellas, las Madres, y la lucha que inventaron. Porque inventaron, en acto, una respuesta inédita. Tomaron un pañal, como valiosa prenda de sus hijas e hijos, e hicieron de ese pañuelo blanco un emblema de su deseo decidido, indestructible. “Gustavo Cortiñas, detenido-desaparecido el 15 de abril de 1977”, decía el tuyo, Norita, que te colocabas con la cabeza en alto y ese aire de dignidad al salir al ruedo cada vez, tan firme como tu convicción que abrevaba en la lucha de aquellas y aquellos jóvenes generosos y comprometidos como tu hijo.
Cuántas anécdotas nos embargaron en estas horas, y lloramos y nos reímos al mismo tiempo, como si, al vernos así de tristes interrumpieras con una ocurrencia de las tuyas esa sensación de desamparo y orfandad irremediables. Porque sí, claro, cómo no la vamos a sentir, si vos ya no estás ahí para acudir presurosa con esos pasos cortos e incansables allí donde hubiera la vulneración de un derecho. Y lo hemos repetido hasta el cansancio en estos días: eras capaz de sentir cualquier injusticia como propia en cualquier lugar del mundo. Eso era lo que te caracterizaba, y así llevabas tu acción solidaria a quien la necesitara, sin preguntar jamás -diría mi padre-, su signo partidario.
Si andabas por la vida desandando injusticias, en consecuencia, el mundo va a ser un poco más injusto sin vos. Te desvelaba el sufrimiento del otro, te rebelaba el crimen del hambre, y el dolor ajeno te era propio. ¿Cómo vamos a hacer entonces Norita, en este mundo cada vez más desigual, donde la inequidad, la crueldad y la banalidad del mal se imponen como moneda corriente y los principios de nobleza y eticidad están devaluados?
En esa ardua y compleja tarea de construir esas respuestas, se entremetió un recuerdo. No hace mucho me llamaste para contarme un sueño: “Anoche soñé con vos”, me dijiste. “¿Ah, sí? Qué soñaste?”, te pregunté. “Soñé que te confeccionaba una bata de matelassé celeste para que estés abrigadita la noche anterior a preparar tu testimonio”. El jueves que te fuiste, porque hasta eso hiciste, te fuiste un jueves -igual que Lita una semana después-, declaré en una audiencia, amparada esta vez por mi flamante bata de matelassé celeste, que estrené esa mañana. Se lo conté a un amigo y me la pidió prestada. Vamos a seguir Nora, por supuesto, no se nos ocurre pensar lo contrario, hacia ese horizonte de justicia donde el acceso a derechos sea una práctica común. Pero permitime mientras tanto, vos, que hiciste de la maternidad un bien común, compartir mi bata de matelassé celeste para que podamos estar, de algún modo, abrigadas y abrigados en el calor de tu amoroso legado.
*Psicoanalista, doctora en psicología, ex detenida-desaparecida.