Entonces lo acomete la visión. Cuando puede volver a pensar, cuando el mosh termina y el trompetista ya no corre el riesgo de caer al piso si alguno se distrae porque ya lo han devuelto sano y salvo al escenario, Walter mira hacia la barra y lo ve. Es él; es el Égar, acodado junto a una botella de champagne de primera. Dura un brevísimo instante: Walter jurará y rejurará que lo vio alzar la copa con la muñeca envuelta en cuero y púas de metal, que lo vio sonreír mirando hacia el escenario, con una sonrisa ladeada y distante, como entre irónica y tierna; que aquello sucedió en el instante mismo en que el Celta pronunciaba el nombre de Mázinger, el guitarrista atrapado en su loop de amnesia y encierro a partir de la tragedia de Nigredo y su combi fatídica estrellada contra un camión. “No olvido”, ha empezado a decir el Celta como si hablara de un muerto y se corrige: “No olvidamos a nuestro compañero, y si bien él no pudo venir a vernos, nosotros esta noche vamos a mostrar una parte inédita y reciente de su obra: una nueva versión que hizo en guitarra del más querido de nuestros viejos temas, grabada por su autor, nuestro amigo Edgar Alan Benítez. ¡Nigredo!”. Y al oír esas cuatro palabras, Walter ve cómo el hombre de la barra lo mira a los ojos y se lleva un dedo a los labios como pidiéndole discreción sobre su presencia. Ve relucir su cuero cabelludo en la luz cenital de la barra, que derrama su esplendor hacia su sien tatuada y hacia los brillos metálicos que adornan su campera negra de cuero, y como si fuese sobrenatural esa iluminación de pronto la luz le muestra una turba pegada al escenario, formada por hombres de la edad de Walter pero que parecen más que ancianos; semejan zombis de alguna película de George Romero, son como el muertito que sonríe en las pesadillescas tapas de los discos de Iron Maiden. Y ya retumba en el bajo el riff de “Ángel rebelde” por la mano herida del Celta, y ya la Sueca bate los parches al ritmo, y ya la inconfundible viola de Mázinger suena desde las pistas, y ya la voz de soprano de la cantante entona en una nota altísima los versos inspirados en Milton (“¡Qué importa haber perdido / el campo de batalla! Todavía no está perdido todo. / Inmortal es mi odio, insaciable mi sed…”) y ya el vórtice del pogo los captura a todos, y ya están chocando Piuma y Walter hombro con hombro en un pogo divertidísimo, como dos pibes, dos hermanitos jugando a la guerra de almohadas porque papá y mamá se fueron al cine, y todos a su alrededor huelen a hormonas, y ellos también, y el contacto físico intenso con la masa humana les dice que siempre iba a estar todo bien, que siempre va a haber toda esa gente buena onda para ayudarlos cuando la necesiten, ya que a nadie dejan caer, ya que todos los cuerpos que se arrojan al vacío van a ser amorosamente sostenidos por decenas de brazos; porque así se vive, porque si no, no se puede, porque ser humanidad es eso; y aunque trabajen de mercancías toda la semana y sean vapuleados y maltratados, en el ritual colectivo recobran la naturaleza humana de confianza fraternal y eso los vertebra, los suelda, los sana, los une y los pone de nuevo de pie. “Un recreo”, concederá después Piuma. “Una revolucioncita de fin de semana”.
Y cuando el tema termina, Walter mira alrededor y ve que de nuevo ellos han vuelto a ser los mayores del lugar. Ni rastro de los tipitos de Iron Maiden con quienes poguearon. Ni el recuerdo siquiera del Égar, solitario en la barra, con su copa de cristal.
Piuma lo mira y saca la lengua. Tiene pegada una diminuta pastilla redonda. “Cuatro corazones”, le traduce la chica metalera por lo bajo. “¿Querés? También tenemos Mickeys”, agrega. Walter recibe esa especie de hostia diminuta, y se la guarda en un bolsillo trasero de su pantalón para otro momento, aunque ellos insisten en que “el momento” es ese. ¿No lo vieron al Égar en la barra? ¿No danzaron la danza macabra con los metaleros muertos? “Tomamos nosotros y te pega a vos”, se burla Ángel Piuma.
Ahora Baron Samedi está terminando su concierto, no sin antes dejar megatones de energía cinética en el escenario. Cuando terminan, los músicos saltan del escenario y corren, explicando que tienen otro concierto en otro lugar. Walter envidia los bíceps de la baterista, una escandinava grandota que está apenas transpirada, no extenuada luego de semejante despliegue de vitalidad. Piuma alza la cabeza y mira las luces del techo. Hay un breve silencio mientras los músicos se despiden a las apuradas y después alguien pone música para bailar. Piuma, sin dejar de alzar la cabeza, la toma a la chica metalera por la cintura y ambos comienzan a mecerse: una suave ondulación que sólo en un sentido muy amplio del término da para llamar danza. Walter siente que necesita tomar aire fresco y va a la barra del patio a buscar tres fernets de menta con hielo. Dos, porque él tiene que manejar. Vienen también en esos vasos gigantescos de plástico. Él toma sorbitos del de Piuma y del de ella, mientras ellos dos se mecen como tallos de girasoles en un dibujo animado psicodélico de los años sesenta, y empieza a aburrirse; le resulta aburrido verlo a Piuma callado. Así que, en la mitad de una segunda vuelta de fernets de menta, que paga Piuma, va al baño. Vuelve del baño y ahí están. Ángel Piuma se ha arremangado la remera para mostrar los hombros, a lo Marlon Brando, y está dándose besos de lengua con ella. Borracho hasta la idiotez supina, el crítico y cronista ejecuta su número favorito, el “soy un despojo humano y me encanta serlo”. Además, todo parece indicar que se está divirtiendo. Le acaricia las nalgas a la chica y pone las manos de ella en las propias, engrosadas a fuerza de charlas con cerveza y una vida sedentaria de periodista estrella que nunca jamás llegaría a ninguna parte. Pero bueno, está ahí. Esto también es un lugar. Ella le franelea el culo a través de los vaqueros y él, ostensiblemente excitado por esas caricias, se aferra a la nuca de ella con las dos manos y le hunde la lengua en lo que a esa altura del besuqueo debe ser más o menos su garganta. Cuando las dos bocas se separan, Piuma derrama en ambas un extraño líquido de color verde. Walter se imagina que forman parte de una cadena alimenticia que empieza en el amo del universo y termina en el último paria. Una multitudinaria máquina deseante de culos, pijas y bocas lengüeteadas. A lo mejor esto era la Revolución, nomás. Enseguida desaparecen. Reaparecen al rato y se ponen a bailar. Con él. Los dos. “Vos sabés que yo te quiero mucho, Patito. Patito putito”, le dice Piuma y le toca el culo. Parece esta noche que acabara de inventarlo él, al culo. Y Walter ha vuelto a ser Pato, el “Sangre de Pato” del diario. Ni los rastas rubios, ni los jóvenes prolijos y anarquistas que se quedaban quietos danzando con sus mentes al son de la música electrónica, ni Walter mismo, nadie salvo quizás ella podría comprender la intensidad, el exceso, el descontrol, el reviente que para Piuma parecían constituir aquella noche la única manera de estar en el mundo. ¿De dónde sacaba tanta angustia, tanta energía? Había marchado en una manifestación toda la tarde, gritando, llevando una pancarta, hablando por televisión; había charlado, bebido, bailado, besado; había rejuvenecido y había pogueado a la par de pibes de veinte años, lanzándose con todo el cuerpo al centro de la danza entre vivos y muertos que los cimentaba y los fundía en un ente comunitario colectivo… ¿Quiere más? ¿Puede más? Había gozado con ella, se había intoxicado hasta la demencia y había vuelto. Ahora iba por más. Se le abrazaba a Walter tambaleándose como un boxeador al borde de la derrota; él era igual de petiso y más flaco que él, pero con ella podían manejarlo. Lo más irritante para Walter era la forma en que los miraban, o mejor dicho, en que los ignoraban muy civilizadamente todos aquellos chicos. Y podrían haberlos estado filmando en vivo. Pero no, no se usaba.
“Calmate, amigo” le dice Walter a Piuma y él le responde, con lo que le queda de su capacidad para articular lenguaje abstracto, que se ha convertido en un puritano, un moralista: "¿Por qué te ponés tan paranoico vos, que ya no tenés nada que perder?"