El pasado 30 de abril falleció, en la ciudad de Nueva York, Paul Auster, narrador, ensayista, guionista y poeta nacido en Nueva Jersey en 1947. Deja decenas de volúmenes de prosa, especialmente novelas y relatos, traducidos a más de cuarenta idiomas, en lo que es una obra reconocida y premiada. Fue su pareja, la escritora Siri Hustvedt, quien había informado en su cuenta de Instagram, en 2023, del cáncer que se le diagnosticara a Auster, y, no hace mucho, del fin de los tratamientos y lo que podía ser una cierta o aparente estabilidad en la salud del escritor. Sin embargo, estudios médicos posteriores indicaron que no había logrado salir de Cancerland –o “cancerlandia”–, tal como posteó Hustvedt, quien además tuvo que lamentar, tras el deceso de quien fuera su pareja por 43 años, el inmediato estallido “informativo” de mensajes y notas en medios y redes, sin que la familia y amistades cercanas del escritor pudieran procesar y—eventualmente- manifestar luego su duelo, en tiempo y forma, sin prisas ni “instantaneidades”. Poco antes, en 2022, Auster había participado de una lectura pública en defensa de Salman Rushdie -convaleciente entonces en un hospital, tras un ataque contra su vida- y de “la libertad para escribir”, en una actividad en la que escritores y escritoras leyeron a lo largo de dos horas fragmentos de la obra del autor de Los versos satánicos, libro que le valiera la fatwa, una condena a muerte, por parte del régimen del imán Jomeini de Irán, en 1989.
Sin necesidad de representar o reencarnar la figura del “escritor comprometido” o “politizado”, Paul Auster sin embargo tomó partido en diversas oportunidades, por distintas causas, desde el compromiso cívico o ciudadano. Así, explicaba en una entrevista a Gérard de Cortanze, en 1995, acerca de “casos” en los que intervenía o actuaba: “pensando, para ser exactos, en el drama de Salman Rushdie. Escribí un artículo para el New York Times y participé en la redacción de un pasquín colectivo, del que se tiraron miles de ejemplares y que se distribuyó en las librerías neoyorquinas. Este año he intervenido en la jornada de conmemoración del milésimo día del sitio de Sarajevo y he participado en una rueda de prensa, junto con otros cinco escritores, negros y blancos, para hablar en defensa de Mumia Abu-Jamal. No soy un político, pero cuando algo te afecta profundamente resulta imposible no reaccionar”. El mismo 11-S, tras el ataque a las Torres Gemelas, entre notas sueltas a lo largo del día, finalizaba con esta reflexión: “Todos sabíamos que esto podía ocurrir. Hemos hablado de la posibilidad durante años, pero, ahora que ha sucedido la tragedia, es mucho peor de lo que nadie había imaginado. El último ataque extranjero en suelo estadounidense ocurrió en 1812. No tenemos precedentes de lo que ha ocurrido hoy, y sin duda las consecuencias de este asalto serán terribles. Más violencia, más muerte, más dolor para todo el mundo. Y así empieza por fin el siglo XXI”.
LA INVENCIÓN DE UN ESCRITOR
Paul Auster, proveniente de una familia de clase media de origen judío, y lector precoz gracias a una gran biblioteca que recibe de un tío, se gradúa en la Universidad de Columbia, comienza a traducir poesía francesa y viaja a París, donde permanece por algunos años, realizando diversos trabajos para ganarse la vida. Su primer libro publicado fue una antología de poesía surrealista que tradujo, y el segundo, una novela policial firmada con el seudónimo Paul Benjamin. Mientras, la poesía y el ensayo signan sus primeros escritos de la década de 1970 (además de algunas obras de teatro, de las que el autor abjura).
Un giro en su vida, el fallecimiento de su padre y la herencia que este le deja, le permite por un par de años poder dedicarse por completo a la literatura, debutando en 1982 con La invención de la soledad, libro de corte fragmentario, metaliterario y autobiográfico, que así comienza: “Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en un sillón y muere”.
“Ahora me doy cuenta de que debo haber sido un mal hijo”, escribe. “O si no exactamente malo, al menos decepcionante, una fuente de confusión y tristeza. No parecía lógico que a un hombre como él le saliera un hijo poeta, ni tampoco podía comprender cómo un joven con dos diplomas de la Universidad de Columbia podría emplearse como marinero en un petrolero en el Golfo de México y luego, sin razón aparente, marcharse a París y pasar allí cuatro años llevando una vida de lo más precaria. Su descripción más frecuente de mí era que yo tenía ‘la cabeza en las nubes’ o que no tenía ‘los pies sobre la tierra’”. Este texto, “Retrato de un hombre invisible”, primera parte de La invención, se encuentra junto a una reflexión sobre aspectos, acciones y dichos disímiles, diversos, antagónicos, sobre su padre, la relación entre hechos y literatura, y los límites respecto al conocimiento y las certezas (im)posibles: “Ahora comprendo que cada hecho es invalidado por el siguiente, que cada idea engendra una idea equivalente y opuesta. Es imposible decir algo sin reservas: era bueno o malo, era esto o aquello. Todas las contradicciones son ciertas”.
La anécdota como una “forma de conocimiento” es un eminente método literario, tal como lo aplica Auster consigo mismo en la segunda parte del libro, “El libro de la memoria”, recordando episodios de su vida, relatados en tercera persona: conjugando múltiples puntos de vista, informaciones, datos y detalles (de Hölderlin a Marx, de Hegel a Freud, pasando por Pascal, Ponge, Beckett y Proust), para tramar una rica narrativa, multidimensional, en lo que será el despegue de su particular realismo literario. En una entrevista hacia 1990, dirá: “Yo me considero un realista en el sentido más estricto de la palabra”.
LA MÚSICA DE PAUL AUSTER
La ficción y no-ficción son fronteras porosas y con múltiples vasos comunicantes en cada libro de Paul Auster. A La invención de la soledad le sucede Ciudad de cristal, primera novela de ficción de una trilogía en la que siguen Fantasmas y La habitación cerrada. Allí, el juego de coincidencias y simbolismos significativos, aparecen y se suceden, lo que permite un buen “ritmo”, por medio del enigma o misterio a aclarar o resolver, un elemento tomado del género policial. Otra obra posterior, que le valdrá consagración y proyección internacional, El Palacio de la Luna, vuelve a generar sus historias de ficción, con múltiples elementos autobiográficos ligeramente alterados o modificados, más o menos evidentes o sustanciales (desde la anécdota de la herencia de la gran biblioteca del tío al acontecimiento de la llegada del hombre a la Luna, atravesando las décadas). Con Leviatán, Auster vuelve a poner como trasfondo la historia y la política de Estados Unidos, sumando a los misterios la cuestión de la rebeldía juvenil y la radicalidad política (temas que, por ejemplo, también trabajó a su manera Philip Roth, en su novela Pastoral americana). Obra dedicada a su colega y amigo Don DeLillo, maestro de la narración “conspiranoica”, Leviatán será retribuida con una dedicatoria en una ficción, más de una década después, de DeLillo a Auster: Cosmópolis. En Brooklyn Follies, novela fechada en 2003-2004, Auster retoma el 11-S -como Ian McEwan en Sábado, o el mismo DeLillo en El hombre del salto-, para discutirlo desde sus personajes.
La “causa” más o menos lógica y evidente en el entramado narrativo, sea ficcional o autobiográfico, se completa con recurrencias, repeticiones y reapariciones -como la del dinero-, percibidas como casualidades o azares que conectan, complican o complejizan, y hacen al mismo tiempo avanzar la/s historia/s; son “puntos” o “mojones”, el sostén del edificio narrativo de Auster. Preguntado una vez más sobre la cuestión (el “azar” como etiqueta o marca literaria), dijo el escritor: “Paul Auster y el azar. ¡Ah, sí, me resulta francamente irritante!”. Y trayéndose a colación los casos de los adjetivos “borgiano” y “kafkiano”, y que dentro de poco podría surgir un ¡“austeriano”!, contestó entre risas y luego carcajadas: “Dios mío, ‘austeriano’… Auster… nada que hacer”. Años después, en una entrevista con Michael Wood, publicada en The Paris Review en 2003, dirá, manifestando un pensamiento más maduro respecto al doble “oficio” de vivir y escribir: “Me han ocurrido tantas cosas extrañas en la vida, tantos acontecimientos inesperados e inverosímiles, que ya no estoy seguro de saber qué es la realidad. Lo único que puedo hacer es hablar de la mecánica de la realidad, reunir pruebas de lo que sucede en el mundo e intentar registrarlo tan fielmente como pueda. He usado ese enfoque en mis novelas. No es tanto un método como un acto de fe: presentar las cosas tal como ocurren, no como deberían ocurrir o como nos gustaría que ocurriesen. Las novelas son ficciones, por supuesto, y por tanto cuentan mentiras (en el sentido más estricto del término), pero a través de esas mentiras cada novelista intenta contar la verdad sobre el mundo”.
En 2012, el pase de la obra de Auster de su editorial española Anagrama a Seix Barral, del Grupo Planeta, que relanzó su obra completa en edición de bolsillo (unos treinta títulos), permite ahora leer y releer todos los libros del escritor: no sólo sus novelas, sino también sus poesías y sus ensayos, cada uno reunidos en un solo volumen -lo que antes se encontraba parcialmente todo junto en un volumen de Anagrama, Pista de despegue. Sin dudas, Auster no sería el narrador que fue, si no hubiese tenido esos comienzos enraizados en la médula del lenguaje y la literatura, la poesía, al igual que el ensayo y la traducción. Como él mismo ha planteado en varias entrevistas, el suyo fue un desarrollo por “etapas”: momentos y modos del decir.
Entre sus últimos trabajos publicados, se puede mencionar el ensayo La llama inmortal de Stephen Crane, las ficciones 4 3 2 1 y Baumgartner; y destacar uno de fuerte título: Un país bañado en sangre, un ensayo acompañado de fotografías de Spencer Ostrander -quien visitó y retrató numerosos lugares en donde ocurrieron tiroteos masivos en Estados Unidos: supermercados, estadios y templos religiosos; “lápidas de un dolor colectivo”, las llamó Auster. El escritor bucea en la memoria sus experiencias lúdicas en la infancia, signada por la violencia de las armas (“La mayoría de las veces era suficiente apretar el gatillo y gritar: ‘¡Bang, bang, estás muerto!’”). “La fuente de esas fantasías era la televisión, un fenómeno nuevo que empezó a llegar a amplias multitudes precisamente en la época en que nací (1947), y, como daba la casualidad de que mi padre era dueño de una tienda de electrodomésticos que vendía diversas marcas de televisores, yo ostenté la distinción de ser uno de los primeros habitantes del planeta en vivir con un aparato de televisión desde el día en que nací. Hopalong Classidy y El Llanero Solitario son las dos emisiones que mejor recuerdo”.
Auster, que por pura casualidad -por falta de posteriores estímulos- no adoptó el violento amor por las armas, parte de la experiencia individual hacia la historia estadounidense, desde la difusión televisiva a los “indios” originarios y la usurpación de sus tierras, a la imposición del mercado y el individualismo más feroz en la actualidad. Y sumando otro elemento al american way of life, afirma sobre armas y vehículos: “el coche y la pistola o el fusil representan cada uno por su cuenta una idea de libertad y autonomía individual, las formas más emocionantes de autoexpresión de que disponemos: atrévete a pisar a fondo el acelerador y de pronto estás circulando a una velocidad de ciento cuarenta kilómetros por hora; flexiona el dedo índice en torno al gatillo de tu Glock o de tu AR-15 y el mundo es tuyo. Tampoco nos cansamos de ver esas cosas ni de pensar en ellas. Los dos elementos más apreciados de las películas norteamericanas son desde hace mucho el tiroteo y la persecución de coches, y, por muchas veces que nos perdamos en el espectáculo de esas emociones fuertes que, hábilmente orquestadas, se representan en la pantalla, seguimos volviendo por más”.
En lo que se ha transformado en un verdadero y lamentable país de las últimas cosas -parafraseando otro título suyo-, Paul Auster cita en Un país bañado en sangre una poesía completa de un colega de ácido humor, sobre el desquiciado placer de matar a tiros y recuerda el caso del movimiento Panteras Negras en las décadas de 1960 y 1970, que desfiló con armas amparándose en el mismo derecho constitucional que aprovechan los reaccionarios y supremacistas para portarlas. Críticamente, plantea el dilema: “Una mayoría de los norteamericanos apoya el derecho de los individuos a poseer armas, pero esa misma mayoría está abrumadoramente a favor de implantar medidas que pongan fin a la violencia mortal causada por ellas. La minoría contraria al control sostiene que la causa del problema no son las armas sino la gente que las utiliza. Ambos tienen razón y ambos se equivocan”. Hacia el final del libro aparece el recuerdo de George Floyd asesinado por la asfixia de la policía, detonante del movimiento Black Live Matters y de “Darnella Frazier, una valiente muchacha de diecisiete años que filmó en su integridad los ocho minutos y medio de aquel asesinato a sangre fría, sin sentido, para que lo vieran Norteamérica entera y el resto del mundo”.
Paul Auster finalizó su libro pensando en las alternativas del porvenir: la juventud ¿empuñará una cámara o un rifle?, lo que equivale a la pregunta de si estará en contra de la violencia, o si la ejercerá. Siri Hustvedt, en uno de sus posteos en Instagram, reveló que el último texto de Auster -que pretendía que fuera su último libro, aunque resultó algo más corto -fue una carta, escrita a mano, para su nieto Miles. Fue esta, su última obra, otra clara apuesta del escritor por la juventud y las próximas generaciones, por el futuro.